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martes, 31 de diciembre de 2013

MADRE POR LA FE


 
 
 
 
 
 
Madre por la fe
 
 
El primer día del año la Iglesia celebra la solemnidad de María Santísima «Madre de Dios». Un título que expresa uno de los misterios y, para la razón, una de las paradojas más elevadas del cristianismo. Ha llenado de estupor la liturgia de la Iglesia, que exclama: «¡Lo que los cielos no pueden contener, se ha encerrado en tu seno, hecho hombre!».
 
Con motivo la Iglesia nos lleva a celebrar la fiesta de María Madre de Dios en la octava de Navidad. Fue en Navidad, de hecho, en el momento en que «dio a luz a su hijo primogénito» (Lucas 2,7), no antes, que María se convirtió verdadera y plenamente en Madre de Dios. Madre no es un título como los demás, que se añade desde fuera, sin incidir sobre el ser mismo de la persona. Se es madre pasando por una serie de experiencias que dejan esta huella para siempre y modifican no sólo la conformación del cuerpo de la mujer, sino también la conciencia que tiene de sí misma.
 
Al hablar de la maternidad divina de María, la Escritura pone constantemente de relieve dos elementos o momentos fundamentales que se corresponden, por lo demás, a los que la experiencia común humana considera esenciales para que se tenga una verdadera y plena maternidad. Son concebir y dar a luz. «He aquí que concebirás en tu seno y darás a luz un hijo» (Lc 1,31). Aquél que se «concibe» en ella procede del Espíritu Santo, y ella «dará a luz» un hijo (Mt 1,20 s). La profecía de Isaías, en la que todo ello se había preanunciado, se expresaba de igual forma: «Una virgen concebirá y dará a luz un hijo» (Is 7,14). He aquí por qué sólo en Navidad, cuando da a luz a Jesús, María se convierte, en sentido pleno, en Madre de Dios. El primer momento, concebir, es común tanto al padre como a la madre, mientras que el segundo, dar a luz, es exclusivo de la madre.
 
Madre de Dios es el más antiguo e importante título dogmático de la Virgen. Es el fundamento de toda su grandeza. Por eso María no es, en el cristianismo, sólo objeto de devoción, sino también de teología; o sea, entra en el discurso mismo sobre Dios, porque Dios está directamente implicado en la maternidad divina de María. Es también el título más ecuménico que existe, en cuanto que es compartido y acogido indistintamente, al menos en línea de principio, por todas las confesiones cristinas.
 
En el Nuevo Testamento no hallamos explícitamente el título «Madre de Dios» dado a María, pero encontramos afirmaciones que, en la atenta reflexión de la Iglesia, bajo la guía del Espíritu Santo, mostrarán, a continuación, que contienen ya, como in nuce, tal verdad. María es llamada corrientemente en los Evangelios: «madre de Jesús», «madre del Señor», o sencillamente «la madre» y «su madre». De estos datos partió la Iglesia en el Concilio ecuménico de Éfeso, en el año 431, para definir como verdad de fe la divina maternidad de María y el título de Theotokos, Madre de Dios. Tal proclamación determinó una explosión de veneración hacia la Madre de Dios que no decayó jamás, ni en Oriente ni en Occidente, y que se traduce en fiestas litúrgicas, iconos, himnos y en la construcción de innumerables iglesias dedicadas a Ella, como Santa María la Mayor en Roma.
 
La maternidad física o real de María, con la relación excepcional y única que crea entre Ella y Jesús, y entre Ella y toda la Trinidad, es y sigue siendo, desde el punto de vista objetivo, lo más grande y el privilegio inigualable, pero es tal porque encuentra una respuesta subjetiva en la fe humilde de María. «María -dice San Agustín-- concibió a Cristo por fe en su corazón antes de concebirlo físicamente en su cuerpo». No podemos imitar a María en concebir a Cristo en el cuerpo; sin embargo podemos y debemos imitarla en concebirlo en el corazón, o sea, en creer.


FELIZ AÑO NUEVO

 
 
 
 
Texto del Evangelio (Jn 1,1-18): En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios. Ella estaba en el principio con Dios. Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe. En ella estaba la vida y la vida era la luz de los hombres, y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron.
 
Hubo un hombre, enviado por Dios: se llamaba Juan. Éste vino para un testimonio, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por Él. No era él la luz, sino quien debía dar testimonio de la luz.
 
La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre; la cual no nació de sangre, ni de deseo de hombre, sino que nació de Dios. Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad.
 
Juan da testimonio de Él y clama: «Éste era del que yo dije: El que viene detrás de mí se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo». Pues de su plenitud hemos recibido todos, y gracia por gracia. Porque la Ley fue dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo. A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, Él lo ha contado.
 
Hoy es el último día del año. Frecuentemente, una mezcla de sentimientos —incluso contradictorios— susurran en nuestros corazones en esta fecha. Es como si una muestra de los diferentes momentos vividos, y de aquellos que hubiésemos querido vivir, se hiciesen presentes en nuestra memoria. El Evangelio de hoy nos puede ayudar a decantarlos para poder comenzar el nuevo año con empuje.
 
«La Palabra era Dios (...). Todo se hizo por ella» (Jn 1,1.3). A la hora de hacer el balance del año, hay que tener presente que cada día vivido es un don recibido. Por eso, sea cual sea el aprovechamiento realizado, hoy hemos de agradecer cada minuto del año.
 
Pero el don de la vida no es completo. Estamos necesitados. Por eso, el Evangelio de hoy nos aporta una palabra clave: “acoger”. «Y la Palabra se hizo carne» (Jn 1,14). ¡Acoger a Dios mismo! Dios, haciéndose hombre, se pone a nuestro alcance. “Acoger” significa abrirle nuestras puertas, dejar que entre en nuestras vidas, en nuestros proyectos, en aquellos actos que llenan nuestras jornadas. ¿Hasta qué punto hemos acogido a Dios y le hemos permitido entrar en nosotros?
 
«La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo» (Jn 1,9). Acoger a Jesús quiere decir dejarse cuestionar por Él. Dejar que sus criterios den luz tanto a nuestros pensamientos más íntimos como a nuestra actuación social y laboral. ¡Que nuestras actuaciones se avengan con las suyas!
 
«La vida era la luz» (Jn 1,4). Pero la fe es algo más que unos criterios. Es nuestra vida injertada en la Vida. No es sólo esfuerzo —que también—. Es, sobre todo, don y gracia. Vida recibida en el seno de la Iglesia, sobre todo mediante los sacramentos. ¿Qué lugar tienen en mi vida cristiana?
 
«A todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios» (Jn 1,12). ¡Todo un proyecto apasionante para el año que vamos a estrenar!


lunes, 30 de diciembre de 2013

ANA ALABA A DIOS POR EL NIÑO


 
 
Texto del Evangelio (Lc 2,36-40): Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, de edad avanzada; después de casarse había vivido siete años con su marido, y permaneció viuda hasta los ochenta y cuatro años; no se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día en ayunos y oraciones. Como se presentase en aquella misma hora, alababa a Dios y hablaba del Niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén.
 
Así que cumplieron todas las cosas según la Ley del Señor, volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El Niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre Él.
 
Alababa a Dios y hablaba del Niño a todos
 
Hoy, José y María acaban de celebrar el rito de la presentación del primogénito, Jesús, en el Templo de Jerusalén. María y José no se ahorran nada para cumplir con detalle todo lo que la Ley prescribe, porque cumplir aquello que Dios quiere es signo de fidelidad, de amor a Dios.
 
Desde que su hijo —e Hijo de Dios— ha nacido, José y María experimentan maravilla tras maravilla: los pastores, los magos de Oriente, ángeles... No solamente acontecimientos extraordinarios exteriores, sino también interiores, en el corazón de las personas que tienen algún contacto con este Niño.
 
Hoy aparece Ana, una señora mayor, viuda, que en un momento determinado tomó la decisión de dedicar toda su vida al Señor, con ayunos y oración. No nos equivocamos si decimos que esta mujer era una de las “vírgenes prudentes” de la parábola del Señor (cf. Mt 25,1-13): siempre velando fielmente en todo aquello que le parece que es la voluntad de Dios. Y está claro: cuando llega el momento, el Señor la encuentra a punto. Todo el tiempo que ha dedicado al Señor, aquel Niño se lo recompensa con creces. —¡Preguntadle, preguntadle a Ana si ha valido la pena tanta oración y tanto ayuno, tanta generosidad!
 
Dice el texto que «alababa a Dios y hablaba del Niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén» (Lc 2,38). La alegría se transforma en apostolado decidido: ella es el motivo y la raíz. El Señor es inmensamente generoso con los que son generosos con Él.
 
Jesús, Dios Encarnado, vive la vida de familia en Nazaret, como todas las familias: crecer, trabajar, aprender, rezar, jugar... ¡“Santa cotidianeidad”, bendita rutina donde crecen y se fortalecen casi sin darse cuenta la almas de los hombres de Dios! ¡Cuán importantes son las cosas pequeñas de cada día!


domingo, 29 de diciembre de 2013

JOSE SALVA AL NIÑO Y A SU MADRE

 
 
 
 
Texto del Evangelio (Mt 2,13-15.19-23): Después que se fueron los Magos, el Angel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: «Levántate, toma contigo al niño y a su madre y huye a Egipto; y estate allí hasta que yo te diga. Porque Herodes va a buscar al niño para matarle». Él se levantó, tomó de noche al niño y a su madre, y se retiró a Egipto; y estuvo allí hasta la muerte de Herodes; para que se cumpliera el oráculo del Señor por medio del profeta: De Egipto llamé a mi hijo.
 
Muerto Herodes, el Angel del Señor se apareció en sueños a José en Egipto y le dijo: «Levántate, toma contigo al niño y a su madre, y ponte en camino de la tierra de Israel; pues ya han muerto los que buscaban la vida del niño». El se levantó, tomó consigo al niño y a su madre, y entró en tierra de Israel. Pero al enterarse de que Arquelao reinaba en Judea en lugar de su padre Herodes, tuvo miedo de ir allí; y avisado en sueños, se retiró a la región de Galilea, y fue a vivir en una ciudad llamada Nazaret; para que se cumpliese el oráculo de los profetas: «Será llamado Nazareno».
 
Levántate, toma contigo al niño y a su madre, y ponte en camino de la tierra de Israel
 
Hoy contemplamos el misterio de la Sagrada Familia. El Hijo de Dios inicia su andadura entre los hombres en el seno de una familia. Es el designio del Padre. La familia será siempre el hábitat humano insustituible. Jesús tiene un padre legal que le “lleva” y una Madre que no se separa de Él. Dios se sirvió en todo momento de san José, hombre justo, esposo fiel y padre responsable para defender a la Familia de Nazaret: «El Ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: ‘Levántate, toma contigo al niño y a su madre y huye a Egipto’» (Mt 2,13).
 
Hoy, más que nunca, la Iglesia está llamada a proclamar la buena noticia del Evangelio de la Familia y la vida. Hoy más que nunca, una cultura profundamente inhumana intenta imponer un anti-evangelio de confusión y de muerte. Juan Pablo II nos lo recordaba en su exhortación Ecclesia in Europa: «La Iglesia ha de proponer con fidelidad la verdad sobre el matrimonio y la familia. Es una necesidad que siente de manera apremiante, porque sabe que dicha tarea le compete por la misión evangelizadora que su Esposo y Señor le ha confiado y que hoy se plantea con especial urgencia. El valor de la indisolubilidad matrimonial se tergiversa cada vez más; se reclaman formas de reconocimiento legal de las convivencias de hecho, equiparándolas al matrimonio legítimo...».
 
«Herodes va a buscar al niño para matarle» (Mt 2,13). Herodes ataca de nuevo, pero no temamos, porque la ayuda de Dios no nos faltará. ¡Vayamos a Nazareth! Redescubramos la verdad de la familia y de la vida. Vivámosla gozosamente y anunciémosla a nuestros hermanos sedientos de luz y esperanza. El Papa nos convoca a ello: «Es preciso reafirmar dichas instituciones [el matrimonio y la familia] como provenientes de la voluntad de Dios. Además es necesario servir al Evangelio de la vida».
 
De nuevo, «el Angel del Señor se apareció en sueños a José en Egipto y le dijo: ‘Levántate, toma contigo al niño y a su madre, y ponte en camino de la tierra de Israel’» (Mt 2,19-20). ¡El retorno de Egipto es inminente!


sábado, 28 de diciembre de 2013

SANTOS INOCENTES MARTIRES


 
 
Texto del Evangelio (Mt 2,13-18): Después que los magos se retiraron, el Ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: «Levántate, toma contigo al Niño y a su madre y huye a Egipto; y estate allí hasta que yo te diga. Porque Herodes va a buscar al Niño para matarle». Él se levantó, tomó de noche al Niño y a su madre, y se retiró a Egipto; y estuvo allí hasta la muerte de Herodes; para que se cumpliera el oráculo del Señor por medio del profeta: «De Egipto llamé a mi hijo».
 
Entonces Herodes, al ver que había sido burlado por los magos, se enfureció terriblemente y envió a matar a todos los niños de Belén y de toda su comarca, de dos años para abajo, según el tiempo que había precisado por los magos. Entonces se cumplió el oráculo del profeta Jeremías: «Un clamor se ha oído en Ramá, mucho llanto y lamento: es Raquel que llora a sus hijos, y no quiere consolarse, porque ya no existen».
 
Se levantó, tomó de noche al Niño y a su madre, y se retiró a Egipto
 
Hoy celebramos la fiesta de los Santos Inocentes, mártires. Metidos en las celebraciones de Navidad, no podemos ignorar el mensaje que la liturgia nos quiere transmitir para definir, todavía más, la Buena Nueva del nacimiento de Jesús, con dos acentos bien claros. En primer lugar, la predisposición de san José en el designio salvador de Dios, aceptando su voluntad. Y, a la vez, el mal, la injusticia que frecuentemente encontramos en nuestra vida, concretado en este caso en la muerte martirial de los niños Inocentes. Todo ello nos pide una actitud y una respuesta personal y social.
 
San José nos ofrece un testimonio bien claro de respuesta decidida ante la llamada de Dios. En él nos sentimos identificados cuando hemos de tomar decisiones en los momentos difíciles de nuestra vida y desde nuestra fe: «Se levantó, tomó de noche al Niño y a su madre, y se retiró a Egipto» (Mt 2,14).
 
Nuestra fe en Dios implica a nuestra vida. Hace que nos levantemos, es decir, nos hace estar atentos a las cosas que pasan a nuestro alrededor, porque —frecuentemente— es el lugar donde Dios habla. Nos hace tomar al Niño con su madre, es decir, Dios se nos hace cercano, compañero de camino, reforzando nuestra fe, esperanza y caridad. Y nos hace salir de noche hacia Egipto, es decir, nos invita a no tener miedo ante nuestra propia vida, que con frecuencia se llena de noches difíciles de iluminar.
 
Estos niños mártires, hoy, también tienen nombres concretos en niños, jóvenes, parejas, personas mayores, inmigrantes, enfermos... que piden la respuesta de nuestra caridad. Así nos lo dice Juan Pablo II: «En efecto, son muchas en nuestro tiempo las necesidades que interpelan a la sensibilidad cristiana. Es la hora de una nueva imaginación de la caridad, que se despliegue no sólo en la eficacia de las ayudas prestadas, sino también en la capacidad de hacernos cercanos y solidarios con el que sufre».
 
Que la luz nueva, clara y fuerte de Dios hecho Niño llene nuestras vidas y consolide nuestra fe, nuestra esperanza y nuestra caridad.


viernes, 27 de diciembre de 2013

VIO Y CREYO

 
 
 
Texto del Evangelio (Jn 20,2-8): El primer día de la semana, María Magdalena fue corriendo a Simón Pedro y a donde estaba el otro discípulo a quien Jesús quería y les dice: «Se han llevado del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde le han puesto». Salieron Pedro y el otro discípulo, y se encaminaron al sepulcro. Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió por delante más rápido que Pedro, y llegó primero al sepulcro. Se inclinó y vio las vendas en el suelo; pero no entró. Llega también Simón Pedro siguiéndole, entra en el sepulcro y ve las vendas en el suelo, y el sudario que cubrió su cabeza, no junto a las vendas, sino plegado en un lugar aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado el primero al sepulcro; vio y creyó.
 
Vio y creyó
 
Hoy, la liturgia celebra la fiesta de san Juan, apóstol y evangelista. Al siguiente día de Navidad, la Iglesia celebra la fiesta del primer mártir de la fe cristiana, san Esteban. Y el día después, la fiesta de san Juan, aquel que mejor y más profundamente penetra en el misterio del Verbo encarnado, el primer “teólogo” y modelo de todo verdadero teólogo. El pasaje de su Evangelio que hoy se propone nos ayuda a contemplar la Navidad desde la perspectiva de la Resurrección del Señor. En efecto, Juan, llegado al sepulcro vacío, «vio y creyó» (Jn 20,8). Confiados en el testimonio de los Apóstoles, nosotros nos vemos movidos en cada Navidad a “ver” y “creer”.
 
Uno puede revivir estos mismos “ver” y “creer” a propósito del nacimiento de Jesús, el Verbo encarnado. Juan, movido por la intuición de su corazón —y, deberíamos añadir, por la “gracia”— “ve” más allá de lo que sus ojos en aquel momento pueden llegar a contemplar. En realidad, si él cree, lo hace sin “haber visto” todavía a Cristo, con lo cual ya hay ahí implícita la alabanza para aquellos que «creerán sin haber visto» (Jn 20,29), con la que culmina el vigésimo capítulo de su Evangelio.
 
Pedro y Juan “corren” juntos hacia el sepulcro, pero el texto nos dice que Juan «corrió más aprisa que Pedro, y llegó antes al sepulcro» (Jn 20,4). Parece como si a Juan le mueve más el deseo de estar de nuevo al lado de Aquel a quien amaba —Cristo— que no simplemente estar físicamente al lado de Pedro, ante el cual, sin embargo —con el gesto de esperarlo y de que sea él quien entre primero en el sepulcro— muestra que es Pedro quien tiene la primacía en el Colegio Apostólico. Con todo, el corazón ardiente, lleno de celo, rebosante de amor de Juan, es lo que le lleva a “correr” y a “avanzarse”, en una clara invitación a que nosotros vivamos igualmente nuestra fe con este deseo tan ardiente de encontrar al Resucitado.


jueves, 26 de diciembre de 2013

LOS VAN A ENTREGAR A LOS TRIBUNALES

 
 




Texto del Evangelio (Mt 10,17-22): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus Apóstoles: «Guardaos de los hombres, porque os entregarán a los tribunales y os azotarán en sus sinagogas; y por mi causa seréis llevados ante gobernadores y reyes, para que deis testimonio ante ellos y ante los gentiles. Mas cuando os entreguen, no os preocupéis de cómo o qué vais a hablar. Lo que tengáis que hablar se os comunicará en aquel momento. Porque no seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que hablará en vosotros. Entregará a la muerte hermano a hermano y padre a hijo; se levantarán hijos contra padres y los matarán. Y seréis odiados de todos por causa de mi nombre; pero el que persevere hasta el fin, ése se salvará».

 

Os entregarán a los tribunales y os azotarán

 

Hoy, la Iglesia celebra la fiesta de su primer mártir, el diácono san Esteban. El Evangelio, a veces, parece desconcertante. Ayer nos transmitía sentimientos de gozo y de alegría por el nacimiento del Niño Jesús: «Los pastores regresaron glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto» (Lc 2,20). Hoy parece como si nos quisiera poner sobre aviso ante los peligros: «Guardaos de los hombres, porque os entregarán a los tribunales y os azotarán» (Mt 10,17). Es que aquellos que quieran ser testimonios, como los pastores en la alegría del nacimiento, han de ser también valientes como Esteban en el momento de proclamar la Muerte y Resurrección de aquel Niño que tenía en Él la Vida.

 

El mismo Espíritu que cubrió con su sombra a María, la Madre virgen, para que fuera posible la realización del plan de Dios de salvar a los hombres; el mismo Espíritu que se posó sobre los Apóstoles para que salieran de su escondrijo y difundieran la Buena Nueva —el Evangelio— por todo el mundo, es el que da fuerzas a aquel chico que discutía con los de la sinagoga y ante el que «no podían resistir a la sabiduría y al Espíritu con que hablaba» (Hch 6,10).

 

Era un mártir en vida. Mártir significa “testimonio”. Y fue también mártir por su muerte. En vida hizo caso de las palabras del Maestro: «No os preocupéis de cómo o qué vais a hablar. Lo que tengáis que hablar se os comunicará en aquel momento» (Mt 10,19). Esteban, «mirando al cielo, vio la gloria de Dios y a Jesús de pie a la derecha de Dios» (Hch 7,55). Esteban lo vio y lo dijo. Si el cristiano hoy es un testigo de Jesucristo, lo que ha visto con los ojos de la fe lo ha de decir sin miedo con las palabras más comprensibles, es decir, con los hechos, con las obras.

miércoles, 25 de diciembre de 2013

Y LA PALABRA SE HA HECHO CARNE


 
 
Texto del Evangelio (Lc 2,1-14): Sucedió que por aquellos días salió un edicto de César Augusto ordenando que se empadronase todo el mundo. Este primer empadronamiento tuvo lugar siendo gobernador de Siria Quirino. Iban todos a empadronarse, cada uno a su ciudad. Subió también José desde Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de David, que se llama Belén, por ser él de la casa y familia de David, para empadronarse con María, su esposa, que estaba encinta. Y sucedió que, mientras ellos estaban allí, se le cumplieron los días del alumbramiento, y dio a luz a su hijo primogénito, le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en el alojamiento.
 
Había en la misma comarca unos pastores, que dormían al raso y vigilaban por turno durante la noche su rebaño. Se les presentó el Ángel del Señor, y la gloria del Señor los envolvió en su luz; y se llenaron de temor. El Ángel les dijo: «No temáis, pues os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor; y esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre». Y de pronto se juntó con el Ángel una multitud del ejército celestial, que alababa a Dios, diciendo: «Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres en quienes Él se complace».
 
La Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros (Jn 1,14)
 
Hoy, con la sencillez de niños, consideramos el gran misterio de nuestra fe. El nacimiento de Jesús señala la llegada de la "plenitud de los tiempos". Desde el pecado de nuestros primeros padres, el linaje humano se había apartado del Creador. Pero Dios, compadecido de nuestra triste situación, envió a su Hijo eterno, nacido de la Virgen María, para rescatarnos de la esclavitud del pecado.
 
El apóstol Juan lo explica usando expresiones de gran profundidad teológica: «En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios» (Jn 1,1). Juan llama "Palabra" al Hijo de Dios, la segunda persona de la Santísima Trinidad. Y añade: «Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros» (Jn 1,14).
 
Esto es lo que celebramos hoy, por eso hacemos fiesta. Maravillados, contemplamos a Jesús acabado de nacer. Es un recién nacido… y, a la vez, Dios omnipotente; sin dejar de ser Dios, ahora es también uno de nosotros.
 
Ha venido a la tierra para devolvernos la condición de hijos de Dios. Pero es necesario que cada uno acoja en su interior la salvación que Él nos ofrece. Tal como explica san Juan, «a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios» (Jn 1,12). ¡Hijos de Dios! Quedamos admirados ante este misterio inefable: «El Hijo de Dios se ha hecho hijo del hombre para hacer a los hombres hijos de Dios» (San Juan Crisóstomo).
 
Acojamos a Jesús, busquémosle: solamente en Él encontraremos la salvación, la verdadera solución para nuestros problemas; sólo Él da el sentido último de la vida y de las contrariedades y del dolor. Por esto, hoy os propongo: leamos el Evangelio, meditémoslo; procuremos vivir verdaderamente de acuerdo con la enseñanza de Jesús, el Hijo de Dios que ha venido a nosotros. Y entonces veremos cómo será verdad que, entre todos, haremos un mundo mejor.


martes, 24 de diciembre de 2013

SOMOS EL OBJETO DE LA BUENA VOLUNTAD DE DIOS

 
 
 
 
 
Gloria a Dios y paz a los hombres
 
Una antigua costumbre prevé para la fiesta de Navidad tres misas, llamadas respectivamente «de medianoche», «de la aurora» y «del día». En cada una, a través de las lecturas que varían, se presenta un aspecto distinto del misterio de forma que se tenga de él una visión por así decirlo tridimensional. El evangelio de la Misa de medianoche se concentra en el evento, en el hecho histórico. Se describe con una desconcertante sencillez, sin ostentación alguna. Tres o cuatro líneas de palabras humildes y corrientes para describir el acontecimiento, en absoluto, más importante en la historia del mundo: la llegada de Dios a la tierra.
 
 La tarea de mostrar el significado y el alcance de este acontecimiento lo confía, el evangelista, al canto que los ángeles entonan después de haber dado el anuncio a los pastores: «Gloria a Dios en lo alto del cielo y paz en la tierra a los hombres que ama el Señor». En el pasado esta última expresión se traducía de manera distinta: «Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad». Con este significado la expresión entró en el canto del «Gloria» y se hizo habitual en el lenguaje cristiano. Tras el Concilio Vaticano II se suele indicar con ella a todos los hombres honestos, que buscan la verdad y el bien común, sean o no creyentes.
 
 Pero se trata de una interpretación inexacta y por ello actualmente en desuso. En el texto bíblico original se trata de los hombres a los que ama Dios, que son objeto de la buena voluntad divina, no que ellos tengan buena voluntad. De este modo, el anuncio resulta todavía más consolador. Si la paz se otorgara a los hombres por su buena voluntad, entonces se limitaría a pocos, a los que la merecen; pero como se otorga por la buena voluntad de Dios, por gracia, se ofrece a todos. La Navidad no apela a la buena voluntad de los hombres, sino que es anuncio luminoso de la buena voluntad de Dios hacia los hombres.
 
 La palabra clave para entender el sentido de la proclamación angélica es por lo tanto la última, la que habla del «querer», del «amor» de Dios hacia los hombres, como fuente y origen de todo lo que Dios ha comenzado a realizar en Navidad. Nos ha predestinado a ser sus hijos adoptivos «según el beneplácito de su voluntad», escribe el Apóstol; nos ha dado a conocer el misterio de su querer, según cuanto había establecido «en su benevolencia» (Ef 1,5.9). Navidad es la suprema epifanía de aquello que la Escritura llama la filantropía de Dios, o sea, su amor por los hombres: «Se ha manifestado la bondad de Dios y su amor por los hombres» (Tito 3, 4).
 
 Sólo después de haber contemplado la «buena voluntad» de Dios hacia nosotros podemos ocuparnos también de la «buena voluntad» de los hombres: de nuestra respuesta al misterio de la Navidad. Esta buena voluntad se debe expresar mediante la imitación de la acción de Dios. Imitar el misterio que celebramos significa abandonar todo pensamiento de hacer justicia solos, todo recuerdo de ofensas recibidas, suprimir del corazón todo resentimiento aún justo, y ello respecto a todos. No admitir voluntariamente ningún pensamiento hostil contra nadie; ni contra los cercanos ni contra los lejanos, ni contra los débiles ni contra los fuertes, ni contra los pequeños ni contra los grandes de la tierra, ni contra criatura alguna que existe en el mundo. Y esto para honrar la Navidad del Señor, porque Dios no ha guardado rencor, no ha mirado la ofensa recibida, no ha esperado a que otro diera el primer paso hacia Él. Si esto no es posible siempre, durante todo el año, por lo menos hagámoslo en tiempo de Navidad. Así ésta será de verdad la fiesta de la bondad.


UNA GRAN LUZ HA APARECIDO


 
 
Texto del Evangelio (Lc 1,67-79): En aquel tiempo, Zacarías, el padre de Juan, quedó lleno de Espíritu Santo, y profetizó diciendo: «Bendito el Señor Dios de Israel porque ha visitado y redimido a su pueblo y nos ha suscitado una fuerza salvadora en la casa de David, su siervo, como había prometido desde tiempos antiguos, por boca de sus santos profetas, que nos salvaría de nuestros enemigos y de las manos de todos los que nos odiaban haciendo misericordia a nuestros padres y recordando su santa alianza y el juramento que juró a Abraham nuestro padre, de concedernos que, libres de manos enemigas, podamos servirle sin temor en santidad y justicia delante de Él todos nuestros días. Y tú, niño, serás llamado profeta del Altísimo, pues irás delante del Señor para preparar sus caminos y dar a su pueblo conocimiento de salvación por el perdón de sus pecados, por las entrañas de misericordia de nuestro Dios, que harán que nos visite una Luz de la altura, a fin de iluminar a los que habitan en tinieblas y sombras de muerte y guiar nuestros pasos por el camino de la paz».
 
 
Harán que nos visite una Luz de la altura, a fin de iluminar a los que habitan en tinieblas
 
Hoy, el Evangelio recoge el canto de alabanza de Zacarías después del nacimiento de su hijo. En su primera parte, el padre de Juan da gracias a Dios, y en la segunda sus ojos miran hacia el futuro. Todo él rezuma alegría y esperanza al reconocer la acción salvadora de Dios con Israel, que culmina en la venida del mismo Dios encarnado, preparada por el hijo de Zacarías.
 
Ya sabemos que Zacarías había sido castigado por Dios a causa de su incredulidad. Pero ahora, cuando la acción divina es del todo manifiesta en su propia carne —pues recupera el habla— exclama aquello que hasta entonces no podía decir si no era con el corazón; y bien cierto que lo decía: «Bendito el Señor Dios de Israel...» (Lc 1,68). ¡Cuántas veces vemos oscuras las cosas, negativas, de manera pesimista! Si tuviésemos la visión sobrenatural de los hechos que muestra Zacarías en el Canto del Benedictus, viviríamos con alegría y esperanza de una manera estable.
 
«El Señor ya está cerca; el Señor ya está aquí». El padre del precursor es consciente de que la venida del Mesías es, sobre todo, luz. Una luz que ilumina a los que viven en la oscuridad, bajo las sombras de la muerte, es decir, ¡a nosotros! ¡Ojalá que nos demos cuenta con plena conciencia de que el Niño Jesús viene a iluminar nuestras vidas, viene a guiarnos, a señalarnos por dónde hemos de andar...! ¡Ojalá que nos dejáramos guiar por sus ilusiones, por aquellas esperanzas que pone en nosotros!
 
Jesús es el “Señor” (cf. Lc 1,68.76), pero también es el “Salvador” (cf. Lc 1,69). Estas dos confesiones (atribuciones) que Zacarías hace a Dios, tan cercanas a la noche de la Navidad, siempre me han sorprendido, porque son precisamente las mismas que el Ángel del Señor asignará a Jesús en su anuncio a los pastores y que podremos escuchar con emoción esta misma noche en la Misa de Nochebuena. ¡Y es que quien nace es Dios!


lunes, 23 de diciembre de 2013

LA MANO DEL SEÑOR ESTA CON EL


 

Texto del Evangelio (Lc 1,57-66): Se le cumplió a Isabel el tiempo de dar a luz, y tuvo un hijo. Oyeron sus vecinos y parientes que el Señor le había hecho gran misericordia, y se congratulaban con ella. Y sucedió que al octavo día fueron a circuncidar al niño, y querían ponerle el nombre de su padre, Zacarías, pero su madre, tomando la palabra, dijo: «No; se ha de llamar Juan». Le decían: «No hay nadie en tu parentela que tenga ese nombre». Y preguntaban por señas a su padre cómo quería que se le llamase. Él pidió una tablilla y escribió: «Juan es su nombre». Y todos quedaron admirados. Y al punto se abrió su boca y su lengua, y hablaba bendiciendo a Dios. Invadió el temor a todos sus vecinos, y en toda la montaña de Judea se comentaban todas estas cosas; todos los que las oían las grababan en su corazón, diciendo: «Pues, ¿qué será este niño?». Porque, en efecto, la mano del Señor estaba con él.

 

¿Qué será este niño?’. Porque, en efecto, la mano del Señor estaba con él

 

Hoy, en la primera lectura leemos: «Esto dice el Señor: ‘Yo envío mi mensajero para que prepare el camino delante de Mí’» (Mal 3,1). La profecía de Malaquías se cumple en Juan Bautista. Es uno de los personajes principales de la liturgia de Adviento, que nos invita a prepararnos con oración y penitencia para la venida del Señor. Tal como reza la oración colecta de la misa de hoy: «Concede a tus siervos, que reconocemos la proximidad del Nacimiento de tu Hijo, experimentar la misericordia del Verbo que se dignó tomar carne de la Virgen María y habitar entre nosotros».

 

El nacimiento del Precursor nos habla de la proximidad de la Navidad. ¡El Señor está cerca!; ¡preparémonos! Preguntado por los sacerdotes venidos desde Jerusalén acerca de quién era, él respondió: «Yo soy la voz del que clama en el desierto: ‘Enderezad el camino del Señor’» (Jn 1,23).

 

«Mira que estoy a la puerta y llamo: si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (Ap 3,20), se lee en la antífona de comunión. Hemos de hacer examen para ver cómo nos estamos preparando para recibir a Jesús el día de Navidad: Dios quiere nacer principalmente en nuestros corazones.

 

La vida del Precursor nos enseña las virtudes que necesitamos para recibir con provecho a Jesús; fundamentalmente, la humildad de corazón. Él se reconoce instrumento de Dios para cumplir su vocación, su misión. Como dice san Ambrosio: «No te gloríes de ser llamado hijo de Dios —reconozcamos la gracia sin olvidar nuestra naturaleza—; no te envanezcas si has servido bien, porque has cumplido aquello que tenías que hacer. El sol hace su trabajo, la luna obedece; los ángeles cumplen su misión. El instrumento escogido por el Señor para los gentiles dice: ‘Yo no merezco el nombre de Apóstol, porque he perseguido a la Iglesia de Dios’ (1Cor 15,9)».

 

Busquemos sólo la gloria de Dios. La virtud de la humildad nos dispondrá a prepararnos debidamente para las fiestas que se acercan.

domingo, 22 de diciembre de 2013

HIZO COMO EL ANGEL LE INDICO

 
 



Texto del Evangelio (Mt 1,18-24): La generación de Jesucristo fue de esta manera: Su madre, María, estaba desposada con José y, antes de empezar a estar juntos ellos, se encontró encinta por obra del Espíritu Santo. Su marido José, como era justo y no quería ponerla en evidencia, resolvió repudiarla en secreto.

 

Así lo tenía planeado, cuando el Ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: «José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de sus pecados». Todo esto sucedió para que se cumpliese el oráculo del Señor por medio del profeta: «Ved que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrán por nombre Emmanuel, que traducido significa: ‘Dios con nosotros’». Despertado José del sueño, hizo como el Ángel del Señor le había mandado, y tomó consigo a su mujer.

 

Despertado José del sueño, hizo como el Ángel del Señor le había mandado

 

Hoy, la liturgia de la Palabra nos invita a considerar y admirar la figura de san José, un hombre verdaderamente bueno. De María, la Madre de Dios, se ha dicho que era bendita entre todas las mujeres (cf. Lc 1,42). De José se ha escrito que era justo (cf. Mt 1,19).

 

Todos debemos a Dios Padre Creador nuestra identidad individual como personas hechas a su imagen y semejanza, con libertad real y radical. Y con la respuesta a esta libertad podemos dar gloria a Dios, como se merece o, también, hacer de nosotros algo no grato a los ojos de Dios.

 

No dudemos de que José, con su trabajo, con su compromiso en su entorno familiar y social se ganó el “Corazón” del Creador, considerándolo como hombre de confianza en la colaboración en la Redención humana por medio de su Hijo hecho hombre como nosotros.

 

Aprendamos, pues, de san José su fidelidad —probada ya desde el inicio— y su buen cumplimiento durante el resto de su vida, unida —estrechamente— a Jesús y a María.

 

Lo hacemos patrón e intercesor para todos los padres, biológicos o no, que en este mundo han de ayudar a sus hijos a dar una respuesta semejante a la de él. Lo hacemos patrón de la Iglesia, como entidad ligada, estrechamente, a su Hijo, y continuamos oyendo las palabras de María cuando encuentra al Niño Jesús que se había “perdido” en el Templo: «Tu padre y yo...» (Lc 2,48).

 

Con María, por tanto, Madre nuestra, encontramos a José como padre. Santa Teresa de Jesús dejó escrito: «Tomé por abogado y señor al glorioso san José, y me encomendé mucho a él (...). No me acuerdo hasta ahora haberle suplicado cosa que la haya dejado de hacer».

 

Especialmente padre para aquellos que hemos oído la llamada del Señor a ocupar, por el ministerio sacerdotal, el lugar que nos cede Jesucristo para sacar adelante su Iglesia. —¡San José glorioso!: protege a nuestras familias, protege a nuestras comunidades; protege a todos aquellos que oyen la llamada a la vocación sacerdotal... y que haya muchos.

sábado, 21 de diciembre de 2013

ADORAR EN ESTA NAVIDAD

 
 
 
 
De la contemplación gozosa del misterio del Hijo de Dios nacido por nosotros, podemos sacar dos consideraciones.
 
La primera es que si en Navidad Dios se revela no como uno que está en lo alto y que domina el universo, sino como Aquél que se abaja, desciende sobre la tierra pequeño y pobre, significa que para ser semejantes a Él no debemos ponernos sobre los demás, sino, es más, abajarnos, ponernos al servicio, hacernos pequeños con los pequeños y pobres con los pobres. Pero es algo feo cuando se ve a un cristiano que no quiere abajarse, que no quiere servir. Un cristiano que se da de importante por todos lados, es feo: ese no es cristiano, ese es pagano. El cristiano sirve, se abaja. Obremos de manera que estos hermanos y hermanas nuestros no se sientan nunca solos.
 
La segunda consecuencia: si Dios, por medio de Jesús, se implicó con el hombre hasta el punto de hacerse como uno de nosotros, quiere decir que cualquier cosa que hagamos a un hermano o a una hermana la habremos hecho a Él. Nos lo recordó Jesús mismo: quien haya alimentado, acogido, visitado, amado a uno de los más pequeños y de los más pobres entre los hombres, lo habrá hecho al Hijo de Dios.
 
Encomendémonos a la maternal intercesión de María, Madre de Jesús y nuestra, para que nos ayude en esta Santa Navidad, ya cercana, a reconocer en el rostro de nuestro prójimo, especialmente de las personas más débiles y marginadas, la imagen del Hijo de Dios hecho hombre.


ADOREMOS AL NIÑO DIOS JUNTO A LOS PASTORES


 
 

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“Ven Espíritu Santo, llena mi corazón y mi boca de alabanzas, para adorar con el coro de los ángeles a Jesús recién nacido. Enséñame a contemplarlo con los ojos sencillos de los pastores, a regalarle ofrendas de amor como los magos.
 
Toca mi mente y mi corazón para que pueda admirarme feliz ante Dios encarnado, el que me amó tanto hasta hacerse niño, para salvarme desde la pequeñez humana. ¡Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz! Enséñame a orar, Espíritu Santo, para que pueda adorar a mi Salvador y cantarle a su sencillez divina.
 
Y obra dentro de mí, Espíritu Santo, para que Jesús pueda nacer también en mi vida, para que pueda nacer en mi casa, para que ilumine todo con su presencia.
 
Que en esta Navidad puedan renacer muchas cosas buenas en mí. Renuévalo todo con tu gracia, Espíritu de santidad. Toma toda mi existencia. Amén."

FELIZ DE TI POR HABER CREIDO

 
 
 
 
Texto del Evangelio (Lc 1,39-45): En aquellos días, se levantó María y se fue con prontitud a la región montañosa, a una ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y sucedió que, en cuanto oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el niño en su seno, e Isabel quedó llena de Espíritu Santo; y exclamando con gran voz, dijo: «Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno; y ¿de dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí? Porque, apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi seno. ¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!».
 
 
¡Feliz la que ha creído!
 
Hoy, el texto del Evangelio corresponde al segundo misterio de gozo: la «Visitación de María a su prima Isabel». ¡Es realmente un misterio! ¡Una silenciosa explosión de un gozo profundo como nunca la historia nos había narrado! Es el gozo de María, que acaba de ser madre, por obra y gracia del Espíritu Santo.
 
La palabra latina “gaudium” expresa un gozo profundo, íntimo, que no estalla por fuera. A pesar de eso, las montañas de Judá se cubrieron de gozo. María exultaba como una madre que acaba de saber que espera un hijo. ¡Y qué Hijo! Un Hijo que peregrinaba, ya antes de nacer, por senderos pedregosos que conducían hasta Ain Karen, arropado en el corazón y en los brazos de María.
 
Gozo en el alma y en el rostro de Isabel, y en el niño que salta de alegría dentro de sus entrañas. Las palabras de la prima de María traspasarán los tiempos: «¡Bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre!» (cf. Lc 1,42). El rezo del Rosario, como fuente de gozo, es una de las nuevas perspectivas descubiertas por Juan Pablo II en su Carta apostólica sobre El Rosario de la Virgen María.
 
La alegría es inseparable de la fe. «¿De dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí?» (Lc 1,43). La alegría de Dios y de María se ha esparcido por todo el mundo. Para darle paso, basta con abrirse por la fe a la acción constante de Dios en nuestra vida, y recorrer camino con el Niño, con Aquella que ha creído, y de la mano enamorada y fuerte de san José. Por los caminos de la tierra, por el asfalto o por los adoquines o terrenos fangosos, un cristiano lleva consigo, siempre, dos dimensiones de la fe: la unión con Dios y el servicio a los otros. Todo bien aunado: con una unidad de vida que impida que haya una solución de continuidad entre una cosa y otra.