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miércoles, 12 de junio de 2013

PARA APRENDER A ORAR




 


EL FARISEO Y EL PUBLICANO

 

 

Texto a meditar: Lc 18, 9-14 me acerco a la vida del fariseo y del publicano para aprender a orar

 

Siguiendo el itinerario que nos hemos marcado en este curso en nuestra escuela mensual de oración –«Señor, enséñanos a orar»– te propongo que acerques tu vida a la existencia del fariseo y publicano del Evangelio. Hazlo sin miedos de ningún tipo. Muchas veces me dijiste que querías encontrarte con el Señor. Pon las bases de este encuentro que comienzan por la humildad de saberte reconocer en lo que eres. A través de la parábola del fariseo y publicano, Jesús nos habla de la oración e ilustra nuestra mente y corazón sobre el espíritu que debe impregnar nuestra plegaria, al tiempo que nos dice cómo y de qué manera debemos orar para ser oídos por Dios. Para entrar en la oración verdadera es muy importante saber situarnos en la vida existencialmente como fariseos o publicanos. En una postura nos encontraremos con el Señor, en la otra con nosotros mismos.

 

Hacer oración cristiana o dar el salto de vivir desde el ‘yo’ a vivir desde el ‘Tú’

El fariseo es una persona, tal y como nos señala el Evangelio, que descansa sobre la posición que él mismo se cree tener; vive desde su ‘yo’ y se apoya en su ‘yo’; vive de su ‘más’ y no hay nadie mejor que él: «¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano». El publicano, que se queda casi a la entrada del templo, ha comprendido que tiene que dejar de vivir de su ‘yo’ y vivir del ‘Tú’ que le acoge sin condiciones, que junto a Él se siente salvado de la bancarrota, de la ignominia y en su presencia experimenta la generosidad, la solidaridad, la compasión. Comienza a ver que tiene que aprender a vivir de ser ‘menos’ apoyándose en quien es ‘Mas’, es decir, en Dios mismo. Por eso dijo sin atreverse a mirar al cielo: «¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!»

 

La experiencia de la oración como encuentro

 

 ¡Qué bien comprenden los que poseen el espíritu del publicano, aquello que escribió en el siglo VI el gran asceta San Isaac el Sirio: «No digáis nunca que Dios es justo. Si fuera justo estaríais en el infierno. Contad sólo con su injusticia, que es misericordia, amor y perdón». ¡Que fuerza tienen estas palabras! Cuando nos acercamos al Misterio de la Encarnación, es cuando mejor entendemos esto. Nuestro Señor Jesucristo escoge venir a nosotros, a nuestra historia, sale a nuestro encuentro como Salvador y Redentor. Quien comprende esta experiencia viva, ¡cómo no va a desear vivir junto a Él con admiración y gratitud! La del publicano es la de un encuentro que le impacta hondamente. Esto es lo que tiene que producirse en la oración: un encuentro. Profundiza siempre en el misterio del encuentro con Dios.

 

El encuentro en la base de toda persona, pero ¿qué y con quién?

 

El tema del encuentro es central en la experiencia cristiana; está a la base de toda la historia de la salvación y de toda la historia humana. El encuentro es el centro del Nuevo Testamento. ¡Qué diferencias más grandes! En el Antiguo Testamento, ver a Dios era morir; por el contrario, en el Nuevo Testamento encontrarse con Dios es vivir. La experiencia del encuentro con Dios la tiene el publicano: no se atreve a mirar al cielo, se queda casi a la entrada del templo, sin mirar, reconociéndose en lo que de verdad es. A esa verdad de su vida llega la misericordia de Dios. El primer acto de la Creación es un encuentro. Un encuentro querido por Dios, pues Él llama a la existencia a todo lo que existe, también al ser humano. Todo emerge de la nada, del Dios vivo, del dador de la vida. Creado el mundo y todas las cosas, y puesto todo en las manos del hombre, éste volvió la espalda a Dios, su Creador, y sintió la soledad más grande y la orfandad más honda. Solo y huérfano, había traicionado a Dios olvidando su llamada y aquél encuentro tan sublime. Pero el misterio del encuentro continuó de una manera nueva a través de los profetas, de los ángeles, de los jueces.

 

Pero el encuentro del hombre con Dios se realizó en el devenir de la historia de una manera plena. Llegó un momento, cuando todo estaba preparado, en el que ese encuentro tuvo su momento fundamental por medio de la Encarnación, cuando el Hijo de Dios se hace Hombre y nace por obra del Espíritu Santo de la Virgen María. Dios se hizo Hombre y habitó en medio de nosotros. Así, pudo ser visto, tocado, percibido por los sentidos y entregó su vida por nosotros para que todos tengamos Vida: nos entregó su Vida. Quiso prolongar su presencia de muchas maneras, pero muy especialmente y de un modo singular en el Misterio de la Eucaristía. Este encuentro, que es juicio y salvación, prosigue de siglo en siglo. Estamos en presencia del Dios vivo y verdadero. Y en su presencia, nos vemos, vemos a los demás, escuchamos, trabajamos. Y es que, en el encuentro con el Señor, se impone en nuestra existencia dejar de vivir del ‘yo’ para vivir desde ‘Él’; descubrimos lo ‘menos’ que somos y vemos dónde y por quién alcanzamos la cota más alta de nuestra vida, comenzando a vivir plenamente al sustentarnos en esa roca firme y segura que es Jesucristo. Encuéntrate con Jesucristo, entra en la humildad como el publicano, reconoce lo que eres, quién eres y para quién eres.

 

Vivir desde quien nos funda

 

En nuestro mundo, que está en perpetuo movimiento, ¡qué bien le vienen al ser humano tener momentos y situaciones para ser y vivir desde quien nos funda! Tiempos para curarnos, para sanar nuestro ser. Te invito a que tengas este tipo de tiempos. Son los del fariseo y el publicano; desde esos momentos podemos comenzar a orar, es decir, a dialogar con Dios. Espacios que nos resultan básicamente necesarios para vivir. No nos dejemos engañar, ni dejemos que lo hagan quienes viven con nosotros. Los hombres y mujeres de nuestro tiempo buscan salidas muy diferentes, pero salidas de tejas a bajo; son como una gigantesca tentativa de enmascarar un aburrimiento masivo y mortal que amenaza con engullir la existencia en la infelicidad y el sinsentido. Y todo ello porque se elude el encuentro con quien nos hace ser. Piensa que un verdadero encuentro, no solamente con Dios, sino incluso con otras personas, rara vez se experimenta si nos quedamos en nosotros mismos. Normalmente nos cruzamos, pero no nos encontramos y muy a menudo nos enfrentamos.

 

Canto y opción por la existencia abierta a Dios

 

En nuestra sociedad occidental, aburrida, eficaz y próspera, se perfila el espectro del nihilismo, aunque quede las más de las veces inconfesado. ¡Cómo no hacer un canto sincero del publicano, de ese hombre que en la humildad de su ser, se encuentra con Dios! Hace muchos años, en la novela “Diario de un cura rural” de Georges Bernanos, se narraba este aburrimiento y la incapacidad de la eficacia y de la prosperidad para hacer felices y sanos a los hombres: «El mundo se halla consumido por el tedio.(…) El aburrimiento es algo semejante al polvo. Vamos y venimos sin verlo, respirándolo, comiéndolo y bebiéndolo. Es tan fino, tan tenue, que ni siquiera cruje al ser masticado. Sin embargo, basta detenerse unos instantes para que recubra el rostro, el cuerpo, las manos. Hay que moverse sin cesar para sacudir esa lluvia de ceniza y acaso sea esta la causa de que el mundo se halle tan agitado» (Georges Bernanos, “Diario de un cura rural”, Luis de Caralt, Barcelona 1976).

 

 

¿dónde sitúo mi vida para la oración y el encuentro con Dios?

 

 ¿Dónde sitúas tu vida para hacer posible el encuentro con Dios, desde la figura del fariseo o la del publicano? Los dos van al templo; el fariseo procede de una secta religiosa de notables con estricta observancia de la Ley y de las tradiciones de los Ancianos. El publicano era oficialmente un pecador, considerado siempre por los fariseos como ladrón y traidor. Los dos están necesitados de aposentar su vida en la misericordia de Dios. Pero ambos hacen una oración muy diferente. La oración del fariseo se realiza situándose ante Dios en la arrogancia y soberbia, diciendo que no es como los otros y menospreciando a los demás, mientras enumera sólo sus buenas acciones. Por el contrario, el publicano simplemente se sitúa en la humildad y el arrepentimiento; se llama a sí mismo pecador y pide a Dios misericordia. Los resultados son muy diferentes: los dos vuelven a casa, pero uno vacío, sin nada y el otro justificado, es decir, acogido por la gracia y la misericordia de Dios. ¿En qué postura existencial sitúas tu vida para orar? La oración verdadera hace sentir la necesidad del perdón. Así lo sintió David tal y como dice el Salmo 51: «Ten piedad de mí, oh Dios, conforme a tu misericordia. Conforme a la multitud de tus piedades borra mis rebeliones. Lávame más y más de mi maldad y límpiame de mi pecado. Porque yo reconozco mis rebeliones y mi pecado está siempre delante de mí».
 
 
 

 

 

 

1 comentario:

  1. ¿Dónde sitúas tu vida para hacer posible el encuentro con Dios, desde la figura del fariseo o la del publicano? Los dos van al templo; el fariseo procede de una secta religiosa de notables con estricta observancia de la Ley y de las tradiciones de los Ancianos. El publicano era oficialmente un pecador, considerado siempre por los fariseos como ladrón y traidor. Los dos están necesitados de aposentar su vida en la misericordia de Dios. Pero ambos hacen una oración muy diferente. La oración del fariseo se realiza situándose ante Dios en la arrogancia y soberbia, diciendo que no es como los otros y menospreciando a los demás, mientras enumera sólo sus buenas acciones. Por el contrario, el publicano simplemente se sitúa en la humildad y el arrepentimiento; se llama a sí mismo pecador y pide a Dios misericordia. Los resultados son muy diferentes: los dos vuelven a casa, pero uno vacío, sin nada y el otro justificado, es decir, acogido por la gracia y la misericordia de Dios. ¿En qué postura existencial sitúas tu vida para orar? La oración verdadera hace sentir la necesidad del perdón. Así lo sintió David tal y como dice el Salmo 51: «Ten piedad de mí, oh Dios, conforme a tu misericordia. Conforme a la multitud de tus piedades borra mis rebeliones. Lávame más y más de mi maldad y límpiame de mi pecado. Porque yo reconozco mis rebeliones y mi pecado está siempre delante de mí».

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