Gloria a Dios y
paz a los hombres
Una antigua costumbre prevé para la fiesta de Navidad tres
misas, llamadas respectivamente «de medianoche», «de la aurora» y «del día». En
cada una, a través de las lecturas que varían, se presenta un aspecto distinto
del misterio de forma que se tenga de él una visión por así decirlo
tridimensional. El evangelio de la Misa de medianoche se concentra en el
evento, en el hecho histórico. Se describe con una desconcertante sencillez,
sin ostentación alguna. Tres o cuatro líneas de palabras humildes y corrientes
para describir el acontecimiento, en absoluto, más importante en la historia
del mundo: la llegada de Dios a la tierra.
La tarea de mostrar
el significado y el alcance de este acontecimiento lo confía, el evangelista,
al canto que los ángeles entonan después de haber dado el anuncio a los
pastores: «Gloria a Dios en lo alto del cielo y paz en la tierra a los hombres
que ama el Señor». En el pasado esta última expresión se traducía de manera
distinta: «Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad». Con este
significado la expresión entró en el canto del «Gloria» y se hizo habitual en
el lenguaje cristiano. Tras el Concilio Vaticano II se suele indicar con ella a
todos los hombres honestos, que buscan la verdad y el bien común, sean o no
creyentes.
Pero se trata de
una interpretación inexacta y por ello actualmente en desuso. En el texto
bíblico original se trata de los hombres a los que ama Dios, que son objeto de
la buena voluntad divina, no que ellos tengan buena voluntad. De este modo, el
anuncio resulta todavía más consolador. Si la paz se otorgara a los hombres por
su buena voluntad, entonces se limitaría a pocos, a los que la merecen; pero
como se otorga por la buena voluntad de Dios, por gracia, se ofrece a todos. La
Navidad no apela a la buena voluntad de los hombres, sino que es anuncio
luminoso de la buena voluntad de Dios hacia los hombres.
La palabra clave
para entender el sentido de la proclamación angélica es por lo tanto la última,
la que habla del «querer», del «amor» de Dios hacia los hombres, como fuente y
origen de todo lo que Dios ha comenzado a realizar en Navidad. Nos ha
predestinado a ser sus hijos adoptivos «según el beneplácito de su voluntad»,
escribe el Apóstol; nos ha dado a conocer el misterio de su querer, según
cuanto había establecido «en su benevolencia» (Ef 1,5.9). Navidad es la suprema
epifanía de aquello que la Escritura llama la filantropía de Dios, o sea, su
amor por los hombres: «Se ha manifestado la bondad de Dios y su amor por los
hombres» (Tito 3, 4).
Sólo después de
haber contemplado la «buena voluntad» de Dios hacia nosotros podemos ocuparnos
también de la «buena voluntad» de los hombres: de nuestra respuesta al misterio
de la Navidad. Esta buena voluntad se debe expresar mediante la imitación de la
acción de Dios. Imitar el misterio que celebramos significa abandonar todo
pensamiento de hacer justicia solos, todo recuerdo de ofensas recibidas,
suprimir del corazón todo resentimiento aún justo, y ello respecto a todos. No
admitir voluntariamente ningún pensamiento hostil contra nadie; ni contra los
cercanos ni contra los lejanos, ni contra los débiles ni contra los fuertes, ni
contra los pequeños ni contra los grandes de la tierra, ni contra criatura
alguna que existe en el mundo. Y esto para honrar la Navidad del Señor, porque
Dios no ha guardado rencor, no ha mirado la ofensa recibida, no ha esperado a
que otro diera el primer paso hacia Él. Si esto no es posible siempre, durante
todo el año, por lo menos hagámoslo en tiempo de Navidad. Así ésta será de verdad
la fiesta de la bondad.
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