Una vida con propósito
Si el descubrir el misterioso origen de la
vida ha sido una empresa apasionante a través de las edades, para muchas
personas constituye un desafío mayor comprender el sentido y el propósito de la
vida. Tan compleja es la trama de la existencia, tan inesperados e
inexplicables son los hechos que la forman, que ante ellos --las más de las
veces-- quedamos confundidos.
¿Por qué de dos jóvenes que nacieron en una
misma época y que se criaron en ambientes semejantes, uno llega a ser una
persona de éxito y el otro un fracasado? ¿Por qué de dos parejas que
constituyen su hogar en el mismo día y aparentemente con la misma posibilidad
de ser felices, sólo una es dichosa, mientras que el segundo matrimonio termina
en el fracaso? ¿Por qué a ciertos individuos todo les va bien y a otros, en
cambio, todo les va de mal en peor? ¿Cuál es el secreto que algunos tienen para
afrontar los problemas sin una sombra de amargura? En resumen, ¿qué es lo que
determina el destino del ser humano? ¿Cómo puede el hombre o la mujer encontrar
la seguridad y la confianza que necesita para afrontar victoriosamente las
tormentas de la vida?
Aunque muy antiguos, estos interrogantes
siguen siendo tremendamente significativos en la actualidad. Preocupan a toda persona,
pero en especial a los que por diversas razones no sienten la alegría de vivir.
A su modo, el ser humano ha procurado explicar
los profundos dilemas de la existencia. Por ejemplo, hay quienes consideran que
cada individuo es el árbitro absoluto de su destino; que su éxito o fracaso
depende exclusivamente de él. Esta es una verdad a medias; porque por
importante que sea el papel del individuo para trazar el rumbo de su vida, hay
que reconocer que todo aquel que quiera triunfar en la vida tendrá que
depender, necesariamente, de quienes lo rodean.
Como miembros de la familia humana nos
necesitamos los unos a los otros. Por más ambiciosa o esforzada que sea una
persona, siempre surgirán en su camino algunos factores cuyo control está más
allá de su capacidad o de su voluntad. Y esto que decimos no debe ser mal
interpretado; sería una exageración considerar que el ser humano es como un
títere de los demás o un muñeco manejado por los hilos de las circunstancias.
Lamentablemente existen aquellos que piensan
que el hombre no es más que un peón en el gran tablero de la existencia; con
tono fatalista proclaman que nada de lo que uno haga o deje de hacer podrá
variar el destino que, según ellos, cada persona tiene prefijado. Semejante
filosofía, en gran medida está detrás de todos los que dependen del horóscopo,
creyendo supersticiosamente que los astros determinan el destino del ser
humano.
Pocas teorías o actitudes son más opuestas a
la dignidad humana y a la fe cristiana que la de la predestinación. De ser
cierta esta hipótesis, se llegaría al ridículo de considerar que en ningún caso
el ladrón es responsable de su robo, ni el adúltero de su falta, ni el asesino
de su crimen. ¿Cómo acusarlos, si es que estaban predestinados para ser lo que
son?
La Sagrada Escritura tiene una respuesta mucho
más satisfactoria al dilema de la existencia. En forma sencilla nos explica no
sólo el origen, sino también el sentido y el propósito de la vida. A la luz de
sus enseñanzas resulta muy claro que no somos fruto del acaso. No estamos en
este mundo porque sí, a merced de fuerzas ciegas e incontrolables.
El ser humano fue creado por un Dios amante y
todopoderoso. Como lo declara el relato del Génesis, el hombre fue hecho a
semejanza de Dios y facultado con el noble atributo de escoger su destino.
¿Significa esto que somos los dueños y árbitros soberanos de nuestra vida? No.
La grandeza del ser humano deriva del Dios que lo creó. Y tenemos el gran
privilegio de depender de aquel que es el origen de la vida, el Creador y Sustentador
de todas las cosas.
Cuando por la fe comprendemos que hemos sido
creados por Dios, la gratitud y la humildad inundan el corazón. Desaparece la
incertidumbre y reina la confianza. Y cuando hay confianza en Dios, entonces la
vida es verdadera vida. Aunque sobrevengan pruebas y dificultades y el
sufrimiento nos azote, no caeremos en la desesperación. Entonces podremos
entender las siguientes palabras del apóstol San Pablo: "A los que aman a
Dios, todas las cosas les ayudan a bien" (Romanos 8:28). Notemos, todo
ayuda para bien a los que aman a Dios. El cumplimiento de esta promesa requiere
una sola condición: que amemos a Dios.
Nada acontece porque sí en la vida del
cristiano. Su existencia no es una serie de marchas y contramarchas sin rumbo
ni propósito. El Señor del universo, el mismo que dirige el derrotero de las
naciones, también gobierna la vida de aquellos que confían en su infinita
gracia y misericordia. Nada de lo que nos ocurre pasa inadvertido para él. Dijo
el Señor Jesucristo: "¿No se venden cinco pajarillos por dos cuartos? Con
todo, ni uno de ellos está olvidado delante de Dios. Pues aun los cabellos de
vuestra cabeza están todos contados. No temáis, pues; más valéis vosotros que
muchos pajarillos" (S. Lucas 12:6, 7). No debemos dudar, amigo mío, Dios
nos ama; él cuida de nosotros; se interesa profundamente en nuestra vida.
La promesa de la Escritura es que para el que
ama a Dios, todo redunda en su bienestar. No dice que al cristiano le irá bien
en todas las cosas, sino que todas las cosas le ayudarán para bien. Podrá
tener, como cualquier otra persona, pruebas y dificultades, y es lógico y hasta
justo que así sea. Si la creencia en Dios constituyese un seguro de vida, o una
salvaguardia infalible contra todo accidente, desgracia o enfermedad, con todo
derecho se podría poner en tela de juicio la sinceridad del creyente. Antes que
aceptar a Jesús como un acto de amor y de fe, podría hacerlo por las ventajas
que le significaría. Dijo el apóstol San Pablo: "Es necesario que a través
de muchas tribulaciones entremos en el reino de Dios" (Hechos 14:22).
No faltarán las pruebas para el seguidor de
Cristo, amigo mío. Las tendrá, y serán muy duras algunas veces. Sin embargo,
podrá sobrellevarlas con la seguridad de que todo lo que le ocurre es para
bien; es para salvación de su alma, es para que al fin de todas las cosas pueda
alcanzar el reino de Dios. Cuánta serenidad proporciona saber que cada
circunstancia, por ínfima que parezca, cada prueba o desafío que se presente en
nuestro camino, es parte de un todo; no se trata de un hecho accidental, sino
que responde al eterno y amante propósito divino de salvarnos.
Como seres humanos, no podemos generalmente
entender o explicar el porqué de las cosas; contemplamos los hechos a través de
sombras, de las penas que afligen nuestra alma. Sin duda, José --el hijo de
Jacob--, no entendió la providencia divina cuando fue vendido por sus hermanos
y hecho esclavo en Egipto. Pero pasando los años, ya en la cumbre de su poder y
siendo el instrumento providencial para que miles de personas --incluyendo su
padre y sus hermanos-- no perecieran de hambre, él confesó que lo que había
ocurrido en su vida había sido para bien (Génesis 50:20).
Dijo alguien: "Esas lágrimas que como
colirio hacen brillar los ojos, purifican el corazón". Sí, Dios tiene
propósitos de redención para la vida de cada uno de sus hijos. Y aunque no
siempre podemos entender el porqué de las cosas, en virtud de la confianza en
Dios debemos seguir adelante, con gozo y ánimo en nuestro corazón. Cuando pase
la prueba, tal vez podamos hacer nuestra la siguiente confesión de un soldado:
"Yo pedí fuerza para dominar, y fui hecho débil para obedecer; pedí salud
para realizar grandes cosas, y me sobrevinieron pruebas para hacer cosas
mejores; pedí riquezas para ser feliz, y fui hecho pobre para ser sabio; pedí
poder para recibir la alabanza de los hombres, y fui humillado para sentir la
necesidad de Dios; pedí todas las cosas para gozar de la vida, y se me dio la
vida para gozar de las cosas. Aunque no tengo nada de lo que pedí, recibí todo
lo que en verdad anhelaba. Soy un bendito. Mi oración fue respondida".
¡Cuán maravillosa es la experiencia de los
que, en medio de las pruebas más difíciles, levantan los ojos al cielo
confiados en la sabiduría y en la bondad divinas!
Confiemos en Dios; él tiene un plan de amor
para cada uno de sus hijos. La divina ley de la compensación nos enseña que
todo aquel que siembra con lágrimas, con regocijo segará. El término de la
carrera del cristiano es victoria, es gozo, es gloria incomparable. Se acerca
el instante de la recompensa final para aquellos que han puesto su fe en el
Señor Jesucristo. Serán herederos de una tierra nueva, en donde Dios
"enjugará toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá
más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron"
(Apocalipsis 21:4).
Ese es nuestro destino, amigo mío. Estamos
llamados a pelear con valor la batalla de esta vida, a fin de alcanzar la vida
eterna. Con esta visión en el alma recordemos cada día que "a los que aman
a Dios, todas las cosas les ayudan a bien". Por lo tanto, la gran pregunta
es la siguiente: ¿Amamos a Dios? ¿Nos hemos encontrado con aquel que entregó a
su único Hijo por nuestra salvación? "Porque de tal manera amó Dios al
mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no
se pierda, mas tenga vida eterna" (S. Juan 3:16).
¿Crees en Jesús, amigo mío? ¿Ya le has dado tu
corazón como una ofrenda de gratitud? ¿Has aprendido a depender de él como el
gran Amigo y Consejero de tu alma?
Que así sea, para que lleno de la fe y el amor
de Jesús, puedas afrontar con serenidad y valor el desafío de vivir y, por
último, alcanzar la vida eterna.
Este es el mensaje del Señor: "Pelea la
buena batalla de la fe, echa mano de la vida eterna, a la cual asimismo eres
llamado, habiendo hecho buena profesión delante de muchos testigos" (1
Timoteo 6:12).
Propónte vivir dignamente y para gloria de
Dios.
ResponderEliminarEl ser humano fue creado por un Dios amante y todopoderoso. Como lo declara el relato del Génesis, el hombre fue hecho a semejanza de Dios y facultado con el noble atributo de escoger su destino. ¿Significa esto que somos los dueños y árbitros soberanos de nuestra vida? No. La grandeza del ser humano deriva del Dios que lo creó. Y tenemos el gran privilegio de depender de aquel que es el origen de la vida, el Creador y Sustentador de todas las cosas.
Cuando por la fe comprendemos que hemos sido creados por Dios, la gratitud y la humildad inundan el corazón. Desaparece la incertidumbre y reina la confianza. Y cuando hay confianza en Dios, entonces la vida es verdadera vida. Aunque sobrevengan pruebas y dificultades y el sufrimiento nos azote, no caeremos en la desesperación. Entonces podremos entender las siguientes palabras del apóstol San Pablo: "A los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien" (Romanos 8:28). Notemos, todo ayuda para bien a los que aman a Dios. El cumplimiento de esta promesa requiere una sola condición: que amemos a Dios.
ResponderEliminarEse es nuestro destino, amigo mío. Estamos llamados a pelear con valor la batalla de esta vida, a fin de alcanzar la vida eterna. Con esta visión en el alma recordemos cada día que "a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien". Por lo tanto, la gran pregunta es la siguiente: ¿Amamos a Dios? ¿Nos hemos encontrado con aquel que entregó a su único Hijo por nuestra salvación? "Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna" (S. Juan 3:16).
¿Crees en Jesús, amigo mío? ¿Ya le has dado tu corazón como una ofrenda de gratitud? ¿Has aprendido a depender de él como el gran Amigo y Consejero de tu alma?
Que así sea, para que lleno de la fe y el amor de Jesús, puedas afrontar con serenidad y valor el desafío de vivir y, por último, alcanzar la vida eterna.
Este es el mensaje del Señor: "Pelea la buena batalla de la fe, echa mano de la vida eterna, a la cual asimismo eres llamado, habiendo hecho buena profesión delante de muchos testigos" (1 Timoteo 6:12).
Propónte vivir dignamente y para gloria de Dios.