De la contemplación gozosa del misterio
del Hijo de Dios nacido por nosotros, podemos sacar dos consideraciones.
La primera es que si en Navidad Dios se
revela no como uno que está en lo alto y que domina el universo, sino como
Aquél que se abaja, desciende sobre la tierra pequeño y pobre, significa que
para ser semejantes a Él no debemos ponernos sobre los demás, sino, es más,
abajarnos, ponernos al servicio, hacernos pequeños con los pequeños y pobres
con los pobres. Pero es algo feo cuando se ve a un cristiano que no quiere
abajarse, que no quiere servir. Un cristiano que se da de importante por todos
lados, es feo: ese no es cristiano, ese es pagano. El cristiano sirve, se
abaja. Obremos de manera que estos hermanos y hermanas nuestros no se sientan
nunca solos.
La segunda consecuencia: si Dios, por
medio de Jesús, se implicó con el hombre hasta el punto de hacerse como uno de
nosotros, quiere decir que cualquier cosa que hagamos a un hermano o a una
hermana la habremos hecho a Él. Nos lo recordó Jesús mismo: quien haya
alimentado, acogido, visitado, amado a uno de los más pequeños y de los más
pobres entre los hombres, lo habrá hecho al Hijo de Dios.
Encomendémonos a la maternal intercesión
de María, Madre de Jesús y nuestra, para que nos ayude en esta Santa Navidad,
ya cercana, a reconocer en el rostro de nuestro prójimo, especialmente de las
personas más débiles y marginadas, la imagen del Hijo de Dios hecho hombre.
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