Texto del Evangelio (Mt 11,25-27): En aquel tiempo, Jesús
dijo: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has
ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños.
Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito. Todo me ha sido entregado por mi
Padre, y nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce bien
nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar».
Has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las
has revelado a pequeños
Hoy, el Evangelio nos ofrece la oportunidad de penetrar, por
así decir, en la estructura de la misma divina sabiduría. ¿A quien entre
nosotros no le apetece conocer desvelados los misterios de esta vida? Pero hay
enigmas que ni el mejor equipo de investigadores del mundo nunca llegará
siquiera a detectar. Sin embargo, hay Uno ante el cual «nada hay oculto (...);
nada ha sucedido en secreto» (Mc 4,22). Éste es el que se da a sí mismo el
nombre de “Hijo del hombre”, pues afirma de sí mismo: «Todo me ha sido
entregado por mi Padre» (Mt 11,27). Su naturaleza humana —por medio de la unión
hipostática— ha sido asumida por la Persona del Verbo de Dios: es, en una
palabra, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, delante la cual no hay
tinieblas y por la cual la noche es más luminosa que el pleno día.
Un proverbio árabe reza así: «Si en una noche negra una
hormiga negra sube por una negra pared, Dios la está viendo». Para Dios no hay
secretos ni misterios. Hay misterios para nosotros, pero no para Dios, ante el
cual el pasado, el presente y el futuro están abiertos y escudriñados hasta la
última coma.
Dice, complacido, hoy el Señor: «Yo te bendigo, Padre, Señor
del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e
inteligentes, y se las has revelado a pequeños» (Mt 11,25). Sí, porque nadie
puede pretender conocer esos o parecidos secretos escondidos ni sacándolos de
la obscuridad con el estudio más intenso, ni como debido por parte de la
sabiduría. De los secretos profundos de la vida sabrá siempre más la ancianita
sin experiencia escolar que el pretencioso científico que ha gastado años en
prestigiosas universidades. Hay ciencia que se gana con fe, simplicidad y
pobreza interiores. Ha dicho muy bien Clemente Alejandrino: «La noche es
propicia para los misterios; es entonces cuando el alma —atenta y humilde— se
vuelve hacia sí misma reflexionando sobre su condición; es entonces cuando
encuentra a Dios».
De los secretos profundos de la vida sabrá siempre más la ancianita sin experiencia escolar que el pretencioso científico que ha gastado años en prestigiosas universidades. Hay ciencia que se gana con fe, simplicidad y pobreza interiores. Ha dicho muy bien Clemente Alejandrino: «La noche es propicia para los misterios; es entonces cuando el alma —atenta y humilde— se vuelve hacia sí misma reflexionando sobre su condición; es entonces cuando encuentra a Dios».
ResponderEliminarHoy, el Evangelio nos ofrece la oportunidad de penetrar, por así decir, en la estructura de la misma divina sabiduría. ¿A quien entre nosotros no le apetece conocer desvelados los misterios de esta vida? Pero hay enigmas que ni el mejor equipo de investigadores del mundo nunca llegará siquiera a detectar. Sin embargo, hay Uno ante el cual «nada hay oculto (...); nada ha sucedido en secreto» (Mc 4,22). Éste es el que se da a sí mismo el nombre de “Hijo del hombre”, pues afirma de sí mismo: «Todo me ha sido entregado por mi Padre» (Mt 11,27). Su naturaleza humana —por medio de la unión hipostática— ha sido asumida por la Persona del Verbo de Dios: es, en una palabra, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, delante la cual no hay tinieblas y por la cual la noche es más luminosa que el pleno día.
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