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jueves, 13 de junio de 2013

MARIA DE MAGDALA

 



 


Esclava y amante

 

Introducción

 

La pecadora del evangelio de hoy (Lc.7,36-50), la María hermana de Marta y de Lázaro (Lc.10,38-42; Jn.11,1-45), la María que unge a Jesús antes de su muerte (Jn.12,1-11; Mt.26,6-13 y Mc.14,3-9; cf. Jn.11,2) y María de Magdala (20,11-18), son una única y  misma persona. Los argumentos que provienen del texto mismo de los evangelios son fuertes y de peso. Además es lo que pensó la Tradición de la Iglesia desde siempre. Así piensan Tertuliano, Clemente de Alejandría, San Cipriano, San Jerónimo, San Agustín, San Gregorio Magno y San Cirilo de Alejandría. Y entre los modernos: Lacordaire y Maldonado.1

 

El P. Castellani, en un precioso texto, confirma esta verdad y nos hace ya desde el inicio un comentario valiosísimo del evangelio de hoy: “¿Son una o tres las magdalenas (…)? Los intérpretes racionalistas, en su prurito de originalidad y su manía de negar la tradición, han inventado que son cuatro mujeres diferentes –o tres diferentes, lo mismo podían decir dos o cinco si quisieran–: la “Adúltera” a la cual Jesús salvó de ser apedreada, la “Pecadora” que ungió sus pies en casa de Simón el Leproso y fue defendida y loada por el Salvador, y la “María” hermana de Marta y Lázaro que sentada a sus pies en su casa “eligió la mejor parte, la cual no le será quitada''; más la “Magdalena” que presenció al lado de la Madre la Crucifixión y fue agraciada con la primera Aparición. Cansados de discutir con argumentos librescos, los exegetas han concluido cómodamente por declararla cuestión insoluble

 

“Más cualquiera que lee con un poco de intuición psicológica el Evangelio de San Juan, tiene la impresión neta de que ésa es una misma mujer: sus gestos son iguales a sí mismos; que es la impresión que ha tenido durante siglos la Iglesia. Hay un exquisito drama discretamente velado detrás de esos episodios sueltos, y su hilo psicológico es visible. Cristo se dio el lujo de salvar a una mujer, que es la hazaña por antonomasia del caballero, no sólo salvarle la vida, como San Jorge o Sir Galaad, sino restablecerla en su honor y restituirla perdonada y honorada a su casa, con un nuevo honor que solamente El pudiera dar. En la caballería occidental, los dos hechos esenciales del caballero son combatir hasta la muerte por la justicia y salvar a una mujer: “defender a las mujeres y no reñir sin motivo”, que dice Calderón –como en las cintas de convoyes, reflejo pueril actual de una gran tradición perdida–. Cristo hizo los dos; y siendo El lo más alto que existe, su “dama” tuvo que ser lo más bajo que existe, porque sólo Dios puede levantar lo más bajo hasta la mayor altura; que es El mismo.

 

Cristo ejerció la más alta caballería. Los románticos del siglo pasado y los delicuescentes del nuestro tienen una devoción morbosa por la Magdalena; pero no precisamente por la Penitente, que el Tintoretto pintó con toda la gama de los gualdas en su horrida cueva de solitaria, sino por la otra, por la mujer perdida, por la traviata o la dama de las camelias; de la cual han hecho un tema literario bastante estúpido. Hasta nuestro Lugones se ensució con ese tema –que a veces llega a lo blasfemo – en una de sus filosofículas. Pero todos estos filibusteros, o filiembusteros, de la Magdalena no saben mucho, de la caballería menos, y del amor a Cristo absolutamente nada. “¡Cristo se enamoró de una mujer!” –dicen muy contentos–. “¡Qué humano!”. Sí. Cristo se enamoró perdidamente de la Humanidad perdida; y la vio como en cifra en una pobre mujer, sobre la cual vertió regiamente todas sus riquezas.2

 

1. María Magdalena y los pies de Jesús

 

Uno de los rasgos característicos del alma de María Magdalena y que precisamente nos sirve para descubrirla en los distintos relatos de los evangelios es su orientación a ir a los pies de Jesús. Desde el día de su conversión,3 desde el día en que percibió que Jesús podía perdonarla, hasta unos días antes de la Pasión, toda su actitud será la de mirar los pies de Jesús, como quien todavía no se siente capaz de mirarlo a los ojos.

 

El día de su conversión (Lc.7, evangelio de hoy) ella va a ir directamente a los pies de Jesús, los lava con sus lágrimas, los seca con sus cabellos, los besa y los unge con perfume de nardo (Lc.7,38). Esta es la secuencia exacta de los gestos y que Jesús va a relatar al fariseo Simón (v.44-46).

 

Y después, a pocos días de la muerte de Jesús, ella va a ungir con perfume los pies de Jesús y los va a secar con sus cabellos4. Allí se la nombra como María, hermana de Lázaro y Marta.

 

A pesar de que en Lc.7 no se dice el nombre de la mujer y que en Jn.12 se la llama simplemente María, ¿puede confundirnos un signo tan inequívoco que identifica una actitud espiritual tan singular?

 

Y es tan singular este hecho que María, la hermana de Lázaro, va a ser identificada como aquella que “ungió al Señor con perfumes y le secó los pies con sus cabellos” (Jn 11,2).

 

María Magdalena desde el mismo momento en que percibió que Jesús era capaz de perdonarle los pecados, desde el momento en que se dio cuenta que Jesús le iba a perdonar los pecados, ella se consagra como servidora de Cristo.

 

En efecto, el lavar los pies es un trabajo de esclavos. El fariseo Simón no se los lava, dice el Evangelio, porque no se los hizo lavar por ningún esclavo.

 

Por eso Jesús, cuando quiso manifestar la kénosis de la Encarnación, el anonadamiento, lava los pies a sus Apóstoles.

 

El gesto de la Magdalena de lavar los pies con sus lágrimas y el hecho de recibir el perdón de los pecados fue su consagración como esclava, como servidora.

 

Pero el haberse humillado lavando con sus lágrimas los pies de Jesús, el haberse hecho esclava, es lo que le va a permitir a ella gozar de la Palabra de Dios. En efecto, dice San Lucas (10,39), que Magdalena, sentada a los pies del Señor escuchaba su Palabra. María Magdalena va a poder gozar de una elevada contemplación porque antes lavó los pies de Cristo con sus lágrimas, porque antes “sirvió” a los pies de Cristo, besándolos y ungiéndolos con perfume. Ahora, vuelve a estar a los pies de Jesús, pero no ya para lavarlos con las lágrimas de sus pecados, sino para usarlos como pedestal de descanso que le permite gozar de la Palabra de Dios.

 

Esa es la gran paradoja de la vida espiritual: abajándose y haciéndose esclava, goza de la contemplación de la verdad de Dios. Incluso más, no podía haber contemplado si antes no hizo “servicio” a los pies de Cristo, si antes no hizo trabajo de esclava.

 

Había una vez en una casa de monjas contemplativas una hermana que tenía fenómenos aparentemente místicos, de elevada contemplación. Las superioras estaban confundidas y no sabían qué pensar. Entonces le piden a San Felipe Neri que hiciera el discernimiento (es un santo que tiene un gran discernimiento, pero va a discernir fiel a su estilo). Fue, se sentó delante de la monja que tenía los fenómenos “místicos”, y estirando sus piernas hacia adelante, le dice: “¡Ah, hermana!, ¡qué cansado estoy! ¿No me sacaría los zapatos, por favor?”. Y la hermana se enojó, y se negó, diciendo que él no era quién para pedirle algo así. Ante esa actitud, San Felipe vio con claridad que esos fenómenos no podían ser de alta contemplación. Serían histeria u otra cosa, pero contemplación no, porque donde no hay suma humildad no puede haber alta contemplación.

 

María Magdalena, al final de la vida terrena de Jesús, va a conservar esa orientación permanente de su vida espiritual que es buscar siempre lo más bajo, los pies de Jesús. En efecto, en Jn.20,17 Jesús le  dice a Magdalena que lo suelte. ¿Por qué? Porque Magdalena, casi instintivamente, se había arrojado y tomado sus pies, como dice Mt.28,9.  Aun ante Jesús resucitado ella seguirá considerándose una esclava.

 

2. María Magdalena y la unción a Jesús

 

Hay algo que es digno de notar: en la primera unción (Lc.7, evangelio de hoy), Magdalena seca con sus cabellos los pies de Jesús que ella misma había mojado y lavado con sus lágrimas; después de eso y de besarlos, recién arroja perfume en sus pies. En la segunda unción (Jn.12,1-11; Mt.26,6-13; Mc.14,3-9), Magdalena seca con sus cabellos los pies mojados de perfume.

 

Hay un cambio de matiz bastante importante. 1º) En la primera unción, el acto de amor y protección, acto maternal, de secar los pies con sus propios cabellos, implica un lavado de pies, por lo tanto una referencia a su propia suciedad, a su propio pecado. Y también por eso hay un acto más claro de esclavitud, ya que el lavado de pies era una labor de esclavos.

 

2º) En la segunda unción se parte del último acto de la primera unción. En la primera unción, todo termina con la unción del perfume. En la segunda, el primer acto es ungir con perfume. Está indicando que al arrepentimiento sigue el embellecimiento y fragancia del alma (1ª unción) y que esa belleza, hermosura y fragancia del alma se ha mantenido con el paso del tiempo.

 

3º) En la 1ª unción los cabellos de María Magdalena quedan impregnados de la suciedad de los pies de Jesús mezclada con sus propias lágrimas. Recién arrepentida, recién renovada, todavía no llega a participar con toda la intensidad de toda la unción de Jesús, es decir, de su santidad, que se identifica con el Espíritu Santo. El ungüento es signo del Espíritu Santo y de  la gracia santificante. Todavía no participa con toda la intensidad de la gracia de Cristo. En la 2ª unción, sus cabellos quedan impregnados del mismo perfume que baña los pies de Jesús. Ahora sí ella ya es más semejante a Jesús: la misma unción que hizo a Jesús ha quedado en sus cabellos, en su ser. Ese perfume es el Espíritu Santo y la gracia.

 

3. El amor de María Magdalena

 

María Magdalena fue perdonada porque amó mucho. En efecto, ella amó a Jesús antes de ser perdonada, cuando escuchó sus primeras predicaciones y ya se sintió dignificada. El amor fue causa del perdón. Pero María amó más aun después del perdón, porque se le perdonó mucho. El amor fue causado por el perdón. El amor fue causa y efecto del perdón. Todo ese torrente de amor en María Magdalena queda significado por su actitud de esclava ante Jesús y por las unciones de los pies de Jesús; unción con sus lágrimas y unción con perfume de nardo puro. También Jesús amaba mucho a María Magdalena (cf. Jn11,5).

 

San Juan de la Cruz la pone como ejemplo de amor a Jesucristo. El santo está hablando de las ansias y la inflamación de amor que el alma va adquiriendo a medida que va siendo purificada. Y entonces dice: “Cuando ya la llama ha inflamado el alma, juntamente con la estimación que ya tiene de Dios, tal fuerza y brío suele cobrar y ansia con Dios comunicándosele el calor de amor, que con grande osadía, sin mirar en cosa alguna ni tener respeto a nada en la fuerza y embriaguez en el amor y deseo, sin mirar lo que hace, haría cosas extrañas e inusitadas por cualquier modo y manera que se le ofrece, por poder encontrarse con el que ama su alma.

 

“Esta es la causa por que María Magdalena, con ser tan estimada en sí como antes era no le hizo al caso la turba de hombres principales y no principales del convite, ni mirar que no venía bien, ni lo parecería, ir a llorar y derramar lágrimas entre los convidados (Lc.7,37-38), a trueque de (sin dilatar una hora, esperando otro tiempo y sazón) poder llegar ante aquel de quien estaba ya su alma herida e inflamada. Y ésta es la embriaguez y osadía de amor, que –con saber que su amado estaba encerrado en el sepulcro con una gran piedra sellada, y cercado de soldados que, porque no le hurtasen sus discípulos, lo guardaban (Mt.27,60-66)- no le dio lugar para que alguna de estas cosas se le pusiese delante para que dejara de ir antes del día con los ungüentos para ungirle (Jn.20,1).

 

“Y, finalmente, esta embriaguez y ansia de amor la hizo preguntar al que, creyendo que era hortelano, le había hurtado del sepulcro, que le dijese, si le había él tomado, donde le había puesto, para que ella le tomase (Jn.20,15); no mirando que aquella pregunta en libre juicio y razón era disparate, pues que está claro que, si el otro le había hurtado, no se lo había de decir, ni menos se lo había de dejar tomar. Pero esto tiene la fuerza y vehemencia del amor, que todo le parece posible y todos le parece que andan en lo mismo que anda él, porque no cree que hay otra cosa en que nade se deba emplear ni buscar sino a quien ella busca y a quien ella ama; pareciéndole que no hay otra cosa que querer ni en qué emplearse sino en aquello, y que también todos andan en aquello. Que, por eso, cuando la Esposa salió a buscar a su Amado por las plazas y arrabales, creyendo que los demás andaban en lo mismo, les dijo que, si lo hallasen ellos, le hablasen diciendo de ella que penaba de su amor (Cant.5,8). Tal era la fuerza del amor de esta María, que le pareció que, si el hortelano le dijera dónde le había escondido, fuera ella y lo tomara, aunque más le fuera defendido”.5   

 

4. Los enemigos del amor a Jesús

 

¿Una actitud de esclavitud y de amor tan grandes puede tener enemigos? Pareciera que no: ¿quién puede molestarse ante tanta humildad, amor y ternura? Y, sin embargo, sí, porque el “misterio de iniquidad” trabaja, y no quiere que haya esclavos de Jesús, contempladores de Jesús y amadores de Jesús.

 

Primero, una incomprensión ingenua y hasta santa, pero verdadera incomprensión: la de su hermana Marta, Santa Marta. Y sino no hubiera sido verdadera incomprensión, Jesús no hubiera respondido de esa manera: “Marta, Marta, te afanas y te preocupas por muchas cosas, (…). María ha elegido la parte mejor, que no le será quitada. (Lc.10,41-42).

 

Segundo, el juicio temerario farisaico: Simón el fariseo petrificó a María Magdalena en su pecado y considera que no es capaz de conversión. No cree en el arrepentimiento de María Magdalena, y por eso la condena (los fariseos son aquellos que se tienen por santos y desprecian a los demás (Lc.18,9). Persigue farisaicamente el acto de humildad y de amor de María Magdalena, y eso lo lleva también a hacer un juicio sobre el mismo Jesús: “si este fuera profeta...” (Lc.7,39). Libro 2, capítulo 13, nº 6-7

 

Tercero, una persecución más fina, más diabólica, inteligente. Ya no ataca directamente a Jesús como el fariseo, al contrario, va a tratar de hacer ver que la actitud de humillación y amor de María Magdalena va contra el mismo Jesús, y, supuestamente, contra el amor que Jesús tiene a los pobres. Es la persecución de Judas: “¿Por qué no se ha vendido este perfume por 300 denarios y se ha dado a los pobres?” (Jn.12,5). Pero Jesús sabrá romper esa falsa dialéctica entre Él y los pobres: “A los pobres los tendréis siempre con vosotros, pero a Mí no siempre me tendréis” (v.8). El amor a Cristo está encima de todas las cosas: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas”.

 

Pidámosle a la Virgen María, ella que es la esclava del Señor (Lc.1,38), y en quien el Señor Miró su humillación de esclava, la gracia de tener la misma actitud de esclava, de contemplación y de amor que tuvo María Magdalena.

 

Notas

 

(1) Los comentadores de la Biblia de Jerusalén, por ejemplo, piensan lo contrario.

 

(2) Nota Kirkegordiana: Si se mira bien, ser caballero no es ser inmensamente generoso –aunque también es eso en un sentido- sino ser simplemente justo, en el fondo. ¿Por qué no dar a una mujer lo que ella quiere, si se puede? Lo que quiere en el fondo toda mujer es ser adorada por un hombre: ser una cosa divina (madre, amada o musa) para un varón. Este sentimiento fundamental es la raíz de la máxima vanidad, y de la máxima seriedad de la mujer; según para donde agarre. Pues bien, Cristo dio a una mujer su derecho, ese derecho. Siendo Dios, y sin descender un punto, puso a una mujer allí donde ella quiere –y tiene derecho a– ser puesta, a una mujer perdida; es decir, presa de la desesperación; pues no hay desesperación concebible como la de amar mucho –según de ella atestiguó el Señor– sin tener objeto que se ame: digno de ser infinitamente amado y capaz de corresponder infinitamente. Así pues Cristo fue con María de Magdala –y con la Humanidad perdida que ella representaba– simplemente justo, hablando en ley de amor; e infinitamente generoso, dadivoso y pródigo, hasta la locura, hablando en ley de temor.”

 

(3) Cuenta un historiador que María Magdalena estaba casada con un fariseo sacerdote que por celos la tenía encerrada en su casa. Ella no soportó la vejación, lo abandonó y se juntó con un oficial romano, y se fue a vivir a Magdala. Allí entró en todo el ambiente pagano de lujuria y vanidad, llenándose de los siete pecados capitales (“siete demonios”, Mc.16,9). Magdala está a orillas del Lago de Genesaret. Mientras Jesús predicaba por Cafarnaúm y Naím (Lc.7,11), lo habrá visto y oído. La ciudad de la que habla Lc.7,31 podría ser Magdala.

 

(4) Notar que ahora con sus cabellos seca el perfume, no ya las lágrimas de Lc.7. Hay un crecimiento en la vida espiritual. Primero sus cabellos, algo muy personal y que representa su ser de mujer, sirven para secar la consecuencia de sus pecados: las lágrimas, derramadas sobre los pies de Jesús. Ahora, esos mismos cabellos, sirven para secar el fruto de su amor.  Aunque esto ya está dicho en parte en el punto siguiente.

 

(5) San Juan de la Cruz, Noche oscura, Libro II, capítulo 13, nº 5.6-7, en Obras Completas, BAC, Madrid, 2005, p. 553-554.
 
 
 

 
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2 comentarios:

  1. Uno de los rasgos característicos del alma de María Magdalena y que precisamente nos sirve para descubrirla en los distintos relatos de los evangelios es su orientación a ir a los pies de Jesús. Desde el día de su conversión,3 desde el día en que percibió que Jesús podía perdonarla, hasta unos días antes de la Pasión, toda su actitud será la de mirar los pies de Jesús, como quien todavía no se siente capaz de mirarlo a los ojos.





    El día de su conversión (Lc.7, evangelio de hoy) ella va a ir directamente a los pies de Jesús, los lava con sus lágrimas, los seca con sus cabellos, los besa y los unge con perfume de nardo (Lc.7,38). Esta es la secuencia exacta de los gestos y que Jesús va a relatar al fariseo Simón (v.44-46).





    Y después, a pocos días de la muerte de Jesús, ella va a ungir con perfume los pies de Jesús y los va a secar con sus cabellos4. Allí se la nombra como María, hermana de Lázaro y Marta.


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  2. Pidámosle a la Virgen María, ella que es la esclava del Señor (Lc.1,38), y en quien el Señor Miró su humillación de esclava, la gracia de tener la misma actitud de esclava, de contemplación y de amor que tuvo María Magdalena.

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