Texto del Evangelio (Mt 1,18-24): La
generación de Jesucristo fue de esta manera: Su madre, María, estaba desposada
con José y, antes de empezar a estar juntos ellos, se encontró encinta por obra
del Espíritu Santo. Su marido José, como era justo y no quería ponerla en
evidencia, resolvió repudiarla en secreto.
Así lo tenía planeado, cuando el Ángel
del Señor se le apareció en sueños y le dijo: «José, hijo de David, no temas
tomar contigo a María tu mujer porque lo engendrado en Ella es del Espíritu
Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque Él salvará
a su pueblo de sus pecados». Todo esto sucedió para que se cumpliese el oráculo
del Señor por medio del profeta: «Ved que la virgen concebirá y dará a luz un
hijo, y le pondrán por nombre Emmanuel, que traducido significa: “Dios con
nosotros”». Despertado José del sueño, hizo como el Ángel del Señor le había
mandado, y tomó consigo a su mujer.
José,
hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer
Hoy, la liturgia de la palabra nos invita
a considerar el maravilloso ejemplo de san José. Él fue extraordinariamente
sacrificado y delicado con su prometida María.
No hay duda de que ambos eran personas
excelentes, enamorados entre ellos como ninguna otra pareja. Pero, a la vez,
hay que reconocer que el Altísimo quiso que su amor esponsalicio pasara por
circunstancias muy exigentes.
Ha escrito el Papa Juan Pablo II que «el
cristianismo es la sorpresa de un Dios que se ha puesto de parte de su
criatura». De hecho, ha sido Él quien ha tomado la “iniciativa”: para venir a
este mundo no ha esperado a que hiciésemos méritos. Con todo, Él propone su
iniciativa, no la impone: casi —diríamos— nos pide “permiso”. A Santa María se
le propuso —¡no se le impuso!— la vocación de Madre de Dios: «Él, que había
tenido el poder de crearlo todo a partir de la nada, se negó a rehacer lo que
había sido profanado si no concurría María» (San Anselmo).
Pero Dios no solamente nos pide permiso,
sino también contribución con sus planes, y contribución heroica. Y así fue en
el caso de María y José. En concreto, el Niño Jesús necesitó unos padres. Más
aún: necesitó el heroísmo de sus padres, que tuvieron que esforzarse mucho para
defender la vida del “pequeño Redentor”.
Lo que es muy bonito es que María reveló
muy pocos detalles de su alumbramiento: un hecho tan emblemático es relatado
con sólo dos versículos (cf. Lc 2,6-7). En cambio, fue más explícita al hablar
de la delicadeza que su esposo José tuvo con Ella. El hecho fue que «antes de
empezar a estar juntos ellos, se encontró encinta por obra del Espíritu Santo»
(Mt 1,19), y por no correr el riesgo de infamarla, José hubiera preferido
desaparecer discretamente y renunciar a su amor (circunstancia que le
desfavorecía socialmente). Así, antes de que hubiese sido promulgada la ley de
la caridad, san José ya la practicó: María (y el trato justo con ella) fue su
ley.
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