Mensaje del Papa para la Jornada Misionera Mundial
2013
Queridos hermanos y
hermanas,
Este año celebramos la Jornada Mundial de las Misiones
mientras se clausura el Año de la fe, ocasión importante para fortalecer
nuestra amistad con el Señor y nuestro
camino como Iglesia que anuncia el
Evangelio con valentía. En esta prospectiva, querría plantear algunas
reflexiones.
1. La fe es un don precioso de Dios, el cual abre nuestra
mente para que lo podamos conocer y amar, Él quiere relacionarse con nosotros
para hacernos participes de su misma vida y hacer que la nuestra esté más llena
de significado, que sea más buena, más
bella. ¡Dios nos ama! Pero la fe, necesita ser acogida, es decir, necesita
nuestra respuesta personal, el coraje de poner nuestra confianza en Dios, de
vivir su amor, agradecidos por su infinita misericordia. Es un don que no se
reserva sólo a unos pocos, sino que se ofrece a todos generosamente. ¡Todo el
mundo debería poder experimentar la alegría de ser amados por Dios, el gozo de
la salvación! Y es un don que no se puede conservar para uno mismo, sino que
debe ser compartido. Si queremos guardarlo sólo para nosotros mismos, nos
convertiremos en cristianos aislados, estériles y enfermos. El anuncio del
Evangelio es parte del ser discípulos de Cristo y es un compromiso constante
que anima toda la vida de la Iglesia.
«El impulso misionero es una señal clara de la madurez de
una comunidad eclesial» (Benedicto XVI, Exhort. ap. Verbum Domini, 95). Toda
comunidad es “adulta”, cuando profesa la fe, la celebra con alegría en la
liturgia, vive la caridad y proclama la Palabra de Dios sin descanso, saliendo
del propio ambiente para llevarla también a los “suburbios”, especialmente a
aquellos que aún no han tenido la oportunidad de conocer a Cristo. La fuerza de
nuestra fe, a nivel personal y comunitario, también se mide por la capacidad de
comunicarla a los demás, de difundirla, de vivirla en la caridad, de dar
testimonio a las personas que encontramos y que comparten con nosotros el
camino de la vida.
2. El Año de la fe, a cincuenta años de distancia del inicio
del Concilio Vaticano II, es un estímulo para que toda la Iglesia reciba una
conciencia renovada de su presencia en el mundo contemporáneo, de su misión
entre los pueblos y las naciones.
La misionariedad no es sólo una cuestión de territorios
geográficos, sino de pueblos, de culturas e individuos independientes,
precisamente porque los “límites” de la fe no sólo atraviesan lugares y
tradiciones humanas, sino el corazón de
cada hombre y cada mujer. El Concilio Vaticano II destacó de
manera especial como la tarea misionera, la tarea de ampliar los límites de la
fe es un compromiso de todo bautizado y
de todas las comunidades cristianas: «Viviendo el Pueblo de Dios en
comunidades, sobre todo diocesanas y parroquiales, en las que de algún modo se
hace visible, a ellas pertenece también dar testimonio de Cristo delante de las
gentes» (Decr. Ad gentes, 37). Por tanto, se pide y se invita a toda comunidad
a hacer propio el mandato confiado por Jesús a los Apóstoles de ser sus
«testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la
tierra» (Hch 1,8), no como un aspecto secundario de la vida cristiana, sino
como un aspecto esencial: todos somos enviados por los senderos del mundo para
caminar con nuestros hermanos, profesando y dando testimonio de nuestra fe en
Cristo y convirtiéndonos en anunciadores de su Evangelio. Invito a los Obispos,
a los Sacerdotes, a los Consejos presbiterales y pastorales, a cada persona y
grupo responsable en la Iglesia a dar relieve a la dimensión misionera en los
programas pastorales y formativos, sintiendo que el propio compromiso
apostólico no está completo si no contiene el propósito de “dar testimonio de
Cristo ante las naciones”, ante todos los pueblos. La misionariedad no es sólo
una dimensión programática en la vida cristiana, sino también una dimensión
paradigmática que afecta a todos los aspectos de la vida cristiana.
3. A menudo, la
obra de evangelización encuentra
obstáculos no sólo fuera, sino dentro de la comunidad eclesial. A veces el
fervor, la alegría, el coraje, la esperanza en
anunciar a todos el mensaje de Cristo y ayudar a la gente de nuestro
tiempo a encontrarlo son débiles; en ocasiones todavía se piensa que llevar la
verdad del Evangelio es violentar la libertad. Pablo VI usa palabras
iluminadoras al respecto: «Sería... un error imponer cualquier cosa a la
conciencia de nuestros hermanos. Pero proponer a esa conciencia la verdad
evangélica y la salvación ofrecida por Jesucristo, con plena claridad y con
absoluto respeto hacia las opciones libres que luego pueda hacer... es un
homenaje a esta libertad» (Exhort, Ap. Evangelii nuntiandi, 80). Siempre
debemos tener el valor y la alegría de proponer, con respeto, el encuentro con
Cristo, de hacernos heraldos de su Evangelio, Jesús ha venido entre nosotros
para mostrarnos el camino de la salvación, y nos ha confiado la misión de darlo
a conocer a todos, hasta los confines de la tierra. Con frecuencia vemos que
son la violencia, la mentira, el error las cosas que destacan y se proponen. Es
urgente hacer que resplandezca en nuestro tiempo la vida buena del Evangelio
con el anuncio y el testimonio, y esto desde el interior mismo de la Iglesia.
Porque, en esta perspectiva, es importante no olvidar un principio fundamental
de todo evangelizador: no se puede anunciar a Cristo sin la Iglesia.
Evangelizar nunca es un acto aislado, individual, privado, sino que es siempre
eclesial. Pablo VI escribía que «Cuando el más humilde predicador, catequista o
Pastor, en el lugar más apartado, predica el Evangelio, reúne su pequeña
comunidad o administra un sacramento, aun cuando se encuentra solo, ejerce un
acto de Iglesia», Este no actúa «por una misión que él se atribuye o por
inspiración personal, sino en unión con la misión de la Iglesia y en su nombre»
(Exhort, ap. Evangelii nuntiandi, 60).Y esto da fuerza a la misión y hace
sentir a cada misionero y evangelizador que nunca está solo, que forma parte de
un solo Cuerpo animado por el Espíritu Santo.
4. En nuestra
época, la movilidad general y la facilidad de comunicación a través de los
nuevos medios de comunicación han mezclado entre sí los pueblos, el
conocimiento, las experiencias. Por motivos de trabajo familias enteras se
trasladan de un continente a otro; los intercambios profesionales y culturales,
así como el turismo y otros fenómenos análogos empujan a un gran movimiento de
personas. A veces es difícil, incluso para las comunidades parroquiales,
conocer de forma segura y profunda a quienes están de paso o a quienes viven de
forma permanente en el territorio. Además, en áreas cada vez más grandes de las
regiones tradicionalmente cristianas
crece el número de los que son ajenos a la fe, indiferentes a la dimensión
religiosa o animados por otras creencias. Por tanto, no es raro que algunos
bautizados escojan estilos de vida que les alejan de la fe, convirtiéndolos en
necesitados de una “nueva
evangelización”.A esto se suma el hecho de que a una gran parte de la humanidad
todavía no le ha llegado la buena noticia de Jesucristo. Y que vivimos en una
época de crisis que afecta a muchas áreas de la vida, no sólo la economía, las
finanzas, la seguridad alimentaria, el medio ambiente, sino también la del
sentido profundo de la vida y los valores fundamentales que la animan. La
convivencia humana está marcada por tensiones y conflictos que causan
inseguridad y fatiga para encontrar el camino hacia una paz estable. En esta
situación tan compleja, donde el horizonte del presente y del futuro parece
estar cubierto por nubes amenazantes, se hace aún más urgente el llevar con
valentía a todas las realidades, el Evangelio de Cristo, que es anuncio de esperanza, reconciliación,
comunión, anuncio de la cercanía de Dios, de su misericordia, de su salvación,
anuncio de que el poder del amor de Dios es capaz de vencer las tinieblas del
mal y conducir hacia el camino del bien.
El hombre de nuestro tiempo necesita una luz fuerte que
ilumine su camino y que sólo el encuentro con Cristo puede darle. ¡Traigamos a
este mundo, a través de nuestro testimonio, con amor, la esperanza donada por
la fe! La naturaleza misionera de la Iglesia no es proselitista, sino
testimonio de vida que ilumina el camino, que trae esperanza y amor.
La Iglesia - lo repito una vez más - no es una organización
asistencial, una empresa, una ONG, sino que es una comunidad de personas,
animadas por la acción del Espíritu Santo, que han vivido y viven la maravilla
del encuentro con Jesucristo y desean
compartir esta experiencia de profunda alegría, compartir el mensaje de
salvación que el Señor nos ha dado. Es el Espíritu Santo quién guía a la
Iglesia en este camino.
5. Quisiera
animar a todos a ser portadores de la buena noticia de Cristo y estoy
agradecido especialmente a los misioneros y misioneras, a los presbíteros fidei donum, a los religiosos y religiosas y
a los fieles laicos - cada vez más numerosos - que, acogiendo la llamada del
Señor, dejan su patria para servir al Evangelio en tierras y culturas
diferentes de las suyas. Pero también me gustaría subrayar que las mismas
iglesias jóvenes están trabajando generosamente en el envío de misioneros a las
iglesias que se encuentran en dificultad - no es raro que se trate de Iglesias
de antigua cristiandad - llevando la frescura y el entusiasmo con que estas
viven la fe que renueva la vida y dona esperanza. Vivir en este aliento
universal, respondiendo al mandato de Jesús «Id, pues, y haced discípulos de
todas las naciones» (Mt. 28, 19) es una
riqueza para cada una de las iglesias particulares, para cada comunidad, y
donar misioneros y misioneras nunca es una pérdida sino una ganancia. Hago un
llamamiento a todos aquellos que sienten la llamada a responder con generosidad
a la voz del Espíritu Santo, según su estado de vida, y a no tener miedo de ser
generosos con el Señor. Invito también a los obispos, las familias religiosas,
las comunidades y todas las agregaciones cristianas a sostener, con visión de
futuro y discernimiento atento, la llamada misionera ad gentes y a ayudar a las
iglesias que necesitan sacerdotes, religiosos y religiosas y laicos para
fortalecer la comunidad cristiana. Y esta atención debe estar también presente
entre las iglesias que forman parte de una misma Conferencia Episcopal o de una
Región: es importante que las iglesias más ricas en vocaciones ayuden con
generosidad a las que sufren de escasez. Al mismo tiempo exhorto a los
misioneros y a las misioneras, especialmente los sacerdotes fidei donum y a los
laicos, a vivir con alegría su precioso servicio en las iglesias a las que son
destinados, y a llevar su alegría y su experiencia a las iglesias de las que
proceden, recordando cómo Pablo y Bernabé, al final de su primer viaje
misionero «contaron todo lo que Dios había hecho a través de ellos y cómo había
abierto la puerta de la fe a los gentiles» (Hechos 14:27). Ellos pueden llegar
a ser un camino hacia una especie de “restitución” de la fe, llevando la
frescura de las Iglesias jóvenes, de modo que las Iglesias de antigua
cristiandad redescubran el entusiasmo y la alegría de compartir la fe en un
intercambio que enriquece mutuamente en el camino de seguimiento del Señor.
La solicitud por
todas las Iglesias, que el Obispo de Roma comparte con sus hermanos en el
episcopado, encuentra una actuación importante en el compromiso de las Obras
Misionales Pontificias, que tienen como propósito animar y profundizar la
conciencia misionera de cada bautizado y de cada comunidad, ya sea llamando a
la necesidad de una formación misionera más profunda de todo el Pueblo de Dios,
ya sea alimentando la sensibilidad de las comunidades cristianas a ofrecer su
ayuda para favorecer la difusión del Evangelio en el mundo.
Por último,
dirijo un pensamiento a los cristianos que, en diversas partes del mundo, se
encuentran en dificultades para profesar abiertamente su fe y ver reconocido el
derecho a vivirla con dignidad. Ellos son nuestros hermanos y hermanas,
testigos valientes - aún más numerosos que los mártires de los primeros siglos
- que soportan con perseverancia apostólica las diversas formas de persecución
actuales. Muchos también arriesgan su vida para permanecer fieles al Evangelio
de Cristo. Deseo asegurarles que me siento cercano en la oración a las
personas, a las familias y a las comunidades que sufren violencia e
intolerancia y les repito las palabras consoladoras de Jesús: «Confiad, yo he
vencido al mundo» (Jn 16,33).
Benedicto XVI exhortaba: «Que la Palabra del Señor siga
avanzando y sea glorificada» (2 Ts 3, 1): que este Año de la fe haga cada vez
más fuerte la relación con Cristo, el Señor, pues sólo en él tenemos la certeza
para mirar al futuro y la garantía de un amor auténtico y duradero» (Carta Ap.
Porta fidei, 15). Este es mi deseo para la Jornada Mundial de las Misiones de
este año. Bendigo de corazón a los misioneros y misioneras y a todos los que
acompañan y apoyan este compromiso fundamental de la Iglesia para que el
anuncio del Evangelio pueda resonar en todos los rincones de la tierra, y
nosotros, ministros del Evangelio y misioneros, experimentaremos “la dulce y
confortadora alegría de evangelizar” (Pablo VI, Exhort. Ap. Evangelii
nuntiandi, 80).
Papa Francisco
Benedicto XVI exhortaba: «Que la Palabra del Señor siga avanzando y sea glorificada» (2 Ts 3, 1): que este Año de la fe haga cada vez más fuerte la relación con Cristo, el Señor, pues sólo en él tenemos la certeza para mirar al futuro y la garantía de un amor auténtico y duradero» (Carta Ap. Porta fidei, 15). Este es mi deseo para la Jornada Mundial de las Misiones de este año. Bendigo de corazón a los misioneros y misioneras y a todos los que acompañan y apoyan este compromiso fundamental de la Iglesia para que el anuncio del Evangelio pueda resonar en todos los rincones de la tierra, y nosotros, ministros del Evangelio y misioneros, experimentaremos “la dulce y confortadora alegría de evangelizar” (Pablo VI, Exhort. Ap. Evangelii nuntiandi, 80).
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