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lunes, 28 de enero de 2013

EL JESUS HISTORICO Y EL JESUS DE LA FE






 
 
 
 
 
El Jesús Histórico a la luz de la exégesis reciente
 


 
   1. Introducción
 
La investigación histórica sobre Jesús ha conocido diversas fases. Los discípulos de Bultmann reaccionaron contra el escepticismo de su maestro promoviendo lo que se llamó “la nueva búsqueda” del Jesús histórico (Käsemann 1954), mucho más cauta que la emprendida por el racionalismo optimista del XIX, y motivada teológicamente: se buscaba anclaje para la fe cristológica y los estudios los realizaban exégetas y en el marco de facultades de teología, fundamentalmente alemanas. Aquí hay que situar a los trabajos de Bornkamm, Conzelmann, Schürmann, Cullmann, Jeremias (con matices), etc. La gran renovación de la cristología posconciliar es muy deudora de esta exégesis sobre el Jesús histórico (Rahner, González Faus, Sobrino, Boff, Ducoq, Moltmann etc).
 
A partir de los años 80 del siglo pasado se abre paso una nueva orientación en los estudios históricos sobre Jesús, sin que sea posible ahora explicar ni sus causas ni sus características (Aguirre 1995; Bartolomé 2001; Witherington 1995). Sí diré que esta famosa “third quest” o “tercera búsqueda”es una investigación que procede fundamentalmente del mundo anglosajón, que es muy interdisciplinar y que, en buena medida, se hace al margen de las instituciones teológicas y de las referencias confesionales. La producción es enorme, de valor muy desigual, pero es indudable que se han abierto perspectivas de sumo interés. En mi opinión, la reflexión cristológica y eclesiológica no se ha confrontado aún con los resultados de estas nuevas investigaciones bíblicas.
 
En las páginas que siguen me propongo nada menos que realizar una síntesis de lo que desde el punto de vista histórico se puede decir con relativa solidez sobre Jesús de Nazaret. Tarea complicada y más si debe hacerse en un espacio reducido, lo que obliga a seleccionar algunos aspectos, y no permite justificar suficientemente las afirmaciones que se hacen ni citar ni considerar las opiniones de otros autores, Tampoco es posible abordar las cuestiones previas y decisivas de carácter metodológico: las fuentes, su valoración y los criterios de historicidad.
 
Quiero dejar bien claro que intento hablar desde el punto de vista histórico, evitando en lo posible la criptoteología (Crossan 1999, XXIII), que es la que ha predominado en los estudios sobre el llamado “Jesús histórico”, y la autobiografía, y me refiero al conocido dicho de que los estudios sobre Jesús han solido servir poco para conocer a este personaje, pero mucho para conocer la mentalidad de quien los realizaba. Creo que lo que voy a decir está sólidamente fundado y es racionalmente muy defendible, aunque, por supuesto, es también muy discutible. Así es la naturaleza del saber histórico, que no se impone apodícticamente y que avanza por tanteos y acercamientos progresivos. Esto es verdad siempre, pero mucho más cuando, como en el caso de Jesús, las fuentes son escasas y muy interesadas, y su estudio además implica con facilidad y en grado sumo la subjetividad de quien lo realiza.
 
Dada la naturaleza de los evangelios -los sinópticos tienen un esquema muy simple y muy teológico de la vida de Jesús y, además, muy diferente a Juan- probablemente no es posible una presentación secuencial, ordenada y cronológica de la vida de Jesús. Incluso es posible que de lo que yo diga no resulte una visión sistemática y coherente de lo que Jesús hizo y dijo. Puede deberse al carácter fragmentario de nuestras fuentes, también a la naturaleza simbólica y poética del lenguaje de Jesús, tan maltratado por la teología posterior; pero hay otro factor: los cambios y hasta las contradicciones que con frecuencia caracterizan el mensaje y los comportamientos de los grandes carismáticos, que es un factor que suele aumentar su prestigio entre sus seguidores (J. C. Sanders 1998). Y, por supuesto, parece muy verosímil que se diese una verdadera evolución a lo largo de la vida de Jesús en la comprensión de aspectos centrales de su mensaje.
 
2. El contexto histórico y geográfico.
 
Jesús fue un judío fiel y nunca dejó de serlo. Más precisamente fue un galileo, lo que es clave para situarle debidamente.
 
La investigación histórica y arqueológica sobre Galilea está actualmente en pleno desarrollo y las diferencias que autores muy importantes de nuestros días tienen sobre el Jesús de la historia están íntimamente relacionadas con las distintas imágenes que se hacen de la Galilea del siglo I. E. P. Sanders se imagina una Galilea pacífica y con pocas diferencias religiosas con Judea. Freyne, sin duda el que más a fondo a estudiado el tema, presenta una Galilea muy convulsionada por las dificultades económicas y por el proceso de urbanización. Crossan y Mack subrayan especialmente la helenización de la región y la influencia en ella de los filósofos cínicos.
 
El judaísmo de Galilea era muy acendrado, pero diferente al de Jerusalén, donde el papel del Templo era mayor y la presencia de escribas más numerosa; ambas regiones, desde la muerte de Salomón, se convirtieron en entidades separadas y habían tenido una historia política muy distinta. En tiempo de Jesús, Galilea era un reino vasallo de Roma bajo la dinastía herodiana, mientras que Judea estaba bajo el control directo de Roma, que tenía allí un prefecto que dependía del legado de Siria.
 
Jesús era de Nazaret (Mateo y Lucas sitúan su nacimiento en Belén, lo que quizá es una construcción teológica para reafirmar su ascendencia davídica; cfr. 1Sam 16); en todo caso está claro que su infancia transcurrió en Nazaret y era conocido como natural de esta localidad (Jn 1,46; 7,41; Mc 6,1-6). Era un pueblo pequeño y pobre, como ha puesto de manifiesto la arqueología, pero que está a solo 5 km. de Séforis, ciudad reedificada por Herodes Antipas, que la convirtió en capital de Galilea.
 
Este dato es muy importante. En efecto, el proceso de urbanización, en marcha desde el tiempo de Alejandro Magno, había llegado hasta Galilea que estaba rodeada de una serie de ciudades helenísticas paganas y en las que los judíos eran una minoría. Al Este las diez ciudades de la Decápolis, al otro lado del Jordán, excepto Escitópolis / Bet Shean. Al Noroeste Tiro, Sidón y Aco / Tolemaida. Al Oeste, en la costa del mar Mediterráneo, Cesarea Marítima, gran puerto e impresionante ciudad pagana donde residía habitualmente el prefecto romano. Al Sur, otra importante ciudad herodiana, Sebaste.
 
Pero el proceso de urbanización penetraba en el corazón mismo de la Galilea judía. He mencionado Séforis, “corona de Galilea”, la llamaba Flavio Josefo. Más tarde Antipas construyó junto al lago Tiberias, donde trasladó la capital. La urbanización era simultáneamente un proceso de helenización, aunque Séforis y Tiberias mantenían una fisonomía predominantemente judía (en Séforis no se han encontrado restos paganos para el siglo I) (Meyers 1997; Chancey 2001), pero era el lugar de residencia de la élite de funcionarios y propietarios. Cuando posteriormente, el año 66 estalló la sublevación judía, ambas ciudades adoptaron una postura pro-romana totalmente opuesta al campesinado galileo. Utilizando una terminología técnica (Freyne 2000), se puede decir que Séforis y Tiberias no eran ciudades ortogenéticas, nacidas como desarrollo de un entorno rural y en relaciones armoniosas con él, sino heterogenéticas, es decir, en virtud de un influjo externo y que resulta un elemento extraño que rompe los equilibrios tradicionales del entorno rural.
 
De hecho la situación del campesinado galileo del tiempo parece que era sumamente dificil. Grababan sobre ellos enormes cargas impositivas, con las que los herodianos financiaban su política de grandes obras públicas; a esto hay que añadir los impuestos exigidos por el Templo de Jerusalén. Las pequeñas propiedades agrícolas familiares no podían hacer frente a tal situación. Consecuentemente se daban un proceso de concentración de la propiedad, de modo que los pequeños propietarios se convertían en jornaleros, a veces incluso en esclavos, y la emigración fuera del país era muy numerosa.
 
La ciudad siempre ejerce una cierta fascinación sobre su entorno social. Pero esta fascinación puede ser de atracción por las nuevas formas de vida o de rechazo de los valores y costumbres que se ven como algo ajeno y perjudicial. Esto último es lo que sucedía en la Galilea del siglo I. Los sectores rurales veían con hostilidad a las ciudades introducidas por los herodianos, que rompían sus formas tradicionales de vida y les perjudicaban económicamente.
 
Se puede decir que frente a una “economía de reciprocidad” de carácter tradicional, basada en la familia como unidad de producción y consumo, los herodianos, pro-romanos imperialistas, introducían una “economía de re-distribución” en la que un gran poder central (el Imperio y el Templo) acumula una riqueza creciente, de cuyo reparto sale muy favorecida una élite.
 
La tensión campo - ciudad es clave para entender la función social de Jesús y su mensaje. No es exagerado afirmar que la Galilea del tiempo estaba atravesada por una crisis con hondas repercusiones culturales y económicas. Desde ahora quiero llamar la atención sobre el hecho muy significativo y probablemente nada casual de que Jesús no parezca nunca en los Evangelios visitando los núcleos urbanos importantes.
 
En Galilea reinaba una acendrado espíritu judío, pero la región estaba abierta a una notable influencia helenística. Basta una mirada al mapa para comprender que lo contrario sería imposible. La ribera occidental del Lago, de especial importancia en el ministerio de Jesús, estaba muy poblada y abierta a las relaciones con el entorno pagano. Cafarnaún, que fue algún tiempo centro de operaciones de Jesús, estaba muy cerca de Tiberias, la capital, y de Magdala/Tariquea, una localidad importante conocida por su industria de salazón de pescado. Los pescadores de Cafarnaún y Betsaida, ésta ya en el territorio de Filipo, inevitablemente tenía que tener relaciones con la cercana ribera oriental y pagana. Cerca de Cafarnaún pasaba la vía que llevaba a la Decápolis, como sabemos por los datos del evangelio y por el descubrimiento de una piedra milar, que puede verse en la actualidad en las excavaciones de la mencionada ciudad.
 
3. Los primeros pasos
 
Tenemos poca información fiable sobre los orígenes de Jesús, sobre sus antecedentes familiares y sobre los primeros años de su vida. Este vacío ha sido colmado por la imaginación popular con numerosas leyendas, algunas muy antiguas y muy desarrolladas en diversos evangelios apócrifos.
 
Sabemos que sus padres se llamaban José y María, que vivían en Nazaret y que tenía varios hermanos (Meier 1998, 233-264). Poco más podemos decir. Hay reconstrucciones plausibles atendiendo a las costumbres judías del tiempo sobre la continuación con el mismo oficio que su padre, sus visitas frecuentes a la cercana Séforis, sobre su educación judía en el seno familiar y en la sinagoga etc.
 
Desde muy pronto se suscitó una gran controversia en torno al origen de Jesús. Sectores judíos le acusaban de ser hijo ilegítimo de María y el reproche, que en aquella cultura resultaba gravísimo, quizá se refleje ya en los evangelios (Jn 8, 41). ¿Trataban así los judíos de contrarrestar la fe de los cristianos en la concepción virginal? Caben diversas hipótesis y el historiador probablemente no puede llegar a soluciones definitivas en esta cuestión, que no deja de suscitar estudios (Meier 1998, 236-241; Chilton 2000), alguno serio, pero la mayoría sensacionalistas y arbitrarios.
 
Cuando tiene ya en torno a 30 años Jesús aparece acudiendo a la llamada de Juan Bautista que promueve un movimiento de conversión en el desierto, junto al río Jordán. Me permito una hipótesis: considero inverosímil que Jesús permaneciese hasta ese momento en el domicilio familiar y trabajando en el oficio paterno. En efecto, la hondura de su experiencia religiosa, su capacidad de discusión y su conocimiento de las Escrituras parecen suponer que antes de ir donde Juan Bautista ha precedido un período de búsqueda religiosa y de contacto con otros grupos judíos. Es decir, un proceso semejante al que siguió Flavio Josefo, tal como describe en su Autobiografía (II,10-12).
 
No hay duda de que Jesús se sometió al bautizo de Juan Bautista y de que esto supuso una experiencia muy importante en su vida. Después se independizó -quizá con otros- de Juan, y durante algún tiempo parece que desarrolló una actividad bautismal (el dato de Jn 3,22 difícilmente puede haber sido inventado por la comunidad cristiana y el mismo Jn en 4,1-2 trata de corregirlo). Pero pronto la predicación de Jesús y el movimiento que promovió aparece con unas características propias y diferentes de las de Juan, como más tarde veremos.
 
4. El reino de Dios
 
Es indudable que Jesús proclamó el Reino de Dios (Meier 1999, 293-592; Aguirre 2001,11-52). La expresión aparece numerosas veces en la tradición sinóptica, pero pronto cayó en desuso en la iglesia (en Juan aparece 2 veces; en Pablo 7/8). Sí era una expresión conocida en el judaísmo del tiempo, pero no excesivamente preponderante. Y hay una serie de expresiones en torno al Reino de Dios (por ejemplo, “entrar en el Reino”) que sólo aparecen en los Evangelios.
 
Este dato es de vital importancia. El lenguaje no es el uso de etiquetas indiferentes o asépticas, sino que procede de una determinada experiencia, que después contribuye a cultivar. Jesús no hace una exposición sistemática en torno al Reino de Dios, utiliza un lenguaje simbólico, poético y sugerente. Parte, por supuesto, de la comprensión judía, pero la va matizando de una forma muy particular.
 
Hay salmos que celebran en el Templo de Jerusalén la realeza universal y permanente de Dios:”¡Pueblos todos, tocad palmas, aclamad a Dios con gritos de alegría! Porque Yahvé, el Altísimo, es terrible, el Gran Rey de toda la tierra... ¡Tocad para nuestro Dios, tocad, tocad para nuestro Rey, tocad! Es Rey de toda la tierra. Reina Dios... Sentado en su trono sagrado”: Sal 47; cfr. Sal 93;96-99.
 
Pero hay otra concepción del Reino de Dios que aparece en momentos de singular tribulación del pueblo, en el momento del exilio, reflejado en el Deutero-Isaías, y en el momento de la terrible opresión de los Seleúcidas, como se refleja en el libro de Daniel (Albertz, 550, 817-819). En estos momentos el Reino de Dios se proclama en neto contraste con los reinos opresores del presente, pretende suscitar la resistencia y esperanza de un pueblo que sufre y se refiere a una intervención futura y liberadora de Dios, que cambiará la historia.
 
Daniel, en los capítulos 2 y 3, habla de la visión de una estatua enorme y terrible, con la cabeza de oro, su pecho y sus brazos de plata, su vientre y sus lomos de bronce, sus piernas de hierro, sus pies parte de hierro y parte de arcilla. Representa a los diversos imperios que han ido oprimiendo a los santos. Pero después, “sin intervención de mano alguna”, se desprende una piedra que pulveriza a la estatua enorme y terrible, y que acaba convirtiéndose en un gran monte que llena toda la tierra. Se está refiriendo al Reino de Dios, “que jamás será destruido y subsistirá eternamente” (Dan 2,44).
 
Para el Deutero-Isaías, la proclamación del Reino de Dios equivale a anunciar la liberación a los exiliados, el retorno a su tierra; es la buena noticia de la paz y de la salvación (52,7).
 
Es claro que a lo largo de la historia, quizá ya en la Biblia misma, Reino de Dios es una expresión profundamente ambigua y con funciones sociales diversas y hasta contradictorias (Aguirre 1998, 54-57). En los profetas es la expresión del ansia de liberación de los oprimidos, suscita su esperanza y tiene una fuerte carga socio-crítica.
 
En este punto me parece especialmente importante evitar el anacronismo y el etnocentrismo, y situar estas ideas en el concepto de su tiempo, para lo que es especialmente útil unos trabajos recientes de Theissen (2001) y, sobre todo, de Malina (2000). La religión de Jesús, centrada en el Reino de Dios, es una religión política y voy a explicar en qué sentido. A diferencia de lo que sucede en el mundo occidental de nuestros días, la religión en el mundo mediterráneo del siglo I no era una variable independiente de la vida social, sino que se vivía siempre incrustada en los dos grandes ámbitos de experiencia del tiempo, que eran el ámbito de lo político, el mundo de la polis, de la vida pública, y el ámbito de la casa/familia, que no equivale simplemente a lo que hoy entendemos como espacio privado. Había una religión política, la religión oficial, la de la ciudad, los cultos públicos y una religión doméstica, la de la casa. En el Imperio, junto a la religión oficial, con sus templos y divinidades, con su culto al emperador, había una religión muy viva y muy diferente, con su culto a los antepasados, a los lares y penates, con altares y ritos, en los que el paterfamilia tenía un papel muy especial.
 
El yahvismo era, ante todo, una religión política, la del pueblo de Israel, que impregnaba toda su vida pública, pero también tenía, como no podía ser menos una dimensión doméstica muy importante. (Otra cuestión, muy interesante por cierto, es la de la religión doméstica a lo largo de la historia del pueblo judío, que con frecuencia se alejaba más de lo que se suele creer de las pautas yahvistas y aceptaba usos del entorno pagano).
 
Pues bien, la religión de Jesús, centrada en el Reino de Dios, es una religión política en este sentido aristotélico y pre-maquiavélico del término, porque se dirige a todo Israel y pretende configurar la vida del pueblo. Lo que Jesús proclama es que ese Reino de Dios tan anhelado, no sólo está cercano, sino que, de algún modo, está ya irrumpiendo en el presente. “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca” (Mc 1,15). “Si yo expulso a los demonios por el Espíritu de Dios es que el Reino de Dios ha llegado a vosotros” (Mt 12,28).
 
Pero también hay una serie de dichos de Jesús (sin ir más lejos la petición “venga tu Reino” de la oración del Padre Nuestro) que dejan ver que la plenitud del Reino de Dios es futura -quizá sería mejor decir venidera-, y está orgánica y directamente vinculada con algo que ya está dado en el presente y que es inseparable de su actuación. Este dato me parece históricamente incuestionable; otra cosa es que se le considere a Jesús un iluso, un iluminado o un profeta.
 
Esta vinculación entre pasado y presente del Reino de Dios está especialmente clara en algunas parábolas, por cierto bellísimas. Es como un grano de trigo que alguien entierra en el campo y que por su propia fuerza acaba dando una cosecha espléndida; o como la semilla de mostaza, la más pequeña de todas las semillas, que se convierte en un árbol en las que pueden anidar las aves del cielo; o como un poco de levadura, invisible al principio en medio de la masa, pero que al final la hace fermentar a toda ella.
 
Todas estas son parábolas de contraste entre una situación en que aparentemente no hay nada nuevo, los inicios son muy modestos, decepcionantes sin duda para las expectativas mesiánicas del tiempo, y un final espléndido; pero ponen también de relieve que el futuro es el desarrollo del presente, que, de algún modo, está contenido en él.
 
En la historia de la investigación hemos asistido a un gran bandazo, a base de forzar los textos, eligiendo unos y eliminando otros, y de leerlos anacrónicamente. La llamada “escatología consecuente”, una exégesis fundamentalmente germana, basándose sobre todo en el Evangelio de Mc, en quien se depositaba la máxima confianza al ser tenido por el más antiguo y de mayor valor histórico, hacía de Jesús un apocalíptico que esperaba la irrupción inminente del Reino de Dios entendido como una catástrofe cósmica y el fin del mundo (Schweitzer, Ehrman, Allison). Ahora, como reacción, una importante tradición exegética, sobre todo norteamericana, basándose en una peculiar interpretación de la fuente Q (Kloppenborg) (han perdido la confianza en Mc, al considerarla una obra fundamentalmente teológica) (Wrede), hacen de Jesús un sabio que habla del Reino de Dios como una posibilidad abierta y presente a todo ser humano para que viva de una forma mucho más libre y auténtica (Crossan, Borg).
 
Para Jesús el Reino de Dios es una buena noticia; es un tesoro, cuyo descubrimiento llena de alegría. Es notable la diferencia con su maestro Juan Bautista que subrayaba el aspecto justiciero y amenazante de la venida de Dios.
 
El Reino de Dios no viene acompañado de signos apocalípticos, ni se identifica con la fuerza histórica de un grupo ni con la expulsión de los paganos. Jesús invita a descubrirlo, a aceptarlo, a acogerlo y a llenarse de alegría. Este momento que llamaría de pasividad, de descubrimiento y aceptación del misterio que se ofrece, tan característico de la experiencia religiosa, es central en Jesús. Y creo que no ha sido tenido en cuenta suficientemente por la reciente teología en torno al Reino de Dios. Pero, por supuesto, para Jesús como buen judío la aceptación del Reino de Dios debe fructificar en buenas obras en la propia vida. Y en esto es también muy imperioso. Dejar pasar esta oportunidad es perder la propia vida.
 
Se ha dicho que Jesús pretende “la congregación escatológica de Israel” (E. P. Sanders 1985), es decir que el pueblo de Israel acepte esta intervención decisiva de Dios, que está en trance de realización, que cambiará radicalmente la historia, pero que no supondrá su abolición. Las imágenes de catástrofes cósmicas, en la medida en que puedan remontarse a Jesús, son un género literario, que encontramos en los profetas, con el que se pretende subrayar la importancia del momento que se está viviendo (Borg 1984). El Reino de Dios será una situación teocrática e implicará una vida de renovada fidelidad de Israel a Yahvé. Dentro del variado mundo de las esperanzas escatológicas judías, para Jesús el Reino de Dios supondría la restauración de las doce tribus y probablemente la edificación de un templo nuevo y glorioso (E. P. Sanders 1985). Jesús no se dirige a los paganos y se mueve en la línea de la escatología profética: todos los pueblos reconocerán a Yahvé cuando en Sión resplandezca su gloria.
 
Hay un aspecto muy importante que suele pasar desapercibido: la proclamación del Reino de Dios situado en su contexto histórico conllevaba necesariamente una carga de crítica respecto de la teología imperial. Por tal entiendo la ideología que sacralizaba las estructuras del Imperio Romano que absolutizaba la Pax Romana y divinizaba al emperador (Fears 1981). Esta teología imperial se encontraba por todas partes: en las monedas, en las inscripciones, en los monumentos, en las festividades y en las obras de los grandes autores. Proclamar el Reinado de Dios como valor central y supremo suponía una crítica radical de la ideología legitimadora del imperio que a los romanos no les podía dejar indiferentes. (Se explica así que San Pablo, que quiere extender el cristianismo por el imperio, elimine prácticamente la expresión Reino de Dios, que le hubiese acarreado un conflicto mortal para sus pequeñas comunidades a un nacientes).
 
5. Valores alternativos
 
En medio de la gran disparidad existente en las investigaciones históricas sobre Jesús hay un dato que reúne un consenso amplísimo, el reconocimiento de una cierta marginalidad de Jesús que después se explica de diversas maneras. Está suficientemente claro que Jesús adoptó actitudes un tanto contraculturales, que suponían un cierto desafío a los valores hegemónicos. Al hablar de su actitud ante la ley volveremos sobre este punto.
 
Antes estas actitudes “contraculturales”, radicales, se explicaban en virtud de la “ética provisional” de quien esperaba un fin del mundo inminente. Hoy hay quienes las atribuyen al influjo de la filosofía cínica tan crítica con su sociedad que pretende cambiar radicalmente sus valores (Crossan, Mack, Downing)..
 
Pero en Jesús es el alborear el Reino de Dios lo que le lleva a ver y valorar la realidad de una forma diferente. Así se explica que proclame bienaventurados a los pobres, a los que lloran, a los hambrientos. No, por supuesto, porque estas situaciones sean un bien en sí mismas, sino por todo lo contrario. En la medida en que el Reino de Dios se afirme, estas situaciones van a cambiar, lo que se traduce ya desde ahora en consuelo y esperanza.
 
El honor, el valor central en aquella cultura (Malina 1995, 45-84), que dependía fundamentalmente del linaje y que se manifestaba en una serie de signos externos es reinterpretado a la luz de la nueva experiencia del Dios que se acerca: “los últimos serán los primeros”; “el Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir”. El dinero no es señal de la bendición divina, como lo consideraba la teología rabínica, si no el mayor impedimento para entrar en el Reino de Dios. Las estructuras patriarcales quedan relativizadas, y cambia profundamente la consideración de los niños y de las mujeres. En el punto siguiente tendremos ocasión de profundizar en este aspecto, ciertamente clave, de la actitud de Jesús.
 
6. La Ley
 
Precisar la actitud de Jesús ante la Ley no es nada fácil, porque no hizo pronunciamientos generales y, además, porque las grandes controversias que se dieron sobre el tema en la Iglesia primitiva se refleja en los textos evangélicos dificultando la crítica histórica. Hay una diferencia notable en cómo presentan las cosas el judeocristiano Mateo y el paganocristiano Marcos
 
Se trata, sin duda, de un problema de vital importancia en nuestro estudio y me atrevo a sintetizar en una serie de puntos la actitud de Jesús.
 
- Jesús fue siempre un judío fiel y, por tanto, respetuoso y cumplidor de la ley. En general tiene una notable afinidad con el judaísmo abierto de Hillel, aunque en algún caso, concretamente en lo referente al divorcio, se acerca más a la postura de Shamai.
 
Al rico que le pregunta que tiene que hacer para alcanzar la vida eterna le responde “cumple los mandamientos” (Mt 19,17) y, además, los enuncia: “No matarás, no cometerás adulterio, no robarás...” (Mt, 19,18-19; Mc 10,19).
 
También es verdad que el punto de partida de la predicación de Jesús y lo más importante de ella no reside en la explicación de la ley.
 
- Jesús radicaliza aspectos de la ley. No basta con no matar, sino que hay que evitar otro tipo de agresiones menores e incluso los insultos. Pensemos también en la prohibición del divorcio. Esta enseñanza de Jesús parecía no tener paralelo alguno en el mundo judío de la época, pero se ha encontrado una doctrina muy similar en el Rollo del Templo (1 Q Rollo del Templo 57,17-19; TQ 223). En el Documento de Damasco se fundamenta la prohibición del divorcio en el orden primigenio querido por Dios en la creación (Documento de Damasco 4, 20-21; TQ 83), que es exactamente lo que hace Jesús (Mc, 10,5-9).
 
En la cuenta de esta radicalización ética hay que poner también la denuncia de tradiciones humanas que ocultan y desvirtúan la intención profunda de la Ley (Mc 7,8-13; Mt 23,23).
 
- Jesús relativiza -sin que esto suponga su simple abolición- los preceptos rituales, concretamente los referidos al sábado y a las normas de pureza. La Iglesia posterior, por razones polémicas, acentuó este rasgo, que se remonta sin duda a Jesús. Hay dichos que pueden proceder de él: “No es lo que entre de fuera sino lo que sale de su boca lo que puede hacer impuro al ser humano” (Mc 2,27; Mc 7,15; Mt 15,11); “Ay de vosotros que purificáis el exterior de la copa y de los platos pero dentro están llenos de robo y de codicia” (Lc 11,39; Mt 23,25; Ev. Tom 89); “Ay de vosotros que pagáis el diezmo de la menta, del anís y del comino, y abandonáis la justicia, la misericordia y la fe. Esto es lo que habría que practicar, aunque sin abandonar lo otro” (Mt 23,23; Lc 11,42).
 
Jesús aceptó la relación con gente tenido como impura, pecadores y publicanos, probablemente prostitutas, y lo hacía sin importarle las críticas porque quería anunciar y hasta visibilizar que el Reino de Dios se ofrece a todos y a nadie excluye.
 
Relativizar los preceptos rituales y las normas de pureza era poner en peligro la identidad étnica que estos garantizaban. En efecto, como saben bien los antropólogos las normas de pureza son barreras que separan a los judíos de los demás pueblos, a la vez que suponen el control de los cuerpos de los miembros de Israel por parte de sus autoridades religiosas.
 
Jesús promovió un movimiento de renovación intrajudío en un momento de una crisis generalizada y grave en su pueblo. Habían surgido otros movimientos de renovación, que se caracterizaban por radicalizar las normas de pureza, por reafirmar la identidad étnica y que, por tanto, eran movimientos exclusivistas; se dirigían a una élite de puros y elegidos. Es lo que caracteriza a los fariseos, nombre que quiere decir “los separados”; los esenios de Qumrán traducían esta separación físicamente y se iban al desierto, lejos de un pueblo y de unas instituciones corrompidas y contaminadas; ellos eran el verdadero Israel que esperaba al Mesías.
 
El movimiento de Jesús se caracteriza por lo contrario, por ser inclusivo, por buscar a la gente, por no marginar a nadie, por anunciar a todos la llegada de Dios y su Reino. No es ninguna casualidad que esta actitud y este anuncio desencadenasen un fuerte conflicto intrajudío.
 
También quiero apuntar que el desarrollo posterior del cristianismo, con la apertura a los paganos, con toda la novedad que introdujo respecto a lo que fue el horizonte histórico de Jesús, estuvo posibilitado, de alguna forma, por el carácter inclusivo del más primitivo movimiento de Jesús y por su relativización de las fronteras étnicas con las que Israel protegía su identidad.
 
- Lo más característico de la interpretación jesuánica de la ley es la importancia dada al amor al prójimo. “¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?”, le preguntan. Responde : “El primero es: Escucha Israel: el Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y amarás al Señor tu Dios... El segundo es amarás al prójimo como a ti mismo” (Mc 12, 28-31). Jesús está citando el mandamiento de Lev 19,18. Había grandes discusiones en el judaísmo en torno a cómo había que entender “el prójimo” de este texto, concretamente qué extensión tenía.
 
Cuando le preguntan a Jesús su opinión (“¿Quién es mi prójimo?”) responde con la parábola del buen samaritano (Lc, 10,29-37), que probablemente es histórica y responde al más puro estilo de Jesús: replantea de forma provocadora la pregunta que se le hace. La cuestión no es tanto “quién es mi prójimo”, sino quién es capaz de hacerse prójimo del hombre abatido en el camino. Es decir, Jesús invita a pensar la moral y el amor desde las víctimas.
 
En el judaísmo del tiempo había quienes limitaban el prójimo a los miembros del pueblo judío. Así los LXX traducen “prójimo” por “prosélito” en Lev 19,18, es decir paganos convertidos al judaísmo. Sin embargo en el judaísmo helenista sobre todo, pero también en el judaísmo palestino, había interpretaciones más amplias que se abrían al amor al extranjero. Parece que es lo que piensa Jesús.
 
Es muy claro, sobre todo, cuando inculca la no violencia y el amor a los enemigos, que sin duda proceden de Jesús y constituyen el culmen de su moral. Los evangelios presentan unas formulaciones radicales y provocativas, que plantean numerosos problemas tanto literarios como de aplicabilidad, en los que no podemos entrar ahora. No se refiere solo al enemigo personal, sino también al del pueblo como tal (está muy claro que Mateo, el evangelista más judío, así lo entendió, porque en 5,41 se refiere a una imposición romana). Estas afirmaciones de Jesús se pueden y se deben situar en el contexto judío de su tiempo, porque no son meras doctrinas intemporales. Concretamente hubo un par de movilizaciones populares judías no violentas frente a Pilato que resultaron eficaces (AJ 18,271 s; BJ 2,174. 195-198) (Theissen 1985, 103-147).
 
La justificación teológica del amor a los enemigos es muy rica, pero me fijo sólo en un aspecto: “Para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos” (Mt 5,45). Se encuentra aquí un motivo clave de la espiritualidad judía: la imitación de Dios (Aguirre 2001, 37). Lo propio de Jesús es que se trata de imitar a un Dios que es bueno, que es amor, y cuya bondad se manifiesta en la creación (“hace salir su sol...”) y también en la llegada de su Reino.
 
7. Taumaturgo popular y exorcista
 
Un aspecto cuya enorme importancia no guarda relación con el pequeño espacio que aquí se le va a dedicar es la actividad de Jesús como sanador popular y como exorcista. Me limito a un breve apunte.
 
Durante mucho tiempo los llamados milagros de Jesús eran un engorro para historiadores y teólogos que no sabían qué hacer con ellos. En la Iglesia misma si no se podía eludir su explicación se recurría a interpretaciones alegorizantes. Hoy las cosas han cambiado. Hasta los críticos más radicales aceptan que Jesús realizó curaciones que sus contemporáneos consideraban milagrosas. El dato se encuentra en absolutamente todas las tradiciones evangélicas y quien lo niegue se incapacita para decir nada del Jesús histórico.
 
Jesús tuvo las características de un sanador popular y éste es un rasgo muy importante para explicar la enorme atracción que ejercía entre la gente. “Una gran muchedumbre, al oír lo que hacia acudió a el” (Mc 3,10; Cfr 1,32-34; 1,45; 6,55-56).
 
En este punto, quizá como en ningún otro, necesitamos superar el anacronismo y el etnocentrismo. Un antropólogo ateo o agnóstico no tiene ninguna dificultad para aceptar al Jesús curandero popular y exorcista, mientras que suele tener muchas el teólogo supuestamente crítico.
 
Sin duda que las tradiciones de milagros de Jesús han sido muy amplificadas por la fe postpascual y por la imaginación popular. Hay relatos de milagros que son totalmente creaciones comunitarias. Habrá que ver en cada caso (Meier 1999; Theissen-Merz 1999; Twelftree 1999). Pero parece claro que Jesús tenía poderes taumatúrgicos, que hay que situar a la luz de lo que la antropología nos enseña sobre los llamados sanadores étnicos, que se dan prácticamente en todas las culturas (Pilch).
 
Los milagros de Jesús tienen una serie de características bien conocidas y que no voy a enumerar ahora, pero lo más propio es que relacionaba sus curaciones con la fe y la venida del Reino.
 
Por otra parte, Jesús y sus contemporáneo, tienen una cosmovisión supernaturalista del mundo y creen en seres intermedios y espíritus malignos: es el marco para entender los exorcismos de Jesús (Twelftree 1993) . Como las curaciones, responden a un dato histórico indudable pero que hay que saber interpretar. Es interesante notar que a diferencia de éstas, la tradición no tiende a engrandecer los exorcismos de Jesús, que no se encuentran ni en el último evangelio, el de Juan, ni tampoco en las fuentes exclusivas de Mateo y Lucas; están sólo en las fuentes más antiguas, en Mc y en Q.
 
Los fenómenos de posesión se conocen en muchísimas culturas y se dan con especial frecuencia en situaciones de ruptura de los equilibrios tradicionales, por ejemplo cuando una cultura nativa se siente gravemente amenazada (pensemos en situaciones de colonialismo; en las culturas preindustriales, en situaciones de graves presiones en el seno familiar). También se constata que hay personas o sectores sociales que por su debilidad o vulnerabilidad están más expuestos a estar poseídos por espíritus inmundos.
 
Es evidente que considerar “posesión” a determinados estados psicológicos supone una interpretación cultural, pero a la vez contribuye a provocarlos y fortalecerlos. Las posesiones por espíritus son una variante de los Estados Alterados de Conciencia o de las situaciones de trance, que aparecen en casi todas las culturas preindustriales. El recurso a esta perspectiva de la antropología y de la psicología social es muy útil para el estudio del movimiento de Jesús y del cristianismo primitivo y me limito sólo a apuntar el tema (Lewis, Guijarrro 2001, Davies).
 
El poseído expresa dimensiones reprimidas y en este sentido, ejerce una denuncio social, pero también es una válvula de escape de las contradicciones psicológicas y sociales. Jesús tiene la capacidad, que interpreta siempre en clave religiosa , de liberar a poseídos por espíritus inmundos y de recuperarlos para la convivencia humana pero esto tenía innegables repercusiones sociales: los gerasenos lo consideran un desestabilizador peligroso y le piden que se vaya (Mc 5,17); en otro caso se levantan reacciones muy distintas y mientras unos sospechan que Jesús es el Hijo de David, otros, los fariseos, afirman que, “expulsa los demonios por Beelzebul, príncipe de los demonios” (Mt 12,23-24). Se trata obviamente de interpretaciones culturales pero que responden a intereses distintos y por eso son tan diferentes.
 
Nos encontramos aquí con un caso del etiquetamiento negativo de Jesús, del intento de estigmatizarle socialmente, es decir de desacreditarle ante el pueblo y de impedir su influencia; un aspecto de grave conflicto que Jesús provocó en el sociedad judía.
 
8. El grupo de Jesús
 
Jesús convocaba a todos los judíos en vista del Reino de Dios. Ni rompió con el judaísmo ni pretendió fundar una institución propia en Israel, ni, menos aún, aparte de Israel.
 
Pero el judaísmo del siglo I, sobre todo antes de la catástrofe del año 70, era enormemente plural. Precisamente porque su unidad es étnica el judaísmo no necesita propiamente una ortodoxia doctrinal; y en tiempo de Jesús había una diversidad muy grande de tendencias, grupos, interpretaciones y movimientos populares.
 
En torno a Jesús se formó un grupo con características propias, como sucedía con los maestros y profetas; encontramos gentes con diversos grados de vinculación con el maestro y su movimiento.
 
- La creación de “los Doce” es muy probable que se remonte a Jesús (denominarles apóstoles es, sin embargo, postpascual). Difícilmente puede ser una invención que quien traicionó a Jesús fuese un miembro de este grupo. En la más pura tradición profética, Jesús realizó una serie de gestos simbólicos a lo largo de su vida, uno de los cuales fue la constitución de los Doce (otros gestos simbólicos fueron la purificación del Templo, las comidas con pecadores y publicanos, los gestos con el pan y el vino en la cena de despedida...). Es claro que los Doce hacen referencia a los doce patriarcas y a las doce tribus, y la creación de este grupo simboliza la voluntad de Jesús de congregar al Israel escatológico para la llegada del Reino de Dios.
 
-Hay también una serie de discípulos que son seguidores itinerantes de Jesús. Su número sería variable y muchas palabras de Jesús se dirigen a este grupo que lleva una vida radical y desinstalada; es evidente que entre estos discípulos hay un cierto número de mujeres, lo que no deja de ser un fenómeno muy notable.
 
- Un tercer círculo está formado por lo que se suele llamar “simpatizantes locales”, gentes que permanecen en sus casas y vida cotidiana pero que acogen a Jesús y a sus discípulos y, de algún modo, se identifican con ellos. Tengamos en cuenta que el ministerio itinerante de Jesús se desarrolló fundamentalmente en un área no muy extensa de Galilea.
 
- Más allá de estos simpatizantes locales, Jesús alcanzó un eco popular muy amplio y positivo en las zonas rurales de Galilea. Los evangelios están llenos de indicaciones tales como “su fama se extendía por todas partes”, “acudían a él muchedumbres”, “se agolpaba la gente junto a él”, “se quedaban admirados de su enseñanza”...
 
No hay datos para pensar que este eco popular positivo disminuyese a lo largo de la vida de Jesús. Durante su estancia final en Jerusalén, la gente (es cierto que puede tratarse, sobre todo, de galileos que han peregrinado para la fiesta) le tiene por profeta, está pendiente de sus palabras y es el favor popular con que cuenta lo que impide que las autoridades le pueden detener.
 
Este eco popular de Jesús podía movilizar a masas relativamente importantes de gente y éste es un factor clave de la peligrosidad de Jesús a los ojos de las autoridades (Jn 11,46-53). Un profeta aislado y sin seguidores, por muy exaltados que sean sus planteamientos y proclamas, no es peligroso y no causa mayor preocupación en los responsables del orden.
 
9. El conflicto que desemboca en la cruz
 
Nos encontramos ya hablando del conflicto en la vida de Jesús, elemento absolutamente central y clave hasta el punto de que desemboca en el hecho históricamente más claro de su vida: en su crucifixión. Los evangelios proyectan sobre la vida de Jesús los grandes conflictos que sostuvieron los cristianos con la sinagoga, sobre todo a partir del año 70. Por tanto hay que adoptar una serie de cautelas críticas para interpretarlos.
 
Contra lo que han solido decir autores muy famosos, aún recientes, es totalmente incorrecto hablar de oposición de Jesús al judaísmo o de ruptura con él. Pero tampoco se puede negar, como pretenden algunos judíos actuales, que Jesús provocó un importante conflicto intrajudío. Por cierto que otro personajes también lo hicieron y con mayor intensidad que Jesús; pensemos en el Maestro de Justicia de Qumran.
 
Es indudable que la actitud del grupo de Jesús se diferenciaba de la de otros grupos judíos del tiempo. Antes he mencionado las diferencias de Jesús con Juan Bautista que el pueblo captaba fácilmente. Juan es un asceta que se retira del mundo y anuncia un Dios justiciero; Jesús, lejos de tener rasgos ascéticos, busca a la gente, convive con ella y anuncia un Dios acogedor y cercano: “Porque ha venido Juan Bautista que no comía pan ni bebía vino y decís: demonio tiene. Ha venido el hijo del hombre que come y bebe y decís: Ahí tenéis a un comilón y borracho, amigo de publicanos y pecadores” (Lc 7, 33-34).
 
Recurriendo otra vez a un esfuerzo de síntesis, creo que en el conflicto de Jesús se pueden distinguir tres aspectos.
 
- A Jesús hay que situarle respecto a la tensión existente en Galilea entre el campo y la ciudad, entre las élites urbanas y el campesinado (Freyne 1994; Horsley 1987; Theissen-Merz, 198-199). La renovación de la vida social que Jesús identifica con el Reino de Dios encuentra gran eco en el campesinado galileo, respondía a sus necesidades, pero no se identificaba simplemente con la vuelta a los equilibrios tradicionales. Por el contrario, Jesús es sumamente crítico con las élites urbanas, con los herodianos y con el nuevo tipo de civilización que están introduciendo en Galilea. Creo que así se explica que Jesús, que conocía bien las ciudades a través de su experiencia en Séforis, evitase visitar los núcleos urbanos durante su ministerio que, por otra parte, se realizaba por entornos no muy lejanos de ellos (hay que exceptuar la visita de Jesús a Jerusalén, que es evidentemente una ciudad del todo singular.
 
Durante su estancia en Galilea, Jesús no se confrontó de forma directa con los romanos, porque allí su presencia era prácticamente invisible.
 
- El gran conflicto de Jesús en Jerusalén fue con la aristocracia sacerdotal, y giraba, ante todo, en torno a su actitud crítica respecto al Templo. A esto se añadía que su eco popular le convertía en especialmente peligroso y consideraban necesario atajar su influencia. Juan transmite una información histórica fidedigna cuando pone en boca de los sumos sacerdotes las siguientes palabras: “¿Qué hacemos? Porqué este hombre realiza muchas señales. Si le dejamos que siga así, todos creerán en él; vendrán los romanos y destruirán nuestro Lugar Santo y nuestra nación”. En vista de lo cual deciden darle muerte y Jesús se escondió en Efraim, una pequeña localidad en el límite del desierto, entre Judea y Samaria (11,47-54).
 
Lo que se suele llamar “la purificación del Templo”, cuyo sentido exacto es difícil de precisar, fue visto como un reto decisivo e inaceptable por parte de los sumos sacerdotes. Fue la gota que desbordó el vaso y probablemente desencadenó los acontecimientos que llevaron a la muerte de Jesús. Para entenderlo hay que tener presente que el Templo tenía una función central ideológica, política y económicamente (atraía grandes sumas de dinero de todos los judíos; en torno a las peregrinaciones se movían muchos intereses y servicios; funcionaba como banco de depósitos). Esto nos lleva a la siguiente pregunta: ¿Quienes fueron los responsables de la muerte de Jesús? (Aguirre 1982).
 
Los evangelios presentan una comparecencia de Jesús ante el Sanedrín en pleno, que le acaba acusando de blasfemo y decide darle muerte, al parecer emitiendo una sentencia en tal sentido (Mc 14, 53-64 y par.). Es decir nos encontramos con un juicio de Jesús ante el Sanedrín.
 
En opinión de muchos especialistas, que comparto plenamente, esta escena es una construcción teológica de la comunidad que pone en boca de Jesús su propia confesión cristológica realizada a base de combinar Daniel 7,13 y el Salmo 110,1 (Mc 14,62). Hay muchos datos que demuestran que no hubo un juicio de Jesús ante las autoridades judías y que, por tanto, no fueron ellas quienes formalmente le condenaron. Sin embargo, debajo de esta escena hay una cierta base histórica: la decisión de la aristocracia sacerdotal de eliminar a Jesús, el recuerdo de una reunión conspiratoria para llevar adelante este propósito, posiblemente algún interrogatorio a Jesús; pero no una reunión oficial del Sanedrín en pleno.
 
- ¿Tuvo Jesús algún conflicto con los romanos? Durante su estancia galilea Jesús no tuvo una confrontación directa con los romanos, ¿pero que pasó una vez en Jerusalén? ¿intervino la autoridad romana en la crucifixión de Jesús?
 
Hay una importante tendencia exegética que considera que el Evangelio de Marcos tiene mucho de “apología pro-romanos”: es un texto escrito en Roma y que encubre o disimula la peligrosidad que los romanos descubrieron en la pretensión de Jesús y el conflicto consiguiente.
 
Como hemos visto la proclamación del Reino de Dios tenía necesariamente una resonancia de crítica política y de denuncia de la teología imperial que no podía dejar indiferente a los romanos. Es indudable también que la decisión de crucificar a Jesús fue tomada por el prefecto romano, como lo indica el uso de la cruz, que era un patíbulo romano.
 
Dados los usos imperiales, el prefecto de la remota Galilea podía con toda facilidad y sin reparo alguno enviar al suplicio a un pobre hombre molesto, que encima contaba con la enemiga de las autoridades de su pueblo.
 
Los textos de la comparecencia ante Pilato están muy reelaborados por razones teológicas y apologéticas. No se puede excluir que hubiese un juicio y una sentencia romana de muerte. Lo que se puede decir con mayor seguridad es que Jesús fue considerado peligroso por los romanos, que no se limitaron a confirmar una sentencia emitida según el código penal judío. Jesús había movilizado masas, había suscitado expectativas populares intensas, que los romanos interpretaban como mesiánicas -de hecho algunos judíos consideraron a Jesús un pretendiente mesiánico- y esto le convertía en un subversivo peligroso con el que había que acabar cuanto antes.
 
En cualquier caso la autoridad sacerdotal judía estaba controlada por los romanos, que se aseguraban su fidelidad y colaboración. De hecho el entente entre Caifás y Pilato fue especialmente bueno y prolongado. Está muy claro que ambos colaboraron estrechamente contra Jesús y su religión política, porque ambos poderes se vieron cuestionados por ella.
 
- Aquí se plantean una serie de cuestiones muy importantes, pero también sumamente discutibles e hipotéticas porque están relacionadas con la forma en que Jesús asumió el desenlace trágico de su vida (Schürmann). Recojo en una serie de puntos sintéticos lo que me parece que se puede decir con más seguridad a la luz de las investigaciones críticas actuales:
 
a) En un momento dado y viendo como iban las cosas Jesús tuvo que contar con la posibilidad de su muerte violenta. Es probable que, modificando su perspectiva primera, interpretase su muerte como un servicio para la llegada del Reino de Dios.
 
b) En el judaísmo parece que no existía la idea de un Mesías sufriente. Jesús no interpretó su muerte a la luz del Siervo sufriente de Isaías 53. Esto fue cosa de la Iglesia posterior.
 
c) Jesús celebró una cena de despedida con sus discípulos, en la que realizó un gesto simbólico con el pan y con el vino, con el que quería expresar el sentido de su vida y de su muerte, que presentía cercana (Aguirre 1997, 117-158).
 
d) Jesús en el momento de su muerte no se derrumbó. Además de su indudable experiencia religiosa personal, la teología judía ofrecía recursos para afrontar una muerte como la suya confiando en Dios.
 
e) La Parusía del Hijo del hombre o la Segunda Venida del Señor no se basa en palabras del Jesús histórico, sino que son la reinterpretación cristológica, realizada por la fe postpascual, de la esperanza en la venida del Reino de Dios (Aguirre 1997, 159-192).
 
10. ¿Quien es Jesús?
 
En esta visión sintética sobre el Jesús histórico, cuya brevedad y rapidez más se lamenta a medida que más avanza, y cuando llegamos casi al final se plantea una pregunta que aparece varias veces en los evangelios y que, en nuestro caso, cumple casi las funciones de recapitulación del recorrido realizado: ¿quién es Jesús? ¿Cómo situarle en el complejo y variado judaísmo de su tiempo?
 
Algunos historiadores han creído posible definir a Jesús de forma muy neta y clara: un rabí (Flusser), un sabio (Borg, Crossan, Mack), un mago (M. Smith), un profeta (E. P. Sanders), un mesías revolucionario (Brandon), un carismático galileo (Vermes 1977), un apocalíptico (Ehrman)... A mí no me parece sensato contraponer históricamente estas tipologías ni encerrar en una sola la figura tan compleja de Jesús.
 
Jesús tiene rasgos indudables de maestro, de sabio, de rabí. La gente y sus discípulos le llaman con frecuencia “maestro”. Su enseñanza tiene claros rasgos sapienciales: la referencia a las aves del cielo y a los lirios del campo (Lc, 12,22-31; Mt, 6,25-34), a la providencia del Padre (Lc 12,2-7; Mt 10, 26-31) o al Dios que hace salir el sol sobre buenos y malos (Mt 5, 45), el recurso a las parábolas, algunas de las cuales incluso tienen claros paralelos rabínicos.
 
Pero la predicación escatológica de Jesús, su anuncio de la llegada del Reino de Dios, le asemeja a los profetas. Varias veces la gente equipara a Jesús con un profeta (Mt 16,14; Mt 21,11). Antes he hablado del trasfondo profético de su predicación en torno al Reino. No hay que oponer la dimensión sapiencial y la profética que estaban en el judaísmo del tiempo mucho más cerca, eran mas compatibles, de lo que a veces se ha pensado (Marguerat).
 
Lo que no creo posible es comparar a Jesús con un apocalíptico. En efecto, no tiene una visión dualista del mundo, ni espera que el eón futuro se afirme tras la destrucción del mundo presente que estaría totalmente corrompido. El Reino de Dios ya está irrumpiendo, lo que supone una visión más positiva de lo existente, y su plenitud conlleva una transformación histórica, pero no una catástrofe cósmica y el fin del mundo.
 
Además, Jesús, a diferencia de la apocalíptica, no entra en especulaciones sobre el futuro ni en cálculos temporales.
 
Ahora bien, las tradiciones proféticas de Jesús experimentaron pronto, ya en el NT, un nuevo proceso de apocaliptización, en el seno de comunidades que sufrieron persecuciones y grandes dificultades. Como también las palabras del Jesús sabio experimentaran un desarrollo sapiencial como se ve en el evangelio de Juan, en el de Tomás, y en el Diálogo de la Verdad, hasta llegar al gnostiscismo. Ambos desarrollos, el apocalíptico y el gnóstico tienen su punto de partida en Jesús de Nazaret, pero son desarrollos que van más allá de lo que fue él históricamente.
 
¿El Jesús histórico se tuvo por Mesías? Mesías, que quiere decir ungido (en griego, Cristo), podía tener muchos sentidos. Hay una comprensión, que podríamos llamar “mesiánico-davídica”, que era la esperanza en un rey de Israel victorioso, que derrotaría a los paganos y restablecería la gloria del pueblo judío de una forma muy idealizada. Esta esperanza tenía un cierto arraigo popular en tiempo de Jesús y está presente en los Salmos de Salomón, que son del siglo I. Es claro que Jesús suscitó esperanzas mesiánicas de este estilo, pero el las rechazó tajantemente y las vio como tentación. Su enseñanza se aleja y hasta se opone a este mesianismo davídico. Pero queda el dato de que posteriormente se le designó como Mesías, pese a que el escandaloso fracaso histórico de la cruz se oponía frontalmente a la imagen judía del Mesías. Esto sólo es explicable por las expectativas mesiánicas que Jesús suscitó en vida. Naturalmente cuando después sus seguidores pospascuales confiesan a Jesús como Mesías están reinterpretando radicalmente este título a la luz de la vida, tan poco “mesiánica”, de Jesús.
 
De hecho lo que se suele llamar “el movimiento de Jesús” se diferencia notablemente de de los movimientos mesiánicos del tiempo y se asemeja, en cambio, a una serie de movimientos proféticos que también se dieron por entonces, que suscitaban grandes esperanzas populares y que, indefectiblemente, acababan mal por la intervención de las autoridades (Horsley-Hanson). Quizá a los ojos de la autoridad romana no resultaba fácil distinguir entre movimientos mesiánicos y proféticos, pero sus manifestaciones, inspiración ideológica y objetivos se diferencian notablemente para una mentalidad judía, como también para un historiador moderno. Y el dato es importante porque avala los rasgos proféticos de Jesús, como personalidad que está en el origen del mencionado movimiento.
 
Como hemos visto, Jesús fue un taumaturgo popular y un exorcista. Utilizando una categoría moderna diríamos que Jesús fue un líder carismático, es decir con una autoridad basada en sus peculiares cualidades personales (no está basado en la tradición, no es hereditaria, no depende de disposiciones legales y tampoco de acreditaciones académicas) y que encuentra reconocimiento y adhesión en un cierto sector social. Jesús basa su autoridad en su propia experiencia, considera que ha sido ungido por el Espíritu de Dios; probablemente a lo largo de los Evangelios se pueden detectar experiencias religiosas históricas muy especiales de Jesús, empezando por el bautismo, y que quizá podríamos interpretar con la categoría antes mencionada de Estados Alterados de Conciencia (aunque a una exegesis etnocéntrica y con una muy justificada prevención ante interpretaciones subjetivistas rayanas en el fundamentalismo, le cueste aceptar este planteamiento). Esta autoridad de Jesús es indudable y se refleja en su forma de hablar, de llamar en su seguimiento, de curar, en las exigencias que propone. Es un fenómeno que la gente percibe inmediatamente: “quedaron asombrados de su doctrina, porque les enseñaba con autoridad y no como los escribas” (Mc 1,21); “¿qué es ésto?, ¡una doctrina nueva expuesta con autoridad!” (Mc 1,27); “¿de dónde le viene esto?, ¿qué sabiduría es esta que le ha sido dada?” (Mc 6,2); “¿con qué autoridad haces ésto?” (Mc 11,28).
 
Ya entonces este hecho recibió interpretaciones distintas y contradictorias: unos decían que era un seductor, otros que el Mesías; unos decían que actuaba con el poder de Beelzebul, otros sospechaban que era el Hijo de David.
 
A Jesús se le puede considerar un iluso fracasado, un soñador peligroso, el iniciador de un camino ejemplar de vida, un hijo de Dios muy especial... Y el historiador no podrá quizá zanjar esta polémica, pero sí puede afirmar que la innegable autoridad personal y moral que mostraba hundía sus raíces en una honda y peculiar experiencia religiosa. La simple afirmación de la resurrección es incapaz de explicar el origen de la cristología.
 
En esta experiencia religiosa intentó penetrar J. Jeremias con su famosa teoría sobre el Abba de Jesús. Con esta referencia voy a terminar mi exposición. En pocas palabras, Jeremias sostenía que Jesús usó, tanto para designar como para invocar a Dios, la palabra aramea Abba, lo que consideraba un fenómeno único en el judaísmo del tiempo, y con esta palabra procedente de la relación paterno-filial expresaba la conciencia de una relación de inaudita confianza e intimidad con Dios, su padre. Añadía que Jesús siempre distinguía entre “mi Padre” y “vuestro Padre”, es decir, que reivindicaba para sí una filiación divina excepcional y superior diferente de la de los demás seres humanos.
 
Se ha discutido y examinado mucho esta teoría de Jeremias (Schlosser). No parece sostenible que el uso del Abba por Jesús sea un caso único y en Qumrán se han encontrado dos invocaciones a Dios con esta expresión. Tampoco creo que se puede demostrar que Jesús distinguiese entre su filiación divina y la de los demás. Esta diferenciación puede proceder de la comunidad cristiana posterior.
 
Lo que sí es cierto es que el Abba es muy característico de Jesús, que revela su experiencia religiosa, de lo que fue muy consciente la comunidad cristiana que incluso en la diáspora, donde no conocían el arameo, conservaban esta palabra en su idioma original (Rom 8,16; Gal 4,6).
 
A veces se ha interpretado de forma anacrónica el sentido del Abba. El padre, en aquella cultura patriarcal, tenía unas connotaciones diferentes a las que tiene en la cultura occidental de nuestros días (Guijarro 2000). Llamar a Dios Abba implicaba, ante todo, respeto, sumisión, imitación, obediencia y cumplimiento de su voluntad; en segundo lugar, implicaba confianza en su experiencia y en su patronazgo y disposición a ponerse en sus manos.
 
Es muy notable que Jesús, que tanto habla del Reino de Dios, probablemente nunca habla de Dios como rey (Vermes 1993; los lugares en que lo hace están en Mt y son secundarios: Theissen-Merz 310). En Jesús se da una curiosa combinación de religión política y de religión doméstica. El Reino de Dios es el Reino del Padre: se acentúa el carácter de bondad del Dios que se acerca y se abre el ámbito familiar -no el de la realeza ni el de la servidumbre- para metaforizar las relaciones entre quienes lo aceptan. Esta conciencia de la fraternidad, al principio vinculada a la aceptación del Reino de Dios, recibirá un impulso y una tonalidad nueva cuando, tras la muerte de Jesús, las comunidades de sus seguidores dejen de anunciar el Reino y proclamen al Señor Resucitado.
 
 
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Wrede. W.
 
1901 Das Messiasgeheimnis in den Evangelien, Göttingen. Bilbao, 3 de marzo, 2002.

 



EL CRISTO DE LA FE.

 
Hasta ahora hemos tomado en consideración la figura de Jesús y los hechos más importantes de su azaroso y fascinante acontecer histórico. Esto ha sido posible gracias al valor histórico de los documentos cristianos, a cuyo conocimiento crítico se han aplicado los conocimientos de la ciencia histórica. Esto ha servido para devolvernos al hombre Jesús (más que el mero interés de investigación científica),aquel a quien una fe rutinaria y formalista no lograba ya aferrar...
 
Pero un Jesús reconstruido históricamente no es aún todo el Jesús cristiano, el Cristo de la fe. La luz de la revelación divina, que manó de la resurrección y del don pentecostal del Espíritu, "abrió los ojos" a los discípulos, que lo habían conocido y tratado durante la vida terrena, y los introdujo en una "superconsciencia" de su misterio personal, a la que el puro conocimiento empírico no puede conducir (Mt 16,17).
 
El conocimiento cristiano del Cristo es, pues, necesariamente dependiente de la experiencia de la fe de la iglesia apostólica, expresada en los escritos inspirados del NT. Ella fue la testigo querida por Dios, tanto del Jesús terreno como del acontecimiento de la resurrección.
 
Cuando se afirma que la fe cristiana nace de la resurrección, con mucha frecuencia se sufre la tentación de extrinsecismo, como si la resurrección hubiera sido para la iglesia naciente un suceso fulgurante al que hubiera asistido desde fuera de una vez para siempre. No: la comunidad de los orígenes vio la resurrección de Cristo como un acontecimiento de salvación para sí y para el mundo entero, como el inicio gozoso de una vida renovada, como experiencia vital del Espíritu, como presencia interna del resucitado en la liturgia y en la vida diaria.
 
Con el correr del tiempo, la comunidad pascual dio a su extraordinaria e irrepetible experiencia de Cristo el fundamento de una reflexión teológica, y la prueba de esto son los escritos de Pablo y Juan. Pero su cristología no es una especulación sobre el vacío. Es, más bien, el fruto de su intenso vivir en comunión con Cristo. Esto es válido para todo hombre o comunidad que no pretendan pararse en las fórmulas, sino apuntar a un real encuentro con Cristo.
 
1. -  ¿Quién decís que soy yo?
 
La resurrección daba una respuesta decisiva y definitiva a la pregunta hecha por Jesús a los discípulos: "¿Quién decís que soy yo?". 
 
Pero, a la vez, volvía a proponer la pregunta y estimulaba a la comunidad cristiana a penetrar en el misterio de Jesús resucitado. Este nueva búsqueda, sin embargo, no procede ya a ciegas..., ahora avanza bajo la guía de la revelación divina contenida en el acontecimiento de la resurrección.
 
Y la reflexión cristológica del NT consistirá, sobre todo, en hacer explícito incluso verbalmente lo implícito constituido por toda la vida de Jesús. 
 
En este luminoso trabajo de formulación del misterio de Jesús nada se creó arbitrariamente: fueron utilizados los "títulos" (que la palabra divina del AT había ofrecido) y que habían servido para delinear la espera mesiánica. De ellos se servirá fundamentalmente la iglesia apostólica para formular la inaudita experiencia que había tenido del Cristo resucitado, añadiendo así la luz a la luz. Pasaremos revista brevemente a los más fundamentales. (Para el título "Hijo del hombre" ver cp. VI).
 
2. - El mesías
 
Que Jesús es el mesías es el primer conocimiento pascual. Para los hebreos éste era el nudo decisivo que había que desatar (desde su posible mesianidad se juzgó la vida y la muerte de Jesús), y la resurrección lo había desatado con una evidencia aplastante. Todo el NT resuena lleno de esta persuasión. (Recordar cp. VI).
 
Este reconocimiento impulsó en seguida a preguntarse por la cruz del mesías: ¿por qué el mesías había sido rechazado después de milenios de espera y había sido condenado como un maldito por Dios? (cf Gál 3, 13). La aceptación de la cruz del mesías debió constituir el problema más arduo del cristianismo de los orígenes, porque venía a causar una convulsión total de las perspectivas de la espera mesiánica y comportaba la renuncia al nacionalismo político y la aceptación de un salvador de género totalmente distinto. Sólo la fuerza del acontecimiento pascual pudo plegarlos a acoger la cruz como salvación.
 
La respuesta de la fe apostólica al problema de la cruz fue ésta: "Cristo ha muerto por nuestros pecados, según las escrituras", como se lee en la antiquísima profesión de fe de 1 Cor 15,3. Aquello que, según todas las apariencias, parecía ser sólo obra de la maldad humana, resultaba ser, por el contrario, la actuación final de Dios, la manifestación suprema de su amor salvador.
 
En Cristo crucificado estaba Dios mismo reconciliando consigo al mundo (2 Cor 5,18; Rom 5,5s). Será Pablo, sobre todo, quien haga de la cruz de Cristo el centro de su teología. Junto con la comunidad primitiva, recurrirá a tres temas interpretativos, que aplicará a la cruz para sacar a la luz su significado de salvación:
 
a) La muerte del mesías es vista como el acto con el que Dios  redime, rescata, libera a los hombres de la condición de esclavitud para hacer de ellos su propiedad (cf Rom 3,24-25; Ef 7,14; Col 1,14; etc).
 
b) La muerte es vista como el gran sacrificio expiatorio en cuya sangre Dios estipula la nueva y definitiva alianza con su pueblo. Es esta la interpretación más ampliamente difundida en todo el NT, ya presente en las palabras de la última cena, hecha argumento temático de la "Carta a los hebreos", que resuena en las liturgias celestes del Apocalipsis. Dándose a sí mismo por nosotros (Gál 1,4; 2,20), Cristo es a la vez cordero que quita los pecados del mundo y el sacerdote que ofrece a Dios y a los hombres su sangre como lugar en que se realiza la eterna alianza.
 
c) La muerte del mesías es vista, finalmente, como  reconciliación que derrumba el muro de división edificado por el pecador y destruye la enemistad que por ello se había desencadenado (Rom 5,8-11; 2 Cor 5,18-20; Col 1,19-22; Ef 2,14-18). La cruz de Cristo constituye para el mundo la palabra de la reconciliación y de la paz; y la predicación que la iglesia hace de ella es "el misterio de reconciliación" que se nos ha dado de parte de Dios.
 
3. - El Siervo de Dios
 
Con este nombre es llamado, en los famosos poemas del Deuteroisaías, aquel personaje elegido por Dios y consagrado por su Espíritu para llevar la palabra divina a su pueblo; rechazado y entregado a la muerte, ofrece silenciosa y heroicamente su vida en expiación de los pecados, tomando sobre sí los sufrimientos de todos; pero su pasión trae la salvación a la multitud humana; él sobrevive, glorificado por aquel que lo había enviado.
 
Esta figura ejerció un atractivo excepcional en el pensamiento cristiano de la era apostólica por la extremada semejanza con el caso de Jesús, y guió la reconstrucción de los evangelios, especialmente al describir el bautismo de Jesús, las tentaciones, el ministerio público, los anuncios de la pasión-resurrección, las palabras de la cena, los acontecimientos de la pasión, etc.
 
Pero, los evangelistas, aun moviéndose constantemente sobre el trasfondo del siervo, para intentar penetrar en el misterio de la persona de Jesús no hacen uso del término tal cual, sino que tienden a sustituirlo por otros (elegido, cordero de Dios, hijo de Dios). Si la figura del siervo en su totalidad era sumamente útil para comprender a Jesús, el título de "siervo" no se prestaba demasiado a la situación postpascual de la Iglesia, que había descubierto no un "siervo", sino al "Señor" y al "hijo de Dios". El título de "siervo" no tiene ya mucha razón de existir, especialmente fuera del ámbito palestinense.
 
4. - El Señor-Kyrios
 
Un hecho cristológico de enorme importancia es la atribución a Cristo resucitado del título de "señor-kyrios". Tal atribución se hizo muy pronto, ya antes de Pablo, y parece de origen litúrgico, proveniente de la aclamación "Maranathá" (¡Ven Señor! ¡El Señor viene!). Está ya presente, junto con "mesías", en la antiquísima afirmación de He 2,36.
 
Kyrios indica la soberanía regia que el resucitado ha recibido del Padre con la exaltación a su derecha, hecho copartícipe del señorío propio de Dios. Su realeza universal, velada aún en este momento, se colmará definitivamente en el futuro escatológico, cuando haya vencido a toda potencia adversa, incluida la muerte.
 
Su "señorío" aparece, pues, unido tanto a la resurrección como a la parusía final, que constituirá por excelencia "el día del Señor". Este señorío se realiza de forma más evidente sobre la iglesia, que pertenece a su "Señor" y es edificada cotidianamente por él en el Espíritu: "Vivamos o muramos, somos del Señor" (Rom 14,8).
 
En Pablo, la eucaristía está frecuentemente asociada al Kyrios: es la cena del Señor (1 Cor 11,20.23.27). Este lenguaje casi constante testimonia que la eucaristía era vivida como el momento solemne de la acción salvífica del Kyrios presente en su Iglesia.
 
El nombre "Señor" caracteriza la profesión de fe del cristiano (Rom 1,9).
 
La atribución del nombre "Kyrios" a Jesús resucitado reviste una gravedad particular. El término "kyrios" había servido, en la traducción griega del AT, para traducir el nombre propio de "Yahvé". "Kyrios" estaba, pues, cargado de la plenitud contenido en el nombre indecible/exclusivo que Dios se había dado. Ahora bien, exaltándolo a su derecha, Dios ha concedido a Jesús, su mismo nombre y, con él, la posición que le corresponde. Lo expresa con eficacia el himno prepaulino de Flp 2,10s.
 
La atribución del nombre Kyrios a Jesús tiene como efecto que todos los demás nombres y prerrogativas exclusivas de Dios (a excepción de "Padre") se deben extender también a Cristo.
 
Se puede uno preguntar si todo esto no hace resquebrajarse el monoteísmo. Pero es preciso reconocer que para el NT tal problema no existe. El señorío de Cristo (y su divinidad) no compromete en nada el monoteísmo, sino que lo viene a confirmar (1 Cor 8,5-6; cf Ef 4,4-6). 
 
El título de Señor se le reconoció a Jesús porque Dios le había dado todo poder salvífico en el cielo y en la tierra, es decir, su mismo Reino. Se trata, pues, de un título que en sí y por sí expresa lo que Dios hace: hace aquello que sólo Dios puede hacer (comunicar la vida divina, juzgar y salvar a los hombres, crear, etc.) Nótese que este título expresa el dinamismo divino de Cristo, y no directamente el ser divino. Una característica del lenguaje bíblico es el ser dinámico y no directamente ontológico. Incluso el ser mismo de Dios es descrito por la revelación bíblica no en sí mismo, sino en aquello que Dios ha hecho por Israel y por el mundo; y, más concretamente aún, en el dominio absoluto que Dios ejerce sobre los seres y los hombres. Pero es innegable que, designando a Jesús como Señor, la comunidad cristiana de los orígenes percibió de manera aún no tematizada, pero ya real, también su divinidad.
 
5. - El Hijo de Dios
 
"Hijo de Dios" es la fórmula concisa que expresa lo esencial y distintivo de la fe cristiana. Pero la fórmula no nació de repente con este imponente significado cristológico: lo adquirió gradualmente , a medida que crecía la experiencia de Cristo y el conocimiento de su misterio impulsado por la gracia del Espíritu.
 
En el mundo judaico era llamado "hijo de Dios" el rey e incluso el pueblo mismo: una persona y una comunidad que Dios en su benevolencia elegía y llamaba a una misión particular. Pero en Jesús de Nazaret este nombre comienza a trascender su significado normal, porque él considera a Dios como Padre suyo y a sí mismo como Hijo único, a quien todo ha sido dado; él vive en una atmósfera singularísima de intimidad con el Padre y tiene la pretensión de actuar en su lugar... Aunque se tuviese que admitir que Jesús no se designó nunca con el título de "hijo de Dios", es evidente que él se consideró tal y en toda su vida se comportó como Hijo único.
 
La comunidad de la pascua halló confirmada la inaudita pretensión de Jesús terreno, y cuando le reconozca el título de "hijo de Dios" condensará en él tanto el significado excepcional que le atribuía Jesús como también toda la claridad de revelación proveniente de la experiencia pascual. La atribución de este título a Jesús resucitado es muy antigua.
 
Rom 1,3-4. El sentido fundamental de este texto: aquel que era desde siempre su Hijo y que había nacido hebreo según la carne, ha sido hecho "hijo de Dios" en el momento de la glorificación, con la cual ha obtenido el poder de obrar para nuestra salvación. El era ya hijo de Dios incluso antes de su nacimiento davídico, pero la resurrección lo constituye tal por un nuevo título, haciéndole un Hijo "potente": la potencia del Kyrios, que es el Espíritu, está en sus manos. 
 
Marcos. Hijo de Dios tiene un lugar importante en el primer evangelio, el cual parece proponerse mostrar la filiación divina de Jesús, si bien en aquel modo oculto, casi secreto, que caracteriza a Marcos (1,1; 15,39; 1,11; 9,7). "Marcos comprende que se trata de la revelación más íntima y más secreta que concierne a la persona y a la obra de Jesús" (Cullmann). Esto explica la discreción usada por Jesús: su misterio es de tal envergadura que sólo quien cree y lo sigue lo puede comprender. 
 
Mateo. Nos encontramos con un hecho nuevo: el relato de la concepción virginal de Jesús en el evangelio de la infancia. Con ella, la Iglesia expresa su fe en que no sólo la misión, sino también el mismo ser de Jesús proviene de Dios: Jesús es el hijo de Dios desde el nacimiento, porque es él quien lo ha engendrado (no fue elegido o adoptado mesiánicamente sólo en el momento del bautismo o de la resurrección). (Ver también Mt. 11, 27; 3,17; 17,5; 28,19). 
 
Pablo. Usa "hijo de Dios" quince veces, bastante menos que los demás títulos cristológicos. Nunca usa la fórmula abreviada de "Hijo", sino que prefiere indicar siempre su pertenencia al Padre (Hijo suyo, Hijo del Padre). Señalemos tres lugares: Gál 4,4-5; Col 1,15-20; (Flp 2,6-11).
 
Carta a los Hebreos. La carta es testimonio de una cristología muy avanzada ya. Mientras los nombres de Cristo y de Señor se emplean como simples nombres personales, adquiere importancia, en cambio, el título de "Hijo" y de "hijo de Dios": el primer capítulo constituye la apoteosis en este sentido.
 
Juan. Su evangelio se escribió "para que creáis que Jesús es el Cristo, el 'Hijo de Dios', y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre (20,31). Lo que caracteriza su cristología es la unidad y la igualdad del Padre, y, por consiguiente, su verdadera divinidad. Jesús no es sólo el primogénito o el Hijo amado, sino el unigénito. Unidad de ser (10,30; 16,15; 14,10). Unidad de vida (5,26; 6,57). Unidad de gloria  (17,5.24).La gloria es para los judíos el signo máximo de la divinidad.  Unidad de conocimiento y de amor (10,15; 3,35; 14,21.31; 5,30). Unidad en el obrar (5,17.21; 5,22-23). Inclusión recíproca del Padre y del Hijo (14,7; 14,9; 15,23; 17,21). "Yo soy": Es la expresión sintácticamente extraña y, por ello, enigmática, que se encuentra en labios de Jesús en el evangelio de Juan (8,28; 8,24.58; 13,19). La expresión es insólita, porque el verbo ser no va seguido de ninguna determinación. Este uso absoluto del "Yo soy" hace pensar en lo que Yahvé decía de sí en el AT. (Is 43,10). Es la fórmula profética abreviada de la revelación divina. Lo que Juan entrevé en esta expresión es el ser divino de Cristo.
 
6. - El verbo-Logos
 
Es el título particularísimo que Juan atribuye a jesús en el prólogo de su evangelio. En el prólogo, el evangelista ha sintetizado toda su reflexión sobre el misterio de Cristo: Logos eterno, creador, Hijo unigénito, encarnado, salvador, luz verdadera, vida, revelador de Dios... una inmensa visión que comprende la historia entera partiendo de la eternidad. Ningún texto neotestamentario puede igualar a éste en la presentación de la plena divinidad de Cristo. Se traslada al día de la creación, cuando nada existía aún excepto Dios. Pero Dios no estaba solo: en aquella eternidad, alguien estaba con él, distinto de él, siendo Dios también, que compartía su eternidad. Después se hará carne; entonces se sabrá quién es él: (el Hijo unigénito de Dios, Jesús de Nazaret! Juan da un nombre a este alguien. el Logos de Dios. Lo consigue del mundo cultural circundante (filosofías y literaturas: entendían por él la idea creadora que está en la mente de Dios cuando crea el mundo). Pero Juan, en cuanto a su contenido, se remite a la teología sapiencial veterotestamentaria de la palabra de Dios. Y se difiere de la cultura profana (de donde toma la palabra) y de la teología sapiencial del AT (a donde remite su contenido) en esto: el Logos no es una idea arquetípica, ni una personificación de la palabra reveladora de Dios: el Logos es un hombre concreto de la historia, es Cristo, de quien el evangelista va a contar los hechos terrenos. No es una ideo o una fuerza impersonal que revela a Dios, sino un verdadero hombre, sino un verdadero hombre de la historia... Jesús, en calidad de Logos eterno de Dios, es la revelación personal de Dios sobre la tierra.
 
Recordemos solamente algunos elementos cristológicos del Logos. Es un ser personal, sujeto activo en la creación, que ilumina y es rechazado, que habita entre los hombres y les habla de Dios, que existe desde el principio... No es una palabra dirigida a alguien, sino que es él mismo la palabra que habla. Es Dios él mismo, "y el Logos era Dios". No "se hizo", sino que "era" desde siempre. Es el Logos encarnado: entendiendo la palabra "carne" en sentido semítico, que indica la totalidad del hombre.
 
Con esta grandiosa visión de divinidad y de eternidad, la revelación del NT del misterio de Cristo llega a su cima más alta. La eterna soledad de Dios parece haber estallado: junto a él y con él, está desde siempre su Logos, que es su Hijo. El misterio trinitario de Dios está desde ahora abierto a la fe cristiana.
 
7. - Hacia la plenitud del misterio
 
* La cristología arranca de Pascua, pero tiene su origen histórico en el Jesús terreno, en su comportamiento y en sus reivindicaciones de poderes divinos. Esta cristología implícita es la que hace de cimiento a la explícita de pascua.
 
* Con la resurrección, algunas atribuciones de Jesús son percibidas inmediatamente y con una claridad que no tendrá después desarrollos notables: mesianidad y señorío. 
 
* En cuanto a su dignidad de "hijo de Dios", se asiste a una toma de conciencia cada vez más profunda y progresiva, hasta la cima que se encuentra en Juan. Los títulos antiquísimos "Señor" e "Hijo del hombre", contenían implícitamente la afirmación de la divinidad de Jesús, pero en términos funcionales (ejerce los poderes de Dios). "Hijo de Dios" va desde el simple significado mesiánico (es el elegido enviado por Dios) hasta el de generación natural por Dios (es una sola cosa con el Padre y de él toma su origen).
 
* Nunca es la naturaleza divina en sí misma la que se hace objeto de la reflexión cristológica del NT, sino la naturaleza divina en cuanto se revela históricamente y actúa salvíficamente por los hombres. "El ser en sí" de Cristo y "su obrar por nosotros" se entrelazan y se compenetran. El interés especulativo por las naturalezas y la persona de Cristo está ausente del NT, vendrá más tarde (siglos IV-V).
 
* Desde la Resurrección, concebida como el momento en que Jesús es constituido hijo de Dios, se volverá (Mt y Lc) al nacimiento virginal de Jesús, que encuentra en Dios, directamente, el origen de su ser; y con Juan se llegará a colegir el nacimiento eterno del "Hijo-Logos" del Padre: aquí no se trata ya de un acontecimiento histórico del que hacer arrancar la filiación divina de Jesús (resurrección, nacimiento terreno), sino del existir eterno de Dios en el cual es engendrado el Hijo.
 
* ¿Ha llegado el NT a llamar a Cristo simplemente "Dios"? Hay algunos pasajes paulinos que parecerían hacerlo, pero su interpretación no es del todo segura (Rom 9,5; Tit 2,13). El Nt con el nombre "Dios" quiere indicar constantemente aquella persona divina que se llama Padre. En aquel contexto no era aún posible, sin contradecirse de algún modo, llamar a Cristo sin más "Dios".
 
* La consideración de la divinidad de Cristo camina siempre al lado de la fe monoteísta. También en Juan, en quien la divinidad del Hijo se percibe tan claramente, éste permanece siempre en dependencia respecto al Padre (5,19.30). El recibe del Padre no sólo lo que él posee, sino también todo lo que  él es, su misma existencia de Hijo, su divinidad.
 
 


 
 


4 comentarios:

  1. Es muy notable que Jesús, que tanto habla del Reino de Dios, probablemente nunca habla de Dios como rey (Vermes 1993; los lugares en que lo hace están en Mt y son secundarios: Theissen-Merz 310). En Jesús se da una curiosa combinación de religión política y de religión doméstica. El Reino de Dios es el Reino del Padre: se acentúa el carácter de bondad del Dios que se acerca y se abre el ámbito familiar -no el de la realeza ni el de la servidumbre- para metaforizar las relaciones entre quienes lo aceptan. Esta conciencia de la fraternidad, al principio vinculada a la aceptación del Reino de Dios, recibirá un impulso y una tonalidad nueva cuando, tras la muerte de Jesús, las comunidades de sus seguidores dejen de anunciar el Reino y proclamen al Señor Resucitado.

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  2. Como hemos visto, Jesús fue un taumaturgo popular y un exorcista. Utilizando una categoría moderna diríamos que Jesús fue un líder carismático, es decir con una autoridad basada en sus peculiares cualidades personales (no está basado en la tradición, no es hereditaria, no depende de disposiciones legales y tampoco de acreditaciones académicas) y que encuentra reconocimiento y adhesión en un cierto sector social. Jesús basa su autoridad en su propia experiencia, considera que ha sido ungido por el Espíritu de Dios; probablemente a lo largo de los Evangelios se pueden detectar experiencias religiosas históricas muy especiales de Jesús, empezando por el bautismo,

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  3. A Jesús se le puede considerar un iluso fracasado, un soñador peligroso, el iniciador de un camino ejemplar de vida, un hijo de Dios muy especial... Y el historiador no podrá quizá zanjar esta polémica, pero sí puede afirmar que la innegable autoridad personal y moral que mostraba hundía sus raíces en una honda y peculiar experiencia religiosa. La simple afirmación de la resurrección es incapaz de explicar el origen de la cristología.

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  4. El verbo-Logos

    Es el título particularísimo que Juan atribuye a jesús en el prólogo de su evangelio. En el prólogo, el evangelista ha sintetizado toda su reflexión sobre el misterio de Cristo: Logos eterno, creador, Hijo unigénito, encarnado, salvador, luz verdadera, vida, revelador de Dios... una inmensa visión que comprende la historia entera partiendo de la eternidad. Ningún texto neotestamentario puede igualar a éste en la presentación de la plena divinidad de Cristo. Se traslada al día de la creación, cuando nada existía aún excepto Dios. Pero Dios no estaba solo: en aquella eternidad, alguien estaba con él, distinto de él, siendo Dios también, que compartía su eternidad. Después se hará carne; entonces se sabrá quién es él: (el Hijo unigénito de Dios, Jesús de Nazaret! Juan da un nombre a este alguien. el Logos de Dios. Lo consigue del mundo cultural circundante (filosofías y literaturas: entendían por él la idea creadora que está en la mente de Dios cuando crea el mundo). Pero Juan, en cuanto a su contenido, se remite a la teología sapiencial veterotestamentaria de la palabra de Dios. Y se difiere de la cultura profana (de donde toma la palabra) y de la teología sapiencial del AT (a donde remite su contenido) en esto: el Logos no es una idea arquetípica, ni una personificación de la palabra reveladora de Dios: el Logos es un hombre concreto de la historia, es Cristo, de quien el evangelista va a contar los hechos terrenos. No es una ideo o una fuerza impersonal que revela a Dios, sino un verdadero hombre, sino un verdadero hombre de la historia... Jesús, en calidad de Logos eterno de Dios, es la revelación personal de Dios sobre la tierra.

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