AYER VIERNES A LAS 19, HEMOS COLOCADO LAS CENIZAS DE CARMEN,
LA MAMA DE RAUL BADIA, EN EL CINERARIO DE LA PARROQUIA SAN MARTIN DE TOURS.
PRESIDIAN LA CEREMONIA EL PADRE MIGUEL Y EL DIACONO MIGUEL
MILAN DE LA PARROQUIA.
EN UN CLIMA SERENO, DE INTENSA EMOCION PERO DE FE, SE
REALIZO LA CEREMONIA…UN INMENSO GRUPO DE PARIENTES, AMIGOS Y MATRIMONIOS DE
ENCUENTRO MATRIMONIAL, ACOMPAÑO A RAUL Y SU FAMILIA EN ESTE DIA…
A PARTIR DE AHORA, CARMEN TENDRA UNA MISA POR SU ETERNO
DESCANSO, JUNTO A TODOS LOS QUE YA SE ENCUENTRAN EN EL CINERARIO, TODOS LOS
PRIMROS VIRNES DE MES A LAS 19.
Es un servicio totalmente gratuito...
NO SE HAN IDO DEL TODO
El «cielo» como plenitud de intimidad con Dios
Cuando haya pasado la figura de este mundo, los que hayan
acogido a Dios en su vida y se hayan abierto sinceramente a su amor, por lo
menos en el momento de la muerte, podrán gozar de la plenitud de comunión con
Dios, que constituye la meta de la existencia humana.
Como enseña el Catecismo de la Iglesia católica, «esta vida
perfecta con la santísima Trinidad, esta comunión de vida y de amor con ella,
con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados se llama "el
cielo".
El cielo es el fin último y la realización de las
aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha»
. Hoy queremos tratar de comprender el sentido bíblico del «cielo», para poder
entender mejor la realidad a la que remite esa expresión.
En el lenguaje bíblico el «cielo», cuando va unido a la
«tierra», indica una parte del universo. A propósito de la creación, la
Escritura dice: «En un principio creó Dios el cielo y la tierra» (Gn 1, 1).
En sentido metafórico, el cielo se entiende como morada de
Dios, que en eso se distingue de los hombres (cf. Sal 104, 2s; 115, 16; Is 66,
1). Dios, desde lo alto del cielo, ve y juzga (cf. Sal 113, 4-9) y baja cuando
se le invoca (cf. Sal 18, 7.10; 144, 5).
Sin embargo, la metáfora bíblica da a entender que Dios ni
se identifica con el cielo ni puede ser encerrado en el cielo (cf. 1 R 8, 27);
y eso es verdad, a pesar de que en algunos pasajes del primer libro de los
Macabeos «el cielo» es simplemente un nombre de Dios (cf. 1 M 3, 18.19.50.60;
4, 24.55).
A la representación del cielo como morada trascendente del
Dios vivo, se añade la de lugar al que también los creyentes pueden, por
gracia, subir, como muestran en el Antiguo Testamento las historias de Enoc
(cf. Gn 5, 24) y Elías (cf. 2 R 2, 11). Así, el cielo resulta figura de la vida
en Dios.
En este sentido, Jesús habla de «recompensa en los cielos»
(Mt 5, 12) y exhorta a «amontonar tesoros en el cielo» (Mt 6, 20; cf. 19, 21).
3.
El Nuevo Testamento profundiza la idea del cielo también en
relación con el misterio de Cristo. Para indicar que el sacrificio del Redentor
asume valor perfecto y definitivo, la carta a los Hebreos afirma que Jesús
«penetró los cielos» (Hb 4, 14) y «no penetró en un santuario hecho por mano de
hombre, en una reproducción del verdadero, sino en el mismo cielo» (Hb 9, 24).
Luego, los creyentes, en cuanto amados de modo especial por el Padre, son
resucitados con Cristo y hechos ciudadanos del cielo. Vale la pena escuchar lo
que a este respecto nos dice el apóstol Pablo en un texto de gran intensidad: «Dios, rico en misericordia, por el grande
amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros pecados, nos vivificó
juntamente con Cristo -por gracia habéis sido salvados y con él nos resucitó y
nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús, a fin de mostrar en los siglos
venideros la sobreabundante riqueza de su gracia, por su bondad para con
nosotros en Cristo Jesús» (Ef 2, 4-7).
Las criaturas experimentan la paternidad de Dios, rico en
misericordia, a través del amor del Hijo de Dios, crucificado y resucitado, el
cual, como Señor, está sentado en los cielos a la derecha del Padre. 4. Así
pues, la participación en la completa intimidad con el Padre, después del
recorrido de nuestra vida terrena, pasa por la inserción en el misterio pascual
de Cristo.
San Pablo subraya con una imagen espacial muy intensa este
caminar nuestro hacia Cristo en los cielos al final de los tiempos: «Después
nosotros, los que vivamos, los que quedemos, seremos arrebatados en nubes,
junto con ellos (los muertos resucitados), al encuentro del Señor en los aires.
Y así estaremos siempre con el Señor. Consolaos, pues, mutuamente con estas
palabras» (1 Ts 4, 17-18).
En el marco de la Revelación sabemos que el «cielo» o la
«bienaventuranza» en la que nos encontraremos no es una abstracción, ni tampoco
un lugar físico entre las nubes, sino una relación viva y personal con la
santísima Trinidad. Es el encuentro con el Padre, que se realiza en Cristo
resucitado gracias a la comunión del Espíritu Santo. Es preciso mantener
siempre cierta sobriedad al describir estas realidades últimas, ya que su
representación resulta siempre inadecuada. Hoy el lenguaje personalista logra
reflejar de una forma menos impropia la situación de felicidad y paz en que nos
situará la comunión definitiva con Dios.
El Catecismo de la Iglesia católica sintetiza la enseñanza
eclesial sobre esta verdad afirmando que, «por su muerte y su resurrección,
Jesucristo nos ha abierto el cielo. La vida de los bienaventurados consiste en
la plena posesión de los frutos de la redención realizada por Cristo, que
asocia a su glorificación celestial a quienes han creído en él y han
permanecido fieles a su voluntad. El cielo es la comunidad bienaventurada de
todos los que están perfectamente incorporados a él» (n. 1026). 5.
Con todo, esta situación final se puede anticipar de alguna
manera hoy, tanto en la vida sacramental, cuyo centro es la Eucaristía, como en
el don de sí mismo mediante la caridad fraterna. Si sabemos gozar ordenadamente
de los bienes que el Señor nos regala cada día, experimentaremos ya la alegría
y la paz de que un día gozaremos plenamente. Sabemos que en esta fase terrena
todo tiene límite; sin embargo, el pensamiento de las realidades últimas nos
ayuda a vivir bien las realidades penúltimas. Somos conscientes de que mientras
caminamos en este mundo estamos llamados a buscar «las cosas de arriba, donde
está Cristo sentado a la diestra de Dios» (Col 3, 1), para estar con él en el
cumplimiento escatológico, cuando en el Espíritu él reconcilie totalmente con
el Padre «lo que hay en la tierra y en los cielos» (Col 1, 20).
En el marco de la Revelación sabemos que el «cielo» o la «bienaventuranza» en la que nos encontraremos no es una abstracción, ni tampoco un lugar físico entre las nubes, sino una relación viva y personal con la santísima Trinidad. Es el encuentro con el Padre, que se realiza en Cristo resucitado gracias a la comunión del Espíritu Santo. Es preciso mantener siempre cierta sobriedad al describir estas realidades últimas, ya que su representación resulta siempre inadecuada. Hoy el lenguaje personalista logra reflejar de una forma menos impropia la situación de felicidad y paz en que nos situará la comunión definitiva con Dios.
El Catecismo de la Iglesia católica sintetiza la enseñanza eclesial sobre esta verdad afirmando que, «por su muerte y su resurrección, Jesucristo nos ha abierto el cielo. La vida de los bienaventurados consiste en la plena posesión de los frutos de la redención realizada por Cristo, que asocia a su glorificación celestial a quienes han creído en él y han permanecido fieles a su voluntad. El cielo es la comunidad bienaventurada de todos los que están perfectamente incorporados a él» (n. 1026). 5.
Con todo, esta situación final se puede anticipar de alguna manera hoy, tanto en la vida sacramental, cuyo centro es la Eucaristía, como en el don de sí mismo mediante la caridad fraterna. Si sabemos gozar ordenadamente de los bienes que el Señor nos regala cada día, experimentaremos ya la alegría y la paz de que un día gozaremos plenamente. Sabemos que en esta fase terrena todo tiene límite; sin embargo, el pensamiento de las realidades últimas nos ayuda a vivir bien las realidades penúltimas. Somos conscientes de que mientras caminamos en este mundo estamos llamados a buscar «las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios» (Col 3, 1), para estar con él en el cumplimiento escatológico, cuando en el Espíritu él reconcilie totalmente con el Padre «lo que hay en la tierra y en los cielos» (Col 1, 20).
En el marco de la Revelación sabemos que el «cielo» o la «bienaventuranza» en la que nos encontraremos no es una abstracción, ni tampoco un lugar físico entre las nubes, sino una relación viva y personal con la santísima Trinidad. Es el encuentro con el Padre, que se realiza en Cristo resucitado gracias a la comunión del Espíritu Santo. Es preciso mantener siempre cierta sobriedad al describir estas realidades últimas, ya que su representación resulta siempre inadecuada. Hoy el lenguaje personalista logra reflejar de una forma menos impropia la situación de felicidad y paz en que nos situará la comunión definitiva con Dios.
ResponderEliminarEl Catecismo de la Iglesia católica sintetiza la enseñanza eclesial sobre esta verdad afirmando que, «por su muerte y su resurrección, Jesucristo nos ha abierto el cielo. La vida de los bienaventurados consiste en la plena posesión de los frutos de la redención realizada por Cristo, que asocia a su glorificación celestial a quienes han creído en él y han permanecido fieles a su voluntad. El cielo es la comunidad bienaventurada de todos los que están perfectamente incorporados a él» (n. 1026). 5.
ResponderEliminarCon todo, esta situación final se puede anticipar de alguna manera hoy, tanto en la vida sacramental, cuyo centro es la Eucaristía, como en el don de sí mismo mediante la caridad fraterna. Si sabemos gozar ordenadamente de los bienes que el Señor nos regala cada día, experimentaremos ya la alegría y la paz de que un día gozaremos plenamente. Sabemos que en esta fase terrena todo tiene límite; sin embargo, el pensamiento de las realidades últimas nos ayuda a vivir bien las realidades penúltimas. Somos conscientes de que mientras caminamos en este mundo estamos llamados a buscar «las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios» (Col 3, 1), para estar con él en el cumplimiento escatológico, cuando en el Espíritu él reconcilie totalmente con el Padre «lo que hay en la tierra y en los cielos» (Col 1, 20).
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