El Jesús Histórico a
la luz de la exégesis reciente
1. Introducción
La investigación histórica sobre Jesús ha conocido diversas
fases. Los discípulos de Bultmann reaccionaron contra el escepticismo de su
maestro promoviendo lo que se llamó “la nueva búsqueda” del Jesús histórico
(Käsemann 1954), mucho más cauta que la emprendida por el racionalismo
optimista del XIX, y motivada teológicamente: se buscaba anclaje para la fe
cristológica y los estudios los realizaban exégetas y en el marco de facultades
de teología, fundamentalmente alemanas. Aquí hay que situar a los trabajos de
Bornkamm, Conzelmann, Schürmann, Cullmann, Jeremias (con matices), etc. La gran
renovación de la cristología posconciliar es muy deudora de esta exégesis sobre
el Jesús histórico (Rahner, González Faus, Sobrino, Boff, Ducoq, Moltmann etc).
A partir de los años 80 del siglo pasado se abre paso una
nueva orientación en los estudios históricos sobre Jesús, sin que sea posible
ahora explicar ni sus causas ni sus características (Aguirre 1995; Bartolomé
2001; Witherington 1995). Sí diré que esta famosa “third quest” o “tercera
búsqueda”es una investigación que procede fundamentalmente del mundo
anglosajón, que es muy interdisciplinar y que, en buena medida, se hace al
margen de las instituciones teológicas y de las referencias confesionales. La
producción es enorme, de valor muy desigual, pero es indudable que se han
abierto perspectivas de sumo interés. En mi opinión, la reflexión cristológica
y eclesiológica no se ha confrontado aún con los resultados de estas nuevas
investigaciones bíblicas.
En las páginas que siguen me propongo nada menos que
realizar una síntesis de lo que desde el punto de vista histórico se puede
decir con relativa solidez sobre Jesús de Nazaret. Tarea complicada y más si
debe hacerse en un espacio reducido, lo que obliga a seleccionar algunos
aspectos, y no permite justificar suficientemente las afirmaciones que se hacen
ni citar ni considerar las opiniones de otros autores, Tampoco es posible
abordar las cuestiones previas y decisivas de carácter metodológico: las
fuentes, su valoración y los criterios de historicidad.
Quiero dejar bien claro que intento hablar desde el punto de
vista histórico, evitando en lo posible la criptoteología (Crossan 1999,
XXIII), que es la que ha predominado en los estudios sobre el llamado “Jesús
histórico”, y la autobiografía, y me refiero al conocido dicho de que los
estudios sobre Jesús han solido servir poco para conocer a este personaje, pero
mucho para conocer la mentalidad de quien los realizaba. Creo que lo que voy a
decir está sólidamente fundado y es racionalmente muy defendible, aunque, por
supuesto, es también muy discutible. Así es la naturaleza del saber histórico,
que no se impone apodícticamente y que avanza por tanteos y acercamientos
progresivos. Esto es verdad siempre, pero mucho más cuando, como en el caso de
Jesús, las fuentes son escasas y muy interesadas, y su estudio además implica
con facilidad y en grado sumo la subjetividad de quien lo realiza.
Dada la naturaleza de los evangelios -los sinópticos tienen
un esquema muy simple y muy teológico de la vida de Jesús y, además, muy
diferente a Juan- probablemente no es posible una presentación secuencial,
ordenada y cronológica de la vida de Jesús. Incluso es posible que de lo que yo
diga no resulte una visión sistemática y coherente de lo que Jesús hizo y dijo.
Puede deberse al carácter fragmentario de nuestras fuentes, también a la
naturaleza simbólica y poética del lenguaje de Jesús, tan maltratado por la
teología posterior; pero hay otro factor: los cambios y hasta las
contradicciones que con frecuencia caracterizan el mensaje y los
comportamientos de los grandes carismáticos, que es un factor que suele
aumentar su prestigio entre sus seguidores (J. C. Sanders 1998). Y, por
supuesto, parece muy verosímil que se diese una verdadera evolución a lo largo
de la vida de Jesús en la comprensión de aspectos centrales de su mensaje.
2. El contexto histórico y geográfico.
Jesús fue un judío fiel y nunca dejó de serlo. Más
precisamente fue un galileo, lo que es clave para situarle debidamente.
La investigación histórica y arqueológica sobre Galilea está
actualmente en pleno desarrollo y las diferencias que autores muy importantes
de nuestros días tienen sobre el Jesús de la historia están íntimamente
relacionadas con las distintas imágenes que se hacen de la Galilea del siglo I.
E. P. Sanders se imagina una Galilea pacífica y con pocas diferencias
religiosas con Judea. Freyne, sin duda el que más a fondo a estudiado el tema,
presenta una Galilea muy convulsionada por las dificultades económicas y por el
proceso de urbanización. Crossan y Mack subrayan especialmente la helenización
de la región y la influencia en ella de los filósofos cínicos.
El judaísmo de Galilea era muy acendrado, pero diferente al
de Jerusalén, donde el papel del Templo era mayor y la presencia de escribas
más numerosa; ambas regiones, desde la muerte de Salomón, se convirtieron en
entidades separadas y habían tenido una historia política muy distinta. En
tiempo de Jesús, Galilea era un reino vasallo de Roma bajo la dinastía herodiana,
mientras que Judea estaba bajo el control directo de Roma, que tenía allí un
prefecto que dependía del legado de Siria.
Jesús era de Nazaret (Mateo y Lucas sitúan su nacimiento en
Belén, lo que quizá es una construcción teológica para reafirmar su ascendencia
davídica; cfr. 1Sam 16); en todo caso está claro que su infancia transcurrió en
Nazaret y era conocido como natural de esta localidad (Jn 1,46; 7,41; Mc
6,1-6). Era un pueblo pequeño y pobre, como ha puesto de manifiesto la
arqueología, pero que está a solo 5 km. de Séforis, ciudad reedificada por
Herodes Antipas, que la convirtió en capital de Galilea.
Este dato es muy importante. En efecto, el proceso de
urbanización, en marcha desde el tiempo de Alejandro Magno, había llegado hasta
Galilea que estaba rodeada de una serie de ciudades helenísticas paganas y en
las que los judíos eran una minoría. Al Este las diez ciudades de la Decápolis,
al otro lado del Jordán, excepto Escitópolis / Bet Shean. Al Noroeste Tiro,
Sidón y Aco / Tolemaida. Al Oeste, en la costa del mar Mediterráneo, Cesarea
Marítima, gran puerto e impresionante ciudad pagana donde residía habitualmente
el prefecto romano. Al Sur, otra importante ciudad herodiana, Sebaste.
Pero el proceso de urbanización penetraba en el corazón
mismo de la Galilea judía. He mencionado Séforis, “corona de Galilea”, la
llamaba Flavio Josefo. Más tarde Antipas construyó junto al lago Tiberias,
donde trasladó la capital. La urbanización era simultáneamente un proceso de
helenización, aunque Séforis y Tiberias mantenían una fisonomía
predominantemente judía (en Séforis no se han encontrado restos paganos para el
siglo I) (Meyers 1997; Chancey 2001), pero era el lugar de residencia de la
élite de funcionarios y propietarios. Cuando posteriormente, el año 66 estalló
la sublevación judía, ambas ciudades adoptaron una postura pro-romana
totalmente opuesta al campesinado galileo. Utilizando una terminología técnica
(Freyne 2000), se puede decir que Séforis y Tiberias no eran ciudades
ortogenéticas, nacidas como desarrollo de un entorno rural y en relaciones
armoniosas con él, sino heterogenéticas, es decir, en virtud de un influjo
externo y que resulta un elemento extraño que rompe los equilibrios
tradicionales del entorno rural.
De hecho la situación del campesinado galileo del tiempo
parece que era sumamente dificil. Grababan sobre ellos enormes cargas
impositivas, con las que los herodianos financiaban su política de grandes
obras públicas; a esto hay que añadir los impuestos exigidos por el Templo de
Jerusalén. Las pequeñas propiedades agrícolas familiares no podían hacer frente
a tal situación. Consecuentemente se daban un proceso de concentración de la
propiedad, de modo que los pequeños propietarios se convertían en jornaleros, a
veces incluso en esclavos, y la emigración fuera del país era muy numerosa.
La ciudad siempre ejerce una cierta fascinación sobre su
entorno social. Pero esta fascinación puede ser de atracción por las nuevas
formas de vida o de rechazo de los valores y costumbres que se ven como algo
ajeno y perjudicial. Esto último es lo que sucedía en la Galilea del siglo I.
Los sectores rurales veían con hostilidad a las ciudades introducidas por los
herodianos, que rompían sus formas tradicionales de vida y les perjudicaban
económicamente.
Se puede decir que frente a una “economía de reciprocidad”
de carácter tradicional, basada en la familia como unidad de producción y
consumo, los herodianos, pro-romanos imperialistas, introducían una “economía
de re-distribución” en la que un gran poder central (el Imperio y el Templo)
acumula una riqueza creciente, de cuyo reparto sale muy favorecida una élite.
La tensión campo - ciudad es clave para entender la función
social de Jesús y su mensaje. No es exagerado afirmar que la Galilea del tiempo
estaba atravesada por una crisis con hondas repercusiones culturales y
económicas. Desde ahora quiero llamar la atención sobre el hecho muy
significativo y probablemente nada casual de que Jesús no parezca nunca en los
Evangelios visitando los núcleos urbanos importantes.
En Galilea reinaba una acendrado espíritu judío, pero la
región estaba abierta a una notable influencia helenística. Basta una mirada al
mapa para comprender que lo contrario sería imposible. La ribera occidental del
Lago, de especial importancia en el ministerio de Jesús, estaba muy poblada y
abierta a las relaciones con el entorno pagano. Cafarnaún, que fue algún tiempo
centro de operaciones de Jesús, estaba muy cerca de Tiberias, la capital, y de
Magdala/Tariquea, una localidad importante conocida por su industria de salazón
de pescado. Los pescadores de Cafarnaún y Betsaida, ésta ya en el territorio de
Filipo, inevitablemente tenía que tener relaciones con la cercana ribera
oriental y pagana. Cerca de Cafarnaún pasaba la vía que llevaba a la Decápolis,
como sabemos por los datos del evangelio y por el descubrimiento de una piedra
milar, que puede verse en la actualidad en las excavaciones de la mencionada
ciudad.
3. Los primeros pasos
Tenemos poca información fiable sobre los orígenes de Jesús,
sobre sus antecedentes familiares y sobre los primeros años de su vida. Este
vacío ha sido colmado por la imaginación popular con numerosas leyendas,
algunas muy antiguas y muy desarrolladas en diversos evangelios apócrifos.
Sabemos que sus padres se llamaban José y María, que vivían
en Nazaret y que tenía varios hermanos (Meier 1998, 233-264). Poco más podemos
decir. Hay reconstrucciones plausibles atendiendo a las costumbres judías del
tiempo sobre la continuación con el mismo oficio que su padre, sus visitas
frecuentes a la cercana Séforis, sobre su educación judía en el seno familiar y
en la sinagoga etc.
Desde muy pronto se suscitó una gran controversia en torno
al origen de Jesús. Sectores judíos le acusaban de ser hijo ilegítimo de María
y el reproche, que en aquella cultura resultaba gravísimo, quizá se refleje ya
en los evangelios (Jn 8, 41). ¿Trataban así los judíos de contrarrestar la fe
de los cristianos en la concepción virginal? Caben diversas hipótesis y el
historiador probablemente no puede llegar a soluciones definitivas en esta
cuestión, que no deja de suscitar estudios (Meier 1998, 236-241; Chilton 2000),
alguno serio, pero la mayoría sensacionalistas y arbitrarios.
Cuando tiene ya en torno a 30 años Jesús aparece acudiendo a
la llamada de Juan Bautista que promueve un movimiento de conversión en el
desierto, junto al río Jordán. Me permito una hipótesis: considero inverosímil
que Jesús permaneciese hasta ese momento en el domicilio familiar y trabajando
en el oficio paterno. En efecto, la hondura de su experiencia religiosa, su
capacidad de discusión y su conocimiento de las Escrituras parecen suponer que
antes de ir donde Juan Bautista ha precedido un período de búsqueda religiosa y
de contacto con otros grupos judíos. Es decir, un proceso semejante al que
siguió Flavio Josefo, tal como describe en su Autobiografía (II,10-12).
No hay duda de que Jesús se sometió al bautizo de Juan
Bautista y de que esto supuso una experiencia muy importante en su vida.
Después se independizó -quizá con otros- de Juan, y durante algún tiempo parece
que desarrolló una actividad bautismal (el dato de Jn 3,22 difícilmente puede
haber sido inventado por la comunidad cristiana y el mismo Jn en 4,1-2 trata de
corregirlo). Pero pronto la predicación de Jesús y el movimiento que promovió
aparece con unas características propias y diferentes de las de Juan, como más
tarde veremos.
4. El reino de Dios
Es indudable que Jesús proclamó el Reino de Dios (Meier
1999, 293-592; Aguirre 2001,11-52). La expresión aparece numerosas veces en la
tradición sinóptica, pero pronto cayó en desuso en la iglesia (en Juan aparece
2 veces; en Pablo 7/8). Sí era una expresión conocida en el judaísmo del
tiempo, pero no excesivamente preponderante. Y hay una serie de expresiones en
torno al Reino de Dios (por ejemplo, “entrar en el Reino”) que sólo aparecen en
los Evangelios.
Este dato es de vital importancia. El lenguaje no es el uso
de etiquetas indiferentes o asépticas, sino que procede de una determinada
experiencia, que después contribuye a cultivar. Jesús no hace una exposición
sistemática en torno al Reino de Dios, utiliza un lenguaje simbólico, poético y
sugerente. Parte, por supuesto, de la comprensión judía, pero la va matizando
de una forma muy particular.
Hay salmos que celebran en el Templo de Jerusalén la realeza
universal y permanente de Dios:”¡Pueblos todos, tocad palmas, aclamad a Dios
con gritos de alegría! Porque Yahvé, el Altísimo, es terrible, el Gran Rey de
toda la tierra... ¡Tocad para nuestro Dios, tocad, tocad para nuestro Rey,
tocad! Es Rey de toda la tierra. Reina Dios... Sentado en su trono sagrado”:
Sal 47; cfr. Sal 93;96-99.
Pero hay otra concepción del Reino de Dios que aparece en momentos
de singular tribulación del pueblo, en el momento del exilio, reflejado en el
Deutero-Isaías, y en el momento de la terrible opresión de los Seleúcidas, como
se refleja en el libro de Daniel (Albertz, 550, 817-819). En estos momentos el
Reino de Dios se proclama en neto contraste con los reinos opresores del
presente, pretende suscitar la resistencia y esperanza de un pueblo que sufre y
se refiere a una intervención futura y liberadora de Dios, que cambiará la
historia.
Daniel, en los capítulos 2 y 3, habla de la visión de una
estatua enorme y terrible, con la cabeza de oro, su pecho y sus brazos de
plata, su vientre y sus lomos de bronce, sus piernas de hierro, sus pies parte
de hierro y parte de arcilla. Representa a los diversos imperios que han ido
oprimiendo a los santos. Pero después, “sin intervención de mano alguna”, se
desprende una piedra que pulveriza a la estatua enorme y terrible, y que acaba
convirtiéndose en un gran monte que llena toda la tierra. Se está refiriendo al
Reino de Dios, “que jamás será destruido y subsistirá eternamente” (Dan 2,44).
Para el Deutero-Isaías, la proclamación del Reino de Dios
equivale a anunciar la liberación a los exiliados, el retorno a su tierra; es
la buena noticia de la paz y de la salvación (52,7).
Es claro que a lo largo de la historia, quizá ya en la
Biblia misma, Reino de Dios es una expresión profundamente ambigua y con
funciones sociales diversas y hasta contradictorias (Aguirre 1998, 54-57). En
los profetas es la expresión del ansia de liberación de los oprimidos, suscita
su esperanza y tiene una fuerte carga socio-crítica.
En este punto me parece especialmente importante evitar el
anacronismo y el etnocentrismo, y situar estas ideas en el concepto de su
tiempo, para lo que es especialmente útil unos trabajos recientes de Theissen
(2001) y, sobre todo, de Malina (2000). La religión de Jesús, centrada en el
Reino de Dios, es una religión política y voy a explicar en qué sentido. A
diferencia de lo que sucede en el mundo occidental de nuestros días, la
religión en el mundo mediterráneo del siglo I no era una variable independiente
de la vida social, sino que se vivía siempre incrustada en los dos grandes
ámbitos de experiencia del tiempo, que eran el ámbito de lo político, el mundo
de la polis, de la vida pública, y el ámbito de la casa/familia, que no
equivale simplemente a lo que hoy entendemos como espacio privado. Había una
religión política, la religión oficial, la de la ciudad, los cultos públicos y
una religión doméstica, la de la casa. En el Imperio, junto a la religión
oficial, con sus templos y divinidades, con su culto al emperador, había una
religión muy viva y muy diferente, con su culto a los antepasados, a los lares
y penates, con altares y ritos, en los que el paterfamilia tenía un papel muy
especial.
El yahvismo era, ante todo, una religión política, la del
pueblo de Israel, que impregnaba toda su vida pública, pero también tenía, como
no podía ser menos una dimensión doméstica muy importante. (Otra cuestión, muy
interesante por cierto, es la de la religión doméstica a lo largo de la
historia del pueblo judío, que con frecuencia se alejaba más de lo que se suele
creer de las pautas yahvistas y aceptaba usos del entorno pagano).
Pues bien, la religión de Jesús, centrada en el Reino de
Dios, es una religión política en este sentido aristotélico y pre-maquiavélico
del término, porque se dirige a todo Israel y pretende configurar la vida del
pueblo. Lo que Jesús proclama es que ese Reino de Dios tan anhelado, no sólo
está cercano, sino que, de algún modo, está ya irrumpiendo en el presente. “El
tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca” (Mc 1,15). “Si yo expulso
a los demonios por el Espíritu de Dios es que el Reino de Dios ha llegado a
vosotros” (Mt 12,28).
Pero también hay una serie de dichos de Jesús (sin ir más
lejos la petición “venga tu Reino” de la oración del Padre Nuestro) que dejan
ver que la plenitud del Reino de Dios es futura -quizá sería mejor decir
venidera-, y está orgánica y directamente vinculada con algo que ya está dado
en el presente y que es inseparable de su actuación. Este dato me parece
históricamente incuestionable; otra cosa es que se le considere a Jesús un
iluso, un iluminado o un profeta.
Esta vinculación entre pasado y presente del Reino de Dios
está especialmente clara en algunas parábolas, por cierto bellísimas. Es como
un grano de trigo que alguien entierra en el campo y que por su propia fuerza
acaba dando una cosecha espléndida; o como la semilla de mostaza, la más
pequeña de todas las semillas, que se convierte en un árbol en las que pueden
anidar las aves del cielo; o como un poco de levadura, invisible al principio
en medio de la masa, pero que al final la hace fermentar a toda ella.
Todas estas son parábolas de contraste entre una situación
en que aparentemente no hay nada nuevo, los inicios son muy modestos,
decepcionantes sin duda para las expectativas mesiánicas del tiempo, y un final
espléndido; pero ponen también de relieve que el futuro es el desarrollo del
presente, que, de algún modo, está contenido en él.
En la historia de la investigación hemos asistido a un gran
bandazo, a base de forzar los textos, eligiendo unos y eliminando otros, y de
leerlos anacrónicamente. La llamada “escatología consecuente”, una exégesis
fundamentalmente germana, basándose sobre todo en el Evangelio de Mc, en quien
se depositaba la máxima confianza al ser tenido por el más antiguo y de mayor
valor histórico, hacía de Jesús un apocalíptico que esperaba la irrupción
inminente del Reino de Dios entendido como una catástrofe cósmica y el fin del
mundo (Schweitzer, Ehrman, Allison). Ahora, como reacción, una importante
tradición exegética, sobre todo norteamericana, basándose en una peculiar
interpretación de la fuente Q (Kloppenborg) (han perdido la confianza en Mc, al
considerarla una obra fundamentalmente teológica) (Wrede), hacen de Jesús un
sabio que habla del Reino de Dios como una posibilidad abierta y presente a
todo ser humano para que viva de una forma mucho más libre y auténtica
(Crossan, Borg).
Para Jesús el Reino de Dios es una buena noticia; es un
tesoro, cuyo descubrimiento llena de alegría. Es notable la diferencia con su
maestro Juan Bautista que subrayaba el aspecto justiciero y amenazante de la
venida de Dios.
El Reino de Dios no viene acompañado de signos
apocalípticos, ni se identifica con la fuerza histórica de un grupo ni con la
expulsión de los paganos. Jesús invita a descubrirlo, a aceptarlo, a acogerlo y
a llenarse de alegría. Este momento que llamaría de pasividad, de
descubrimiento y aceptación del misterio que se ofrece, tan característico de
la experiencia religiosa, es central en Jesús. Y creo que no ha sido tenido en
cuenta suficientemente por la reciente teología en torno al Reino de Dios.
Pero, por supuesto, para Jesús como buen judío la aceptación del Reino de Dios
debe fructificar en buenas obras en la propia vida. Y en esto es también muy
imperioso. Dejar pasar esta oportunidad es perder la propia vida.
Se ha dicho que Jesús pretende “la congregación escatológica
de Israel” (E. P. Sanders 1985), es decir que el pueblo de Israel acepte esta
intervención decisiva de Dios, que está en trance de realización, que cambiará
radicalmente la historia, pero que no supondrá su abolición. Las imágenes de
catástrofes cósmicas, en la medida en que puedan remontarse a Jesús, son un
género literario, que encontramos en los profetas, con el que se pretende
subrayar la importancia del momento que se está viviendo (Borg 1984). El Reino
de Dios será una situación teocrática e implicará una vida de renovada
fidelidad de Israel a Yahvé. Dentro del variado mundo de las esperanzas
escatológicas judías, para Jesús el Reino de Dios supondría la restauración de
las doce tribus y probablemente la edificación de un templo nuevo y glorioso
(E. P. Sanders 1985). Jesús no se dirige a los paganos y se mueve en la línea
de la escatología profética: todos los pueblos reconocerán a Yahvé cuando en
Sión resplandezca su gloria.
Hay un aspecto muy importante que suele pasar desapercibido:
la proclamación del Reino de Dios situado en su contexto histórico conllevaba
necesariamente una carga de crítica respecto de la teología imperial. Por tal
entiendo la ideología que sacralizaba las estructuras del Imperio Romano que
absolutizaba la Pax Romana y divinizaba al emperador (Fears 1981). Esta
teología imperial se encontraba por todas partes: en las monedas, en las
inscripciones, en los monumentos, en las festividades y en las obras de los
grandes autores. Proclamar el Reinado de Dios como valor central y supremo
suponía una crítica radical de la ideología legitimadora del imperio que a los
romanos no les podía dejar indiferentes. (Se explica así que San Pablo, que
quiere extender el cristianismo por el imperio, elimine prácticamente la
expresión Reino de Dios, que le hubiese acarreado un conflicto mortal para sus
pequeñas comunidades a un nacientes).
5. Valores alternativos
En medio de la gran disparidad existente en las
investigaciones históricas sobre Jesús hay un dato que reúne un consenso
amplísimo, el reconocimiento de una cierta marginalidad de Jesús que después se
explica de diversas maneras. Está suficientemente claro que Jesús adoptó
actitudes un tanto contraculturales, que suponían un cierto desafío a los
valores hegemónicos. Al hablar de su actitud ante la ley volveremos sobre este
punto.
Antes estas actitudes “contraculturales”, radicales, se
explicaban en virtud de la “ética provisional” de quien esperaba un fin del
mundo inminente. Hoy hay quienes las atribuyen al influjo de la filosofía
cínica tan crítica con su sociedad que pretende cambiar radicalmente sus
valores (Crossan, Mack, Downing)..
Pero en Jesús es el alborear el Reino de Dios lo que le
lleva a ver y valorar la realidad de una forma diferente. Así se explica que
proclame bienaventurados a los pobres, a los que lloran, a los hambrientos. No,
por supuesto, porque estas situaciones sean un bien en sí mismas, sino por todo
lo contrario. En la medida en que el Reino de Dios se afirme, estas situaciones
van a cambiar, lo que se traduce ya desde ahora en consuelo y esperanza.
El honor, el valor central en aquella cultura (Malina 1995,
45-84), que dependía fundamentalmente del linaje y que se manifestaba en una
serie de signos externos es reinterpretado a la luz de la nueva experiencia del
Dios que se acerca: “los últimos serán los primeros”; “el Hijo del hombre no ha
venido a ser servido sino a servir”. El dinero no es señal de la bendición
divina, como lo consideraba la teología rabínica, si no el mayor impedimento
para entrar en el Reino de Dios. Las estructuras patriarcales quedan
relativizadas, y cambia profundamente la consideración de los niños y de las
mujeres. En el punto siguiente tendremos ocasión de profundizar en este
aspecto, ciertamente clave, de la actitud de Jesús.
6. La Ley
Precisar la actitud de Jesús ante la Ley no es nada fácil,
porque no hizo pronunciamientos generales y, además, porque las grandes
controversias que se dieron sobre el tema en la Iglesia primitiva se refleja en
los textos evangélicos dificultando la crítica histórica. Hay una diferencia
notable en cómo presentan las cosas el judeocristiano Mateo y el
paganocristiano Marcos
Se trata, sin duda, de un problema de vital importancia en
nuestro estudio y me atrevo a sintetizar en una serie de puntos la actitud de
Jesús.
- Jesús fue siempre un judío fiel y, por tanto, respetuoso y
cumplidor de la ley. En general tiene una notable afinidad con el judaísmo
abierto de Hillel, aunque en algún caso, concretamente en lo referente al
divorcio, se acerca más a la postura de Shamai.
Al rico que le pregunta que tiene que hacer para alcanzar la
vida eterna le responde “cumple los mandamientos” (Mt 19,17) y, además, los
enuncia: “No matarás, no cometerás adulterio, no robarás...” (Mt, 19,18-19; Mc
10,19).
También es verdad que el punto de partida de la predicación
de Jesús y lo más importante de ella no reside en la explicación de la ley.
- Jesús radicaliza aspectos de la ley. No basta con no
matar, sino que hay que evitar otro tipo de agresiones menores e incluso los
insultos. Pensemos también en la prohibición del divorcio. Esta enseñanza de
Jesús parecía no tener paralelo alguno en el mundo judío de la época, pero se
ha encontrado una doctrina muy similar en el Rollo del Templo (1 Q Rollo del
Templo 57,17-19; TQ 223). En el Documento de Damasco se fundamenta la
prohibición del divorcio en el orden primigenio querido por Dios en la creación
(Documento de Damasco 4, 20-21; TQ 83), que es exactamente lo que hace Jesús
(Mc, 10,5-9).
En la cuenta de esta radicalización ética hay que poner
también la denuncia de tradiciones humanas que ocultan y desvirtúan la
intención profunda de la Ley (Mc 7,8-13; Mt 23,23).
- Jesús relativiza -sin que esto suponga su simple
abolición- los preceptos rituales, concretamente los referidos al sábado y a
las normas de pureza. La Iglesia posterior, por razones polémicas, acentuó este
rasgo, que se remonta sin duda a Jesús. Hay dichos que pueden proceder de él:
“No es lo que entre de fuera sino lo que sale de su boca lo que puede hacer
impuro al ser humano” (Mc 2,27; Mc 7,15; Mt 15,11); “Ay de vosotros que
purificáis el exterior de la copa y de los platos pero dentro están llenos de
robo y de codicia” (Lc 11,39; Mt 23,25; Ev. Tom 89); “Ay de vosotros que pagáis
el diezmo de la menta, del anís y del comino, y abandonáis la justicia, la
misericordia y la fe. Esto es lo que habría que practicar, aunque sin abandonar
lo otro” (Mt 23,23; Lc 11,42).
Jesús aceptó la relación con gente tenido como impura,
pecadores y publicanos, probablemente prostitutas, y lo hacía sin importarle
las críticas porque quería anunciar y hasta visibilizar que el Reino de Dios se
ofrece a todos y a nadie excluye.
Relativizar los preceptos rituales y las normas de pureza
era poner en peligro la identidad étnica que estos garantizaban. En efecto,
como saben bien los antropólogos las normas de pureza son barreras que separan
a los judíos de los demás pueblos, a la vez que suponen el control de los
cuerpos de los miembros de Israel por parte de sus autoridades religiosas.
Jesús promovió un movimiento de renovación intrajudío en un
momento de una crisis generalizada y grave en su pueblo. Habían surgido otros
movimientos de renovación, que se caracterizaban por radicalizar las normas de
pureza, por reafirmar la identidad étnica y que, por tanto, eran movimientos
exclusivistas; se dirigían a una élite de puros y elegidos. Es lo que
caracteriza a los fariseos, nombre que quiere decir “los separados”; los
esenios de Qumrán traducían esta separación físicamente y se iban al desierto,
lejos de un pueblo y de unas instituciones corrompidas y contaminadas; ellos
eran el verdadero Israel que esperaba al Mesías.
El movimiento de Jesús se caracteriza por lo contrario, por
ser inclusivo, por buscar a la gente, por no marginar a nadie, por anunciar a
todos la llegada de Dios y su Reino. No es ninguna casualidad que esta actitud
y este anuncio desencadenasen un fuerte conflicto intrajudío.
También quiero apuntar que el desarrollo posterior del
cristianismo, con la apertura a los paganos, con toda la novedad que introdujo
respecto a lo que fue el horizonte histórico de Jesús, estuvo posibilitado, de
alguna forma, por el carácter inclusivo del más primitivo movimiento de Jesús y
por su relativización de las fronteras étnicas con las que Israel protegía su
identidad.
- Lo más característico de la interpretación jesuánica de la
ley es la importancia dada al amor al prójimo. “¿Cuál es el primero de todos
los mandamientos?”, le preguntan. Responde : “El primero es: Escucha Israel: el
Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y amarás al Señor tu Dios... El segundo
es amarás al prójimo como a ti mismo” (Mc 12, 28-31). Jesús está citando el
mandamiento de Lev 19,18. Había grandes discusiones en el judaísmo en torno a
cómo había que entender “el prójimo” de este texto, concretamente qué extensión
tenía.
Cuando le preguntan a Jesús su opinión (“¿Quién es mi
prójimo?”) responde con la parábola del buen samaritano (Lc, 10,29-37), que
probablemente es histórica y responde al más puro estilo de Jesús: replantea de
forma provocadora la pregunta que se le hace. La cuestión no es tanto “quién es
mi prójimo”, sino quién es capaz de hacerse prójimo del hombre abatido en el
camino. Es decir, Jesús invita a pensar la moral y el amor desde las víctimas.
En el judaísmo del tiempo había quienes limitaban el prójimo
a los miembros del pueblo judío. Así los LXX traducen “prójimo” por “prosélito”
en Lev 19,18, es decir paganos convertidos al judaísmo. Sin embargo en el
judaísmo helenista sobre todo, pero también en el judaísmo palestino, había
interpretaciones más amplias que se abrían al amor al extranjero. Parece que es
lo que piensa Jesús.
Es muy claro, sobre todo, cuando inculca la no violencia y
el amor a los enemigos, que sin duda proceden de Jesús y constituyen el culmen
de su moral. Los evangelios presentan unas formulaciones radicales y
provocativas, que plantean numerosos problemas tanto literarios como de
aplicabilidad, en los que no podemos entrar ahora. No se refiere solo al
enemigo personal, sino también al del pueblo como tal (está muy claro que
Mateo, el evangelista más judío, así lo entendió, porque en 5,41 se refiere a
una imposición romana). Estas afirmaciones de Jesús se pueden y se deben situar
en el contexto judío de su tiempo, porque no son meras doctrinas intemporales.
Concretamente hubo un par de movilizaciones populares judías no violentas
frente a Pilato que resultaron eficaces (AJ 18,271 s; BJ 2,174. 195-198)
(Theissen 1985, 103-147).
La justificación teológica del amor a los enemigos es muy
rica, pero me fijo sólo en un aspecto: “Para que seáis hijos de vuestro Padre
que está en los cielos, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover
sobre justos e injustos” (Mt 5,45). Se encuentra aquí un motivo clave de la
espiritualidad judía: la imitación de Dios (Aguirre 2001, 37). Lo propio de
Jesús es que se trata de imitar a un Dios que es bueno, que es amor, y cuya
bondad se manifiesta en la creación (“hace salir su sol...”) y también en la
llegada de su Reino.
7. Taumaturgo popular y exorcista
Un aspecto cuya enorme importancia no guarda relación con el
pequeño espacio que aquí se le va a dedicar es la actividad de Jesús como
sanador popular y como exorcista. Me limito a un breve apunte.
Durante mucho tiempo los llamados milagros de Jesús eran un
engorro para historiadores y teólogos que no sabían qué hacer con ellos. En la
Iglesia misma si no se podía eludir su explicación se recurría a
interpretaciones alegorizantes. Hoy las cosas han cambiado. Hasta los críticos
más radicales aceptan que Jesús realizó curaciones que sus contemporáneos
consideraban milagrosas. El dato se encuentra en absolutamente todas las
tradiciones evangélicas y quien lo niegue se incapacita para decir nada del
Jesús histórico.
Jesús tuvo las características de un sanador popular y éste
es un rasgo muy importante para explicar la enorme atracción que ejercía entre
la gente. “Una gran muchedumbre, al oír lo que hacia acudió a el” (Mc 3,10; Cfr
1,32-34; 1,45; 6,55-56).
En este punto, quizá como en ningún otro, necesitamos
superar el anacronismo y el etnocentrismo. Un antropólogo ateo o agnóstico no
tiene ninguna dificultad para aceptar al Jesús curandero popular y exorcista,
mientras que suele tener muchas el teólogo supuestamente crítico.
Sin duda que las tradiciones de milagros de Jesús han sido
muy amplificadas por la fe postpascual y por la imaginación popular. Hay
relatos de milagros que son totalmente creaciones comunitarias. Habrá que ver
en cada caso (Meier 1999; Theissen-Merz 1999; Twelftree 1999). Pero parece
claro que Jesús tenía poderes taumatúrgicos, que hay que situar a la luz de lo
que la antropología nos enseña sobre los llamados sanadores étnicos, que se dan
prácticamente en todas las culturas (Pilch).
Los milagros de Jesús tienen una serie de características
bien conocidas y que no voy a enumerar ahora, pero lo más propio es que
relacionaba sus curaciones con la fe y la venida del Reino.
Por otra parte, Jesús y sus contemporáneo, tienen una
cosmovisión supernaturalista del mundo y creen en seres intermedios y espíritus
malignos: es el marco para entender los exorcismos de Jesús (Twelftree 1993) .
Como las curaciones, responden a un dato histórico indudable pero que hay que
saber interpretar. Es interesante notar que a diferencia de éstas, la tradición
no tiende a engrandecer los exorcismos de Jesús, que no se encuentran ni en el
último evangelio, el de Juan, ni tampoco en las fuentes exclusivas de Mateo y
Lucas; están sólo en las fuentes más antiguas, en Mc y en Q.
Los fenómenos de posesión se conocen en muchísimas culturas
y se dan con especial frecuencia en situaciones de ruptura de los equilibrios
tradicionales, por ejemplo cuando una cultura nativa se siente gravemente
amenazada (pensemos en situaciones de colonialismo; en las culturas
preindustriales, en situaciones de graves presiones en el seno familiar).
También se constata que hay personas o sectores sociales que por su debilidad o
vulnerabilidad están más expuestos a estar poseídos por espíritus inmundos.
Es evidente que considerar “posesión” a determinados estados
psicológicos supone una interpretación cultural, pero a la vez contribuye a
provocarlos y fortalecerlos. Las posesiones por espíritus son una variante de
los Estados Alterados de Conciencia o de las situaciones de trance, que
aparecen en casi todas las culturas preindustriales. El recurso a esta
perspectiva de la antropología y de la psicología social es muy útil para el
estudio del movimiento de Jesús y del cristianismo primitivo y me limito sólo a
apuntar el tema (Lewis, Guijarrro 2001, Davies).
El poseído expresa dimensiones reprimidas y en este sentido,
ejerce una denuncio social, pero también es una válvula de escape de las
contradicciones psicológicas y sociales. Jesús tiene la capacidad, que
interpreta siempre en clave religiosa , de liberar a poseídos por espíritus
inmundos y de recuperarlos para la convivencia humana pero esto tenía
innegables repercusiones sociales: los gerasenos lo consideran un desestabilizador
peligroso y le piden que se vaya (Mc 5,17); en otro caso se levantan reacciones
muy distintas y mientras unos sospechan que Jesús es el Hijo de David, otros,
los fariseos, afirman que, “expulsa los demonios por Beelzebul, príncipe de los
demonios” (Mt 12,23-24). Se trata obviamente de interpretaciones culturales
pero que responden a intereses distintos y por eso son tan diferentes.
Nos encontramos aquí con un caso del etiquetamiento negativo
de Jesús, del intento de estigmatizarle socialmente, es decir de desacreditarle
ante el pueblo y de impedir su influencia; un aspecto de grave conflicto que
Jesús provocó en el sociedad judía.
8. El grupo de Jesús
Jesús convocaba a todos los judíos en vista del Reino de
Dios. Ni rompió con el judaísmo ni pretendió fundar una institución propia en
Israel, ni, menos aún, aparte de Israel.
Pero el judaísmo del siglo I, sobre todo antes de la
catástrofe del año 70, era enormemente plural. Precisamente porque su unidad es
étnica el judaísmo no necesita propiamente una ortodoxia doctrinal; y en tiempo
de Jesús había una diversidad muy grande de tendencias, grupos,
interpretaciones y movimientos populares.
En torno a Jesús se formó un grupo con características
propias, como sucedía con los maestros y profetas; encontramos gentes con
diversos grados de vinculación con el maestro y su movimiento.
- La creación de “los Doce” es muy probable que se remonte a
Jesús (denominarles apóstoles es, sin embargo, postpascual). Difícilmente puede
ser una invención que quien traicionó a Jesús fuese un miembro de este grupo.
En la más pura tradición profética, Jesús realizó una serie de gestos
simbólicos a lo largo de su vida, uno de los cuales fue la constitución de los
Doce (otros gestos simbólicos fueron la purificación del Templo, las comidas
con pecadores y publicanos, los gestos con el pan y el vino en la cena de
despedida...). Es claro que los Doce hacen referencia a los doce patriarcas y a
las doce tribus, y la creación de este grupo simboliza la voluntad de Jesús de
congregar al Israel escatológico para la llegada del Reino de Dios.
-Hay también una serie de discípulos que son seguidores
itinerantes de Jesús. Su número sería variable y muchas palabras de Jesús se
dirigen a este grupo que lleva una vida radical y desinstalada; es evidente que
entre estos discípulos hay un cierto número de mujeres, lo que no deja de ser
un fenómeno muy notable.
- Un tercer círculo está formado por lo que se suele llamar
“simpatizantes locales”, gentes que permanecen en sus casas y vida cotidiana
pero que acogen a Jesús y a sus discípulos y, de algún modo, se identifican con
ellos. Tengamos en cuenta que el ministerio itinerante de Jesús se desarrolló
fundamentalmente en un área no muy extensa de Galilea.
- Más allá de estos simpatizantes locales, Jesús alcanzó un
eco popular muy amplio y positivo en las zonas rurales de Galilea. Los
evangelios están llenos de indicaciones tales como “su fama se extendía por
todas partes”, “acudían a él muchedumbres”, “se agolpaba la gente junto a él”,
“se quedaban admirados de su enseñanza”...
No hay datos para pensar que este eco popular positivo
disminuyese a lo largo de la vida de Jesús. Durante su estancia final en
Jerusalén, la gente (es cierto que puede tratarse, sobre todo, de galileos que
han peregrinado para la fiesta) le tiene por profeta, está pendiente de sus
palabras y es el favor popular con que cuenta lo que impide que las autoridades
le pueden detener.
Este eco popular de Jesús podía movilizar a masas
relativamente importantes de gente y éste es un factor clave de la peligrosidad
de Jesús a los ojos de las autoridades (Jn 11,46-53). Un profeta aislado y sin
seguidores, por muy exaltados que sean sus planteamientos y proclamas, no es
peligroso y no causa mayor preocupación en los responsables del orden.
9. El conflicto que desemboca en la cruz
Nos encontramos ya hablando del conflicto en la vida de
Jesús, elemento absolutamente central y clave hasta el punto de que desemboca
en el hecho históricamente más claro de su vida: en su crucifixión. Los
evangelios proyectan sobre la vida de Jesús los grandes conflictos que
sostuvieron los cristianos con la sinagoga, sobre todo a partir del año 70. Por
tanto hay que adoptar una serie de cautelas críticas para interpretarlos.
Contra lo que han solido decir autores muy famosos, aún
recientes, es totalmente incorrecto hablar de oposición de Jesús al judaísmo o
de ruptura con él. Pero tampoco se puede negar, como pretenden algunos judíos
actuales, que Jesús provocó un importante conflicto intrajudío. Por cierto que
otro personajes también lo hicieron y con mayor intensidad que Jesús; pensemos
en el Maestro de Justicia de Qumran.
Es indudable que la actitud del grupo de Jesús se
diferenciaba de la de otros grupos judíos del tiempo. Antes he mencionado las
diferencias de Jesús con Juan Bautista que el pueblo captaba fácilmente. Juan
es un asceta que se retira del mundo y anuncia un Dios justiciero; Jesús, lejos
de tener rasgos ascéticos, busca a la gente, convive con ella y anuncia un Dios
acogedor y cercano: “Porque ha venido Juan Bautista que no comía pan ni bebía
vino y decís: demonio tiene. Ha venido el hijo del hombre que come y bebe y
decís: Ahí tenéis a un comilón y borracho, amigo de publicanos y pecadores” (Lc
7, 33-34).
Recurriendo otra vez a un esfuerzo de síntesis, creo que en
el conflicto de Jesús se pueden distinguir tres aspectos.
- A Jesús hay que situarle respecto a la tensión existente en
Galilea entre el campo y la ciudad, entre las élites urbanas y el campesinado
(Freyne 1994; Horsley 1987; Theissen-Merz, 198-199). La renovación de la vida
social que Jesús identifica con el Reino de Dios encuentra gran eco en el
campesinado galileo, respondía a sus necesidades, pero no se identificaba
simplemente con la vuelta a los equilibrios tradicionales. Por el contrario,
Jesús es sumamente crítico con las élites urbanas, con los herodianos y con el
nuevo tipo de civilización que están introduciendo en Galilea. Creo que así se
explica que Jesús, que conocía bien las ciudades a través de su experiencia en
Séforis, evitase visitar los núcleos urbanos durante su ministerio que, por
otra parte, se realizaba por entornos no muy lejanos de ellos (hay que exceptuar
la visita de Jesús a Jerusalén, que es evidentemente una ciudad del todo
singular.
Durante su estancia en Galilea, Jesús no se confrontó de
forma directa con los romanos, porque allí su presencia era prácticamente
invisible.
- El gran conflicto de Jesús en Jerusalén fue con la
aristocracia sacerdotal, y giraba, ante todo, en torno a su actitud crítica
respecto al Templo. A esto se añadía que su eco popular le convertía en
especialmente peligroso y consideraban necesario atajar su influencia. Juan
transmite una información histórica fidedigna cuando pone en boca de los sumos
sacerdotes las siguientes palabras: “¿Qué hacemos? Porqué este hombre realiza
muchas señales. Si le dejamos que siga así, todos creerán en él; vendrán los romanos
y destruirán nuestro Lugar Santo y nuestra nación”. En vista de lo cual deciden
darle muerte y Jesús se escondió en Efraim, una pequeña localidad en el límite
del desierto, entre Judea y Samaria (11,47-54).
Lo que se suele llamar “la purificación del Templo”, cuyo
sentido exacto es difícil de precisar, fue visto como un reto decisivo e
inaceptable por parte de los sumos sacerdotes. Fue la gota que desbordó el vaso
y probablemente desencadenó los acontecimientos que llevaron a la muerte de
Jesús. Para entenderlo hay que tener presente que el Templo tenía una función
central ideológica, política y económicamente (atraía grandes sumas de dinero
de todos los judíos; en torno a las peregrinaciones se movían muchos intereses
y servicios; funcionaba como banco de depósitos). Esto nos lleva a la siguiente
pregunta: ¿Quienes fueron los responsables de la muerte de Jesús? (Aguirre
1982).
Los evangelios presentan una comparecencia de Jesús ante el
Sanedrín en pleno, que le acaba acusando de blasfemo y decide darle muerte, al
parecer emitiendo una sentencia en tal sentido (Mc 14, 53-64 y par.). Es decir
nos encontramos con un juicio de Jesús ante el Sanedrín.
En opinión de muchos especialistas, que comparto plenamente,
esta escena es una construcción teológica de la comunidad que pone en boca de
Jesús su propia confesión cristológica realizada a base de combinar Daniel 7,13
y el Salmo 110,1 (Mc 14,62). Hay muchos datos que demuestran que no hubo un
juicio de Jesús ante las autoridades judías y que, por tanto, no fueron ellas
quienes formalmente le condenaron. Sin embargo, debajo de esta escena hay una
cierta base histórica: la decisión de la aristocracia sacerdotal de eliminar a
Jesús, el recuerdo de una reunión conspiratoria para llevar adelante este
propósito, posiblemente algún interrogatorio a Jesús; pero no una reunión
oficial del Sanedrín en pleno.
- ¿Tuvo Jesús algún conflicto con los romanos? Durante su
estancia galilea Jesús no tuvo una confrontación directa con los romanos, ¿pero
que pasó una vez en Jerusalén? ¿intervino la autoridad romana en la crucifixión
de Jesús?
Hay una importante tendencia exegética que considera que el
Evangelio de Marcos tiene mucho de “apología pro-romanos”: es un texto escrito
en Roma y que encubre o disimula la peligrosidad que los romanos descubrieron
en la pretensión de Jesús y el conflicto consiguiente.
Como hemos visto la proclamación del Reino de Dios tenía
necesariamente una resonancia de crítica política y de denuncia de la teología
imperial que no podía dejar indiferente a los romanos. Es indudable también que
la decisión de crucificar a Jesús fue tomada por el prefecto romano, como lo
indica el uso de la cruz, que era un patíbulo romano.
Dados los usos imperiales, el prefecto de la remota Galilea
podía con toda facilidad y sin reparo alguno enviar al suplicio a un pobre
hombre molesto, que encima contaba con la enemiga de las autoridades de su
pueblo.
Los textos de la comparecencia ante Pilato están muy
reelaborados por razones teológicas y apologéticas. No se puede excluir que
hubiese un juicio y una sentencia romana de muerte. Lo que se puede decir con
mayor seguridad es que Jesús fue considerado peligroso por los romanos, que no
se limitaron a confirmar una sentencia emitida según el código penal judío. Jesús
había movilizado masas, había suscitado expectativas populares intensas, que
los romanos interpretaban como mesiánicas -de hecho algunos judíos consideraron
a Jesús un pretendiente mesiánico- y esto le convertía en un subversivo
peligroso con el que había que acabar cuanto antes.
En cualquier caso la autoridad sacerdotal judía estaba
controlada por los romanos, que se aseguraban su fidelidad y colaboración. De
hecho el entente entre Caifás y Pilato fue especialmente bueno y prolongado.
Está muy claro que ambos colaboraron estrechamente contra Jesús y su religión
política, porque ambos poderes se vieron cuestionados por ella.
- Aquí se plantean una serie de cuestiones muy importantes,
pero también sumamente discutibles e hipotéticas porque están relacionadas con
la forma en que Jesús asumió el desenlace trágico de su vida (Schürmann).
Recojo en una serie de puntos sintéticos lo que me parece que se puede decir
con más seguridad a la luz de las investigaciones críticas actuales:
a) En un momento dado y viendo como iban las cosas Jesús
tuvo que contar con la posibilidad de su muerte violenta. Es probable que,
modificando su perspectiva primera, interpretase su muerte como un servicio
para la llegada del Reino de Dios.
b) En el judaísmo parece que no existía la idea de un Mesías
sufriente. Jesús no interpretó su muerte a la luz del Siervo sufriente de
Isaías 53. Esto fue cosa de la Iglesia posterior.
c) Jesús celebró una cena de despedida con sus discípulos,
en la que realizó un gesto simbólico con el pan y con el vino, con el que
quería expresar el sentido de su vida y de su muerte, que presentía cercana
(Aguirre 1997, 117-158).
d) Jesús en el momento de su muerte no se derrumbó. Además
de su indudable experiencia religiosa personal, la teología judía ofrecía
recursos para afrontar una muerte como la suya confiando en Dios.
e) La Parusía del Hijo del hombre o la Segunda Venida del
Señor no se basa en palabras del Jesús histórico, sino que son la
reinterpretación cristológica, realizada por la fe postpascual, de la esperanza
en la venida del Reino de Dios (Aguirre 1997, 159-192).
10. ¿Quien es Jesús?
En esta visión sintética sobre el Jesús histórico, cuya
brevedad y rapidez más se lamenta a medida que más avanza, y cuando llegamos
casi al final se plantea una pregunta que aparece varias veces en los
evangelios y que, en nuestro caso, cumple casi las funciones de recapitulación
del recorrido realizado: ¿quién es Jesús? ¿Cómo situarle en el complejo y
variado judaísmo de su tiempo?
Algunos historiadores han creído posible definir a Jesús de
forma muy neta y clara: un rabí (Flusser), un sabio (Borg, Crossan, Mack), un
mago (M. Smith), un profeta (E. P. Sanders), un mesías revolucionario
(Brandon), un carismático galileo (Vermes 1977), un apocalíptico (Ehrman)... A
mí no me parece sensato contraponer históricamente estas tipologías ni encerrar
en una sola la figura tan compleja de Jesús.
Jesús tiene rasgos indudables de maestro, de sabio, de rabí.
La gente y sus discípulos le llaman con frecuencia “maestro”. Su enseñanza
tiene claros rasgos sapienciales: la referencia a las aves del cielo y a los
lirios del campo (Lc, 12,22-31; Mt, 6,25-34), a la providencia del Padre (Lc
12,2-7; Mt 10, 26-31) o al Dios que hace salir el sol sobre buenos y malos (Mt
5, 45), el recurso a las parábolas, algunas de las cuales incluso tienen claros
paralelos rabínicos.
Pero la predicación escatológica de Jesús, su anuncio de la
llegada del Reino de Dios, le asemeja a los profetas. Varias veces la gente
equipara a Jesús con un profeta (Mt 16,14; Mt 21,11). Antes he hablado del
trasfondo profético de su predicación en torno al Reino. No hay que oponer la
dimensión sapiencial y la profética que estaban en el judaísmo del tiempo mucho
más cerca, eran mas compatibles, de lo que a veces se ha pensado (Marguerat).
Lo que no creo posible es comparar a Jesús con un
apocalíptico. En efecto, no tiene una visión dualista del mundo, ni espera que
el eón futuro se afirme tras la destrucción del mundo presente que estaría
totalmente corrompido. El Reino de Dios ya está irrumpiendo, lo que supone una
visión más positiva de lo existente, y su plenitud conlleva una transformación
histórica, pero no una catástrofe cósmica y el fin del mundo.
Además, Jesús, a diferencia de la apocalíptica, no entra en
especulaciones sobre el futuro ni en cálculos temporales.
Ahora bien, las tradiciones proféticas de Jesús
experimentaron pronto, ya en el NT, un nuevo proceso de apocaliptización, en el
seno de comunidades que sufrieron persecuciones y grandes dificultades. Como
también las palabras del Jesús sabio experimentaran un desarrollo sapiencial
como se ve en el evangelio de Juan, en el de Tomás, y en el Diálogo de la
Verdad, hasta llegar al gnostiscismo. Ambos desarrollos, el apocalíptico y el
gnóstico tienen su punto de partida en Jesús de Nazaret, pero son desarrollos
que van más allá de lo que fue él históricamente.
¿El Jesús histórico se tuvo por Mesías? Mesías, que quiere
decir ungido (en griego, Cristo), podía tener muchos sentidos. Hay una
comprensión, que podríamos llamar “mesiánico-davídica”, que era la esperanza en
un rey de Israel victorioso, que derrotaría a los paganos y restablecería la
gloria del pueblo judío de una forma muy idealizada. Esta esperanza tenía un
cierto arraigo popular en tiempo de Jesús y está presente en los Salmos de
Salomón, que son del siglo I. Es claro que Jesús suscitó esperanzas mesiánicas
de este estilo, pero el las rechazó tajantemente y las vio como tentación. Su
enseñanza se aleja y hasta se opone a este mesianismo davídico. Pero queda el
dato de que posteriormente se le designó como Mesías, pese a que el escandaloso
fracaso histórico de la cruz se oponía frontalmente a la imagen judía del
Mesías. Esto sólo es explicable por las expectativas mesiánicas que Jesús
suscitó en vida. Naturalmente cuando después sus seguidores pospascuales
confiesan a Jesús como Mesías están reinterpretando radicalmente este título a
la luz de la vida, tan poco “mesiánica”, de Jesús.
De hecho lo que se suele llamar “el movimiento de Jesús” se
diferencia notablemente de de los movimientos mesiánicos del tiempo y se
asemeja, en cambio, a una serie de movimientos proféticos que también se dieron
por entonces, que suscitaban grandes esperanzas populares y que,
indefectiblemente, acababan mal por la intervención de las autoridades
(Horsley-Hanson). Quizá a los ojos de la autoridad romana no resultaba fácil
distinguir entre movimientos mesiánicos y proféticos, pero sus manifestaciones,
inspiración ideológica y objetivos se diferencian notablemente para una
mentalidad judía, como también para un historiador moderno. Y el dato es
importante porque avala los rasgos proféticos de Jesús, como personalidad que
está en el origen del mencionado movimiento.
Como hemos visto, Jesús fue un taumaturgo popular y un
exorcista. Utilizando una categoría moderna diríamos que Jesús fue un líder
carismático, es decir con una autoridad basada en sus peculiares cualidades
personales (no está basado en la tradición, no es hereditaria, no depende de
disposiciones legales y tampoco de acreditaciones académicas) y que encuentra
reconocimiento y adhesión en un cierto sector social. Jesús basa su autoridad
en su propia experiencia, considera que ha sido ungido por el Espíritu de Dios;
probablemente a lo largo de los Evangelios se pueden detectar experiencias
religiosas históricas muy especiales de Jesús, empezando por el bautismo, y que
quizá podríamos interpretar con la categoría antes mencionada de Estados
Alterados de Conciencia (aunque a una exegesis etnocéntrica y con una muy
justificada prevención ante interpretaciones subjetivistas rayanas en el
fundamentalismo, le cueste aceptar este planteamiento). Esta autoridad de Jesús
es indudable y se refleja en su forma de hablar, de llamar en su seguimiento,
de curar, en las exigencias que propone. Es un fenómeno que la gente percibe
inmediatamente: “quedaron asombrados de su doctrina, porque les enseñaba con
autoridad y no como los escribas” (Mc 1,21); “¿qué es ésto?, ¡una doctrina
nueva expuesta con autoridad!” (Mc 1,27); “¿de dónde le viene esto?, ¿qué
sabiduría es esta que le ha sido dada?” (Mc 6,2); “¿con qué autoridad haces
ésto?” (Mc 11,28).
Ya entonces este hecho recibió interpretaciones distintas y
contradictorias: unos decían que era un seductor, otros que el Mesías; unos
decían que actuaba con el poder de Beelzebul, otros sospechaban que era el Hijo
de David.
A Jesús se le puede considerar un iluso fracasado, un
soñador peligroso, el iniciador de un camino ejemplar de vida, un hijo de Dios
muy especial... Y el historiador no podrá quizá zanjar esta polémica, pero sí
puede afirmar que la innegable autoridad personal y moral que mostraba hundía
sus raíces en una honda y peculiar experiencia religiosa. La simple afirmación
de la resurrección es incapaz de explicar el origen de la cristología.
En esta experiencia religiosa intentó penetrar J. Jeremias
con su famosa teoría sobre el Abba de Jesús. Con esta referencia voy a terminar
mi exposición. En pocas palabras, Jeremias sostenía que Jesús usó, tanto para
designar como para invocar a Dios, la palabra aramea Abba, lo que consideraba
un fenómeno único en el judaísmo del tiempo, y con esta palabra procedente de
la relación paterno-filial expresaba la conciencia de una relación de inaudita
confianza e intimidad con Dios, su padre. Añadía que Jesús siempre distinguía
entre “mi Padre” y “vuestro Padre”, es decir, que reivindicaba para sí una
filiación divina excepcional y superior diferente de la de los demás seres
humanos.
Se ha discutido y examinado mucho esta teoría de Jeremias
(Schlosser). No parece sostenible que el uso del Abba por Jesús sea un caso
único y en Qumrán se han encontrado dos invocaciones a Dios con esta expresión.
Tampoco creo que se puede demostrar que Jesús distinguiese entre su filiación
divina y la de los demás. Esta diferenciación puede proceder de la comunidad
cristiana posterior.
Lo que sí es cierto es que el Abba es muy característico de
Jesús, que revela su experiencia religiosa, de lo que fue muy consciente la
comunidad cristiana que incluso en la diáspora, donde no conocían el arameo,
conservaban esta palabra en su idioma original (Rom 8,16; Gal 4,6).
A veces se ha interpretado de forma anacrónica el sentido
del Abba. El padre, en aquella cultura patriarcal, tenía unas connotaciones
diferentes a las que tiene en la cultura occidental de nuestros días (Guijarro
2000). Llamar a Dios Abba implicaba, ante todo, respeto, sumisión, imitación,
obediencia y cumplimiento de su voluntad; en segundo lugar, implicaba confianza
en su experiencia y en su patronazgo y disposición a ponerse en sus manos.
Es muy notable que Jesús, que tanto habla del Reino de Dios,
probablemente nunca habla de Dios como rey (Vermes 1993; los lugares en que lo
hace están en Mt y son secundarios: Theissen-Merz 310). En Jesús se da una
curiosa combinación de religión política y de religión doméstica. El Reino de
Dios es el Reino del Padre: se acentúa el carácter de bondad del Dios que se
acerca y se abre el ámbito familiar -no el de la realeza ni el de la
servidumbre- para metaforizar las relaciones entre quienes lo aceptan. Esta
conciencia de la fraternidad, al principio vinculada a la aceptación del Reino
de Dios, recibirá un impulso y una tonalidad nueva cuando, tras la muerte de
Jesús, las comunidades de sus seguidores dejen de anunciar el Reino y proclamen
al Señor Resucitado.
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EL CRISTO DE LA FE.
Hasta ahora hemos tomado en consideración la figura de Jesús
y los hechos más importantes de su azaroso y fascinante acontecer histórico.
Esto ha sido posible gracias al valor histórico de los documentos cristianos, a
cuyo conocimiento crítico se han aplicado los conocimientos de la ciencia
histórica. Esto ha servido para devolvernos al hombre Jesús (más que el mero
interés de investigación científica),aquel a quien una fe rutinaria y
formalista no lograba ya aferrar...
Pero un Jesús reconstruido históricamente no es aún todo el
Jesús cristiano, el Cristo de la fe. La luz de la revelación divina, que manó
de la resurrección y del don pentecostal del Espíritu, "abrió los
ojos" a los discípulos, que lo habían conocido y tratado durante la vida
terrena, y los introdujo en una "superconsciencia" de su misterio
personal, a la que el puro conocimiento empírico no puede conducir (Mt 16,17).
El conocimiento cristiano del Cristo es, pues,
necesariamente dependiente de la experiencia de la fe de la iglesia apostólica,
expresada en los escritos inspirados del NT. Ella fue la testigo querida por
Dios, tanto del Jesús terreno como del acontecimiento de la resurrección.
Cuando se afirma que la fe cristiana nace de la
resurrección, con mucha frecuencia se sufre la tentación de extrinsecismo, como
si la resurrección hubiera sido para la iglesia naciente un suceso fulgurante
al que hubiera asistido desde fuera de una vez para siempre. No: la comunidad
de los orígenes vio la resurrección de Cristo como un acontecimiento de salvación
para sí y para el mundo entero, como el inicio gozoso de una vida renovada,
como experiencia vital del Espíritu, como presencia interna del resucitado en
la liturgia y en la vida diaria.
Con el correr del tiempo, la comunidad pascual dio a su extraordinaria
e irrepetible experiencia de Cristo el fundamento de una reflexión teológica, y
la prueba de esto son los escritos de Pablo y Juan. Pero su cristología no es
una especulación sobre el vacío. Es, más bien, el fruto de su intenso vivir en
comunión con Cristo. Esto es válido para todo hombre o comunidad que no
pretendan pararse en las fórmulas, sino apuntar a un real encuentro con Cristo.
1. - ¿Quién decís que
soy yo?
La resurrección daba una respuesta decisiva y definitiva a
la pregunta hecha por Jesús a los discípulos: "¿Quién decís que soy
yo?".
Pero, a la vez, volvía a proponer la pregunta y estimulaba a
la comunidad cristiana a penetrar en el misterio de Jesús resucitado. Este
nueva búsqueda, sin embargo, no procede ya a ciegas..., ahora avanza bajo la
guía de la revelación divina contenida en el acontecimiento de la resurrección.
Y la reflexión cristológica del NT consistirá, sobre todo,
en hacer explícito incluso verbalmente lo implícito constituido por toda la
vida de Jesús.
En este luminoso trabajo de formulación del misterio de
Jesús nada se creó arbitrariamente: fueron utilizados los "títulos"
(que la palabra divina del AT había ofrecido) y que habían servido para
delinear la espera mesiánica. De ellos se servirá fundamentalmente la iglesia
apostólica para formular la inaudita experiencia que había tenido del Cristo
resucitado, añadiendo así la luz a la luz. Pasaremos revista brevemente a los
más fundamentales. (Para el título "Hijo del hombre" ver cp. VI).
2. - El mesías
Que Jesús es el mesías es el primer conocimiento pascual.
Para los hebreos éste era el nudo decisivo que había que desatar (desde su
posible mesianidad se juzgó la vida y la muerte de Jesús), y la resurrección lo
había desatado con una evidencia aplastante. Todo el NT resuena lleno de esta
persuasión. (Recordar cp. VI).
Este reconocimiento impulsó en seguida a preguntarse por la
cruz del mesías: ¿por qué el mesías había sido rechazado después de milenios de
espera y había sido condenado como un maldito por Dios? (cf Gál 3, 13). La
aceptación de la cruz del mesías debió constituir el problema más arduo del
cristianismo de los orígenes, porque venía a causar una convulsión total de las
perspectivas de la espera mesiánica y comportaba la renuncia al nacionalismo
político y la aceptación de un salvador de género totalmente distinto. Sólo la
fuerza del acontecimiento pascual pudo plegarlos a acoger la cruz como
salvación.
La respuesta de la fe apostólica al problema de la cruz fue
ésta: "Cristo ha muerto por nuestros pecados, según las escrituras",
como se lee en la antiquísima profesión de fe de 1 Cor 15,3. Aquello que, según
todas las apariencias, parecía ser sólo obra de la maldad humana, resultaba
ser, por el contrario, la actuación final de Dios, la manifestación suprema de
su amor salvador.
En Cristo crucificado estaba Dios mismo reconciliando
consigo al mundo (2 Cor 5,18; Rom 5,5s). Será Pablo, sobre todo, quien haga de
la cruz de Cristo el centro de su teología. Junto con la comunidad primitiva,
recurrirá a tres temas interpretativos, que aplicará a la cruz para sacar a la
luz su significado de salvación:
a) La muerte del mesías es vista como el acto con el que
Dios redime, rescata, libera a los
hombres de la condición de esclavitud para hacer de ellos su propiedad (cf Rom
3,24-25; Ef 7,14; Col 1,14; etc).
b) La muerte es vista como el gran sacrificio expiatorio en
cuya sangre Dios estipula la nueva y definitiva alianza con su pueblo. Es esta
la interpretación más ampliamente difundida en todo el NT, ya presente en las
palabras de la última cena, hecha argumento temático de la "Carta a los
hebreos", que resuena en las liturgias celestes del Apocalipsis. Dándose a
sí mismo por nosotros (Gál 1,4; 2,20), Cristo es a la vez cordero que quita los
pecados del mundo y el sacerdote que ofrece a Dios y a los hombres su sangre
como lugar en que se realiza la eterna alianza.
c) La muerte del mesías es vista, finalmente, como reconciliación que derrumba el muro de
división edificado por el pecador y destruye la enemistad que por ello se había
desencadenado (Rom 5,8-11; 2 Cor 5,18-20; Col 1,19-22; Ef 2,14-18). La cruz de
Cristo constituye para el mundo la palabra de la reconciliación y de la paz; y
la predicación que la iglesia hace de ella es "el misterio de
reconciliación" que se nos ha dado de parte de Dios.
3. - El Siervo de Dios
Con este nombre es llamado, en los famosos poemas del
Deuteroisaías, aquel personaje elegido por Dios y consagrado por su Espíritu
para llevar la palabra divina a su pueblo; rechazado y entregado a la muerte,
ofrece silenciosa y heroicamente su vida en expiación de los pecados, tomando sobre
sí los sufrimientos de todos; pero su pasión trae la salvación a la multitud
humana; él sobrevive, glorificado por aquel que lo había enviado.
Esta figura ejerció un atractivo excepcional en el
pensamiento cristiano de la era apostólica por la extremada semejanza con el
caso de Jesús, y guió la reconstrucción de los evangelios, especialmente al
describir el bautismo de Jesús, las tentaciones, el ministerio público, los
anuncios de la pasión-resurrección, las palabras de la cena, los
acontecimientos de la pasión, etc.
Pero, los evangelistas, aun moviéndose constantemente sobre
el trasfondo del siervo, para intentar penetrar en el misterio de la persona de
Jesús no hacen uso del término tal cual, sino que tienden a sustituirlo por
otros (elegido, cordero de Dios, hijo de Dios). Si la figura del siervo en su
totalidad era sumamente útil para comprender a Jesús, el título de
"siervo" no se prestaba demasiado a la situación postpascual de la
Iglesia, que había descubierto no un "siervo", sino al
"Señor" y al "hijo de Dios". El título de
"siervo" no tiene ya mucha razón de existir, especialmente fuera del
ámbito palestinense.
4. - El Señor-Kyrios
Un hecho cristológico de enorme importancia es la atribución
a Cristo resucitado del título de "señor-kyrios". Tal atribución se
hizo muy pronto, ya antes de Pablo, y parece de origen litúrgico, proveniente
de la aclamación "Maranathá" (¡Ven Señor! ¡El Señor viene!). Está ya
presente, junto con "mesías", en la antiquísima afirmación de He
2,36.
Kyrios indica la soberanía regia que el resucitado ha
recibido del Padre con la exaltación a su derecha, hecho copartícipe del
señorío propio de Dios. Su realeza universal, velada aún en este momento, se
colmará definitivamente en el futuro escatológico, cuando haya vencido a toda
potencia adversa, incluida la muerte.
Su "señorío" aparece, pues, unido tanto a la
resurrección como a la parusía final, que constituirá por excelencia "el
día del Señor". Este señorío se realiza de forma más evidente sobre la
iglesia, que pertenece a su "Señor" y es edificada cotidianamente por
él en el Espíritu: "Vivamos o muramos, somos del Señor" (Rom 14,8).
En Pablo, la eucaristía está frecuentemente asociada al
Kyrios: es la cena del Señor (1 Cor 11,20.23.27). Este lenguaje casi constante
testimonia que la eucaristía era vivida como el momento solemne de la acción
salvífica del Kyrios presente en su Iglesia.
El nombre "Señor" caracteriza la profesión de fe
del cristiano (Rom 1,9).
La atribución del nombre "Kyrios" a Jesús
resucitado reviste una gravedad particular. El término "kyrios" había
servido, en la traducción griega del AT, para traducir el nombre propio de
"Yahvé". "Kyrios" estaba, pues, cargado de la plenitud
contenido en el nombre indecible/exclusivo que Dios se había dado. Ahora bien,
exaltándolo a su derecha, Dios ha concedido a Jesús, su mismo nombre y, con él,
la posición que le corresponde. Lo expresa con eficacia el himno prepaulino de
Flp 2,10s.
La atribución del nombre Kyrios a Jesús tiene como efecto
que todos los demás nombres y prerrogativas exclusivas de Dios (a excepción de
"Padre") se deben extender también a Cristo.
Se puede uno preguntar si todo esto no hace resquebrajarse
el monoteísmo. Pero es preciso reconocer que para el NT tal problema no existe.
El señorío de Cristo (y su divinidad) no compromete en nada el monoteísmo, sino
que lo viene a confirmar (1 Cor 8,5-6; cf Ef 4,4-6).
El título de Señor se le reconoció a Jesús porque Dios le
había dado todo poder salvífico en el cielo y en la tierra, es decir, su mismo
Reino. Se trata, pues, de un título que en sí y por sí expresa lo que Dios
hace: hace aquello que sólo Dios puede hacer (comunicar la vida divina, juzgar
y salvar a los hombres, crear, etc.) Nótese que este título expresa el
dinamismo divino de Cristo, y no directamente el ser divino. Una característica
del lenguaje bíblico es el ser dinámico y no directamente ontológico. Incluso
el ser mismo de Dios es descrito por la revelación bíblica no en sí mismo, sino
en aquello que Dios ha hecho por Israel y por el mundo; y, más concretamente
aún, en el dominio absoluto que Dios ejerce sobre los seres y los hombres. Pero
es innegable que, designando a Jesús como Señor, la comunidad cristiana de los
orígenes percibió de manera aún no tematizada, pero ya real, también su
divinidad.
5. - El Hijo de Dios
"Hijo de Dios" es la fórmula concisa que expresa
lo esencial y distintivo de la fe cristiana. Pero la fórmula no nació de
repente con este imponente significado cristológico: lo adquirió gradualmente ,
a medida que crecía la experiencia de Cristo y el conocimiento de su misterio
impulsado por la gracia del Espíritu.
En el mundo judaico era llamado "hijo de Dios" el
rey e incluso el pueblo mismo: una persona y una comunidad que Dios en su
benevolencia elegía y llamaba a una misión particular. Pero en Jesús de Nazaret
este nombre comienza a trascender su significado normal, porque él considera a
Dios como Padre suyo y a sí mismo como Hijo único, a quien todo ha sido dado;
él vive en una atmósfera singularísima de intimidad con el Padre y tiene la
pretensión de actuar en su lugar... Aunque se tuviese que admitir que Jesús no
se designó nunca con el título de "hijo de Dios", es evidente que él se
consideró tal y en toda su vida se comportó como Hijo único.
La comunidad de la pascua halló confirmada la inaudita
pretensión de Jesús terreno, y cuando le reconozca el título de "hijo de
Dios" condensará en él tanto el significado excepcional que le atribuía
Jesús como también toda la claridad de revelación proveniente de la experiencia
pascual. La atribución de este título a Jesús resucitado es muy antigua.
Rom 1,3-4. El sentido fundamental de este texto: aquel que
era desde siempre su Hijo y que había nacido hebreo según la carne, ha sido
hecho "hijo de Dios" en el momento de la glorificación, con la cual
ha obtenido el poder de obrar para nuestra salvación. El era ya hijo de Dios
incluso antes de su nacimiento davídico, pero la resurrección lo constituye tal
por un nuevo título, haciéndole un Hijo "potente": la potencia del
Kyrios, que es el Espíritu, está en sus manos.
Marcos. Hijo de Dios tiene un lugar importante en el primer
evangelio, el cual parece proponerse mostrar la filiación divina de Jesús, si
bien en aquel modo oculto, casi secreto, que caracteriza a Marcos (1,1; 15,39;
1,11; 9,7). "Marcos comprende que se trata de la revelación más íntima y
más secreta que concierne a la persona y a la obra de Jesús" (Cullmann).
Esto explica la discreción usada por Jesús: su misterio es de tal envergadura
que sólo quien cree y lo sigue lo puede comprender.
Mateo. Nos encontramos con un hecho nuevo: el relato de la
concepción virginal de Jesús en el evangelio de la infancia. Con ella, la
Iglesia expresa su fe en que no sólo la misión, sino también el mismo ser de
Jesús proviene de Dios: Jesús es el hijo de Dios desde el nacimiento, porque es
él quien lo ha engendrado (no fue elegido o adoptado mesiánicamente sólo en el
momento del bautismo o de la resurrección). (Ver también Mt. 11, 27; 3,17;
17,5; 28,19).
Pablo. Usa "hijo de Dios" quince veces, bastante
menos que los demás títulos cristológicos. Nunca usa la fórmula abreviada de
"Hijo", sino que prefiere indicar siempre su pertenencia al Padre (Hijo
suyo, Hijo del Padre). Señalemos tres lugares: Gál 4,4-5; Col 1,15-20; (Flp
2,6-11).
Carta a los Hebreos. La carta es testimonio de una
cristología muy avanzada ya. Mientras los nombres de Cristo y de Señor se
emplean como simples nombres personales, adquiere importancia, en cambio, el
título de "Hijo" y de "hijo de Dios": el primer capítulo
constituye la apoteosis en este sentido.
Juan. Su evangelio se escribió "para que creáis que
Jesús es el Cristo, el 'Hijo de Dios', y para que, creyendo, tengáis vida en su
nombre (20,31). Lo que caracteriza su cristología es la unidad y la igualdad
del Padre, y, por consiguiente, su verdadera divinidad. Jesús no es sólo el
primogénito o el Hijo amado, sino el unigénito. Unidad de ser (10,30; 16,15;
14,10). Unidad de vida (5,26; 6,57). Unidad de gloria (17,5.24).La gloria es para los judíos el
signo máximo de la divinidad. Unidad de
conocimiento y de amor (10,15; 3,35; 14,21.31; 5,30). Unidad en el obrar
(5,17.21; 5,22-23). Inclusión recíproca del Padre y del Hijo (14,7; 14,9;
15,23; 17,21). "Yo soy": Es la expresión sintácticamente extraña y,
por ello, enigmática, que se encuentra en labios de Jesús en el evangelio de
Juan (8,28; 8,24.58; 13,19). La expresión es insólita, porque el verbo ser no
va seguido de ninguna determinación. Este uso absoluto del "Yo soy"
hace pensar en lo que Yahvé decía de sí en el AT. (Is 43,10). Es la fórmula
profética abreviada de la revelación divina. Lo que Juan entrevé en esta
expresión es el ser divino de Cristo.
6. - El verbo-Logos
Es el título particularísimo que Juan atribuye a jesús en el
prólogo de su evangelio. En el prólogo, el evangelista ha sintetizado toda su
reflexión sobre el misterio de Cristo: Logos eterno, creador, Hijo unigénito,
encarnado, salvador, luz verdadera, vida, revelador de Dios... una inmensa
visión que comprende la historia entera partiendo de la eternidad. Ningún texto
neotestamentario puede igualar a éste en la presentación de la plena divinidad
de Cristo. Se traslada al día de la creación, cuando nada existía aún excepto
Dios. Pero Dios no estaba solo: en aquella eternidad, alguien estaba con él,
distinto de él, siendo Dios también, que compartía su eternidad. Después se
hará carne; entonces se sabrá quién es él: (el Hijo unigénito de Dios, Jesús de
Nazaret! Juan da un nombre a este alguien. el Logos de Dios. Lo consigue del
mundo cultural circundante (filosofías y literaturas: entendían por él la idea
creadora que está en la mente de Dios cuando crea el mundo). Pero Juan, en
cuanto a su contenido, se remite a la teología sapiencial veterotestamentaria
de la palabra de Dios. Y se difiere de la cultura profana (de donde toma la
palabra) y de la teología sapiencial del AT (a donde remite su contenido) en
esto: el Logos no es una idea arquetípica, ni una personificación de la palabra
reveladora de Dios: el Logos es un hombre concreto de la historia, es Cristo,
de quien el evangelista va a contar los hechos terrenos. No es una ideo o una
fuerza impersonal que revela a Dios, sino un verdadero hombre, sino un verdadero
hombre de la historia... Jesús, en calidad de Logos eterno de Dios, es la
revelación personal de Dios sobre la tierra.
Recordemos solamente algunos elementos cristológicos del
Logos. Es un ser personal, sujeto activo en la creación, que ilumina y es
rechazado, que habita entre los hombres y les habla de Dios, que existe desde
el principio... No es una palabra dirigida a alguien, sino que es él mismo la
palabra que habla. Es Dios él mismo, "y el Logos era Dios". No
"se hizo", sino que "era" desde siempre. Es el Logos
encarnado: entendiendo la palabra "carne" en sentido semítico, que indica
la totalidad del hombre.
Con esta grandiosa visión de divinidad y de eternidad, la
revelación del NT del misterio de Cristo llega a su cima más alta. La eterna
soledad de Dios parece haber estallado: junto a él y con él, está desde siempre
su Logos, que es su Hijo. El misterio trinitario de Dios está desde ahora
abierto a la fe cristiana.
7. - Hacia la plenitud del misterio
* La cristología arranca de Pascua, pero tiene su origen
histórico en el Jesús terreno, en su comportamiento y en sus reivindicaciones
de poderes divinos. Esta cristología implícita es la que hace de cimiento a la
explícita de pascua.
* Con la resurrección, algunas atribuciones de Jesús son
percibidas inmediatamente y con una claridad que no tendrá después desarrollos
notables: mesianidad y señorío.
* En cuanto a su dignidad de "hijo de Dios", se
asiste a una toma de conciencia cada vez más profunda y progresiva, hasta la
cima que se encuentra en Juan. Los títulos antiquísimos "Señor" e
"Hijo del hombre", contenían implícitamente la afirmación de la
divinidad de Jesús, pero en términos funcionales (ejerce los poderes de Dios).
"Hijo de Dios" va desde el simple significado mesiánico (es el
elegido enviado por Dios) hasta el de generación natural por Dios (es una sola
cosa con el Padre y de él toma su origen).
* Nunca es la naturaleza divina en sí misma la que se hace
objeto de la reflexión cristológica del NT, sino la naturaleza divina en cuanto
se revela históricamente y actúa salvíficamente por los hombres. "El ser
en sí" de Cristo y "su obrar por nosotros" se entrelazan y se
compenetran. El interés especulativo por las naturalezas y la persona de Cristo
está ausente del NT, vendrá más tarde (siglos IV-V).
* Desde la Resurrección, concebida como el momento en que
Jesús es constituido hijo de Dios, se volverá (Mt y Lc) al nacimiento virginal
de Jesús, que encuentra en Dios, directamente, el origen de su ser; y con Juan
se llegará a colegir el nacimiento eterno del "Hijo-Logos" del Padre:
aquí no se trata ya de un acontecimiento histórico del que hacer arrancar la
filiación divina de Jesús (resurrección, nacimiento terreno), sino del existir
eterno de Dios en el cual es engendrado el Hijo.
* ¿Ha llegado el NT a llamar a Cristo simplemente
"Dios"? Hay algunos pasajes paulinos que parecerían hacerlo, pero su
interpretación no es del todo segura (Rom 9,5; Tit 2,13). El Nt con el nombre
"Dios" quiere indicar constantemente aquella persona divina que se
llama Padre. En aquel contexto no era aún posible, sin contradecirse de algún
modo, llamar a Cristo sin más "Dios".
* La consideración de la divinidad de Cristo camina siempre
al lado de la fe monoteísta. También en Juan, en quien la divinidad del Hijo se
percibe tan claramente, éste permanece siempre en dependencia respecto al Padre
(5,19.30). El recibe del Padre no sólo lo que él posee, sino también todo lo
que él es, su misma existencia de Hijo,
su divinidad.
Es muy notable que Jesús, que tanto habla del Reino de Dios, probablemente nunca habla de Dios como rey (Vermes 1993; los lugares en que lo hace están en Mt y son secundarios: Theissen-Merz 310). En Jesús se da una curiosa combinación de religión política y de religión doméstica. El Reino de Dios es el Reino del Padre: se acentúa el carácter de bondad del Dios que se acerca y se abre el ámbito familiar -no el de la realeza ni el de la servidumbre- para metaforizar las relaciones entre quienes lo aceptan. Esta conciencia de la fraternidad, al principio vinculada a la aceptación del Reino de Dios, recibirá un impulso y una tonalidad nueva cuando, tras la muerte de Jesús, las comunidades de sus seguidores dejen de anunciar el Reino y proclamen al Señor Resucitado.
ResponderEliminarComo hemos visto, Jesús fue un taumaturgo popular y un exorcista. Utilizando una categoría moderna diríamos que Jesús fue un líder carismático, es decir con una autoridad basada en sus peculiares cualidades personales (no está basado en la tradición, no es hereditaria, no depende de disposiciones legales y tampoco de acreditaciones académicas) y que encuentra reconocimiento y adhesión en un cierto sector social. Jesús basa su autoridad en su propia experiencia, considera que ha sido ungido por el Espíritu de Dios; probablemente a lo largo de los Evangelios se pueden detectar experiencias religiosas históricas muy especiales de Jesús, empezando por el bautismo,
ResponderEliminarA Jesús se le puede considerar un iluso fracasado, un soñador peligroso, el iniciador de un camino ejemplar de vida, un hijo de Dios muy especial... Y el historiador no podrá quizá zanjar esta polémica, pero sí puede afirmar que la innegable autoridad personal y moral que mostraba hundía sus raíces en una honda y peculiar experiencia religiosa. La simple afirmación de la resurrección es incapaz de explicar el origen de la cristología.
ResponderEliminarEl verbo-Logos
ResponderEliminarEs el título particularísimo que Juan atribuye a jesús en el prólogo de su evangelio. En el prólogo, el evangelista ha sintetizado toda su reflexión sobre el misterio de Cristo: Logos eterno, creador, Hijo unigénito, encarnado, salvador, luz verdadera, vida, revelador de Dios... una inmensa visión que comprende la historia entera partiendo de la eternidad. Ningún texto neotestamentario puede igualar a éste en la presentación de la plena divinidad de Cristo. Se traslada al día de la creación, cuando nada existía aún excepto Dios. Pero Dios no estaba solo: en aquella eternidad, alguien estaba con él, distinto de él, siendo Dios también, que compartía su eternidad. Después se hará carne; entonces se sabrá quién es él: (el Hijo unigénito de Dios, Jesús de Nazaret! Juan da un nombre a este alguien. el Logos de Dios. Lo consigue del mundo cultural circundante (filosofías y literaturas: entendían por él la idea creadora que está en la mente de Dios cuando crea el mundo). Pero Juan, en cuanto a su contenido, se remite a la teología sapiencial veterotestamentaria de la palabra de Dios. Y se difiere de la cultura profana (de donde toma la palabra) y de la teología sapiencial del AT (a donde remite su contenido) en esto: el Logos no es una idea arquetípica, ni una personificación de la palabra reveladora de Dios: el Logos es un hombre concreto de la historia, es Cristo, de quien el evangelista va a contar los hechos terrenos. No es una ideo o una fuerza impersonal que revela a Dios, sino un verdadero hombre, sino un verdadero hombre de la historia... Jesús, en calidad de Logos eterno de Dios, es la revelación personal de Dios sobre la tierra.