1. JUAN EL BAUTISTA
Juan el Bautista está en el centro del primer pasaje
de la actividad pública de Jesús. En primer lugar se describe su presentación
(3,1-6), luego siguen su exhortación a convertirse (2,7-10) y el anuncio del
Mesías (3,12). El punto culminante de su actuación es el bautismo de Jesús
(3,13-17), con el que se pasa a la actividad de Jesús.
a) Presentación del Bautista (Mt/03/01-06).
Súbitamente, de la historia de la infancia del Mesías se salta a su actuación
como persona adulta. Esta nueva sección se introduce de manera aparentemente
descuidada: En aquellos días... No sabemos qué edad tiene Jesús. San Mateo
parece tener poco interés por los datos biográficos e históricos (cf. Lc
3,1-6). Esto se puede ver aquí y en todo el libro. En esto tenemos una
indicación para leer este Evangelio con la debida orientación. A san Mateo
siempre le interesa ante todo el asunto; no los pormenores históricos ni el
colorido polícromo de los acontecimientos, sino su significado interno, su
sentido y su declaración acerca de Dios y de Jesucristo. El evangelista en
primer lugar los anuncia para la fe de sus oyentes. Todo lo que leemos es en
primer lugar testimonio de la fe, nacido de la fe y dispuesto para nuestra fe.
1 En aquellos días se presenta Juan el Bautista
predicando en el desierto de Judea. 2 Decía: Convertíos. porque el reino de los
cielos está cerca.
La primera frase se dirige rápidamente a su objetivo:
el mensaje del Bautista en el v. 2. Sólo nos enteramos de unos pocos pormenores
de esta hora trascendental. Se presenta Juan el Bautista. Aquí se le menciona
por primera vez, pero se hace esta mención como si se tratara de una persona
conocida desde hace mucho tiempo. En los antecedentes históricos san Mateo no
cuenta nada de él, a diferencia de san Lucas (cf. Lc 1,5-25;39-80). En este
pasaje san Mateo tampoco da ninguna información de lo que nos gustaría saber:
los padres de Juan, el lugar y el día de su nacimiento, su formación y su
vocación. Aquí solamente se indica el nombre propio y se añade «el Bautista»
como un sobrenombre invariable. Todos saben quién es él; su presentación ha
conmovido profundamente el tiempo; su figura es como una roca prominente en la
historia. Pero no nos podemos detener, sino que nos dejamos mover por la
siguiente frase concisa.
Predicando en el desierto de Judea. Por tanto lo
principal es su palabra. Juan proclamaba, pregonaba, anunciaba..., porque la
palabra griega alude a la proclamación de un mensaje por medio del heraldo. En
el desierto de Judea, o sea en la región pedregosa de los montes de Judea hasta
la hondonada del Jordán con el mar Muerto, en la roca descolorida, desmirriada.
El llamamiento del heraldo viene desde fuera. No se mezcla con el ruido y las
habladurías de las calles y plazas verbosas. Suena desde lejos como un clarín
solitario y aislado. El desierto es el espacio de la pureza y de la vacuidad.
Nada obstruye la mirada hacia el cielo: ningún árbol, ninguna casa, ningún
muro. Nada hay que ataje el paso hacia Dios ni impida la percepción de su palabra.
El tiempo de la peregrinación por el desierto es el tiempo ejemplar de la
salvación: «Como uvas en el desierto tomé yo a Israel; como a brevas de
higuera, así miré a sus padres» (Os 9,10). La salvación vendrá del desierto:
«Heos aquí que las haré yo nuevas, y ahora saldrán a luz, y vosotros las
presenciaréis: Abriré un camino en el desierto, y manantiales de agua en país
yermo» (Is 43,19; cf. 41,18-20). En tiempo de Jesús se esperaba del desierto al
Mesías: Si os dicen, pues: Mirad que está en el desierto... (Mt 24,26). El
mensaje es lo más conciso y grande que es posible. Contiene dos frases: la
primera de las cuales es «Convertíos». La palabra original griega (metanoeite)
también podría traducirse por «arrepentíos» o «haced penitencia». En esta llamada
se reconoce al profeta. «Volveos», «convertíos», es la llamada (que siempre se
repite y que es retransmitida de un profeta a otro, como si fuera una antorcha)
para retornar a Dios. En Ezequiel esta llamada llega a su apogeo, unida con la
promesa de la vida. Se reclama un completo cambio de la manera de pensar y
vivir: «Volveos y convertíos de todas vuestras transgresiones... Arrojad lejos
de vosotros todas vuestras prevaricaciones que habéis cometido y formaos un
corazón nuevo y un nuevo espíritu. ¿Por qué has de morir, casa de Israel,
puesto que yo no deseo la muerte del pecador, dice el Señor Dios, convertíos y
viviréis» (Ez 18,30-32). La peregrinación que conduce a la muerte, debe
desembocar en la vida. Los pecados que gravan sobre el corazón, deben ser
arrojados fuera, y en su lugar debe formarse un nuevo corazón, perfectamente
entregado a Dios, y un nuevo espíritu, que anime y estimule a este corazón.
Con este amplio sentido hay que oir el llamamiento del
Bautista. Se trata de la vida o la muerte, la ruina o la salvación. Entonces y
siempre. Ningún profeta había antes añadido a esta llamada una razón semejante:
«Porque el reino de Dios está cerca». Los profetas amenazaban con el juicio de
Dios, con el arrebato de la ira de Dios y con la represalia, con el terrible
«día de Yahveh»: «Por ventura aquel día del Señor no será día de tinieblas, y
no de luz» (Am 5,20). Amós está bajo el peso y la cercanía apremiante de este
día, lo que da una fuerza irresistible a su llamada para hacer penitencia. El
acontecimiento a que se refiere el Bautista, ¿es este día sombrío, en que se
descarga el ardor acumulado de la ira de Dios sobre Israel y las naciones? Si
se escucha la predicación del Bautista sobre la penitencia (3,7-10), se tiene
que dar una respuesta afirmativa a esta pregunta. Pero esto es imposible aquí,
al principio, cuando el Bautista emplea la expresión «reino de los cielos».
Esta locución resuena con viveza e infunde alegres esperanzas. Alude al
establecimiento del reino de Dios en todo el mundo y para todo el tiempo, al
triunfo brillante de Dios al fin de la historia, a la bienaventuranza y alegría
de todos los que pertenecen a Dios. Este reino ahora ha llegado, está tan cerca
delante de la puerta, que Juan puede decir: «Ahora realmente viene, lo proclamo.
Era una hora emocionante...»
Llama la atención que las primeras palabras de la
predicación de Jesús en el relato de san Mateo sean exactamente iguales a éstas
de Juan (4,17). ¿Es que el Bautista sólo ha anunciado lo que Jesús? Como
precursor de Jesús ¿no tiene que ser más sobrio en palabras, hablar solamente
de la penitencia y de la conversión, y en cambio dejar el anuncio de la gran
alegría al que viene después de él? Ciertamente que sí, como veremos con
claridad en el pasaje siguiente. Pero Mateo quiere decir que Juan Bautista ya
pertenece al tiempo nuevo. Está al otro lado de la frontera que separa el
tiempo antiguo y el tiempo nuevo. Con él ya empieza a realizarse el reino de
Dios. De este modo también se dice algo más: en último término su exhortación a
la penitencia tan severa y tan penetrada por el temor del «día de Yahveh», está
al servicio del alegre acontecimiento, de la buena nueva, de la incipiente
salvación. La palabra de Juan no debe sofocar al hombre, sino levantarlo. Juan
el Bautista exige una conversión estricta, pero por un objetivo glorioso, es
decir por el mayor que podemos conocer y pensar, el reino de Dios...
3 Juan es el anunciado por el profeta Isaías cuando
dijo: Voz del que clama en el desierto: «Preparad el camino del Señor, haced
rectas sus sendas».
Después del prólogo majestuoso, ya se nos da a conocer
a Juan con más pormenor. De nuevo es significativo que primero oigamos hablar
de su rango en el plan de Dios, y luego de los pormenores de su aparición.
Isaías había designado de antemano su cargo, cuando daba voces a los cansados
proscritos en Babilonia, diciendo: «Una voz grita: Preparad en el desierto un
camino para el Señor. Enderezad en la soledad las sendas de nuestro Dios. Todo
valle ha de ser alzado, y todo monte y cerro abatido; y los caminos torcidos se
harán rectos, y los ásperos, llanos. Entonces se manifestará la gloria del
Señor y toda carne la verá, pues la boca del Señor ha hablado» (Is 40,3-5).
Isaías vio una magnífica procesión que a través del desierto se dirigía a la
patria (Is 40,9-11), y oyó el llamamiento a preparar la ruta y allanarla para
que pase el Señor. En este paso Dios avanzará con el pueblo jubilante.
La Iglesia y el
evangelista oyen de nuevo estas palabras con gran audacia, y las entienden como
referidas a Juan. Él es quien entonces ha exclamado, quien ahora exclama:
Preparad el camino del Señor. Isaías no podía indicar quién profiere esta
llamada, pero nosotros lo sabemos. Dios debía avanzar con el pueblo en el
desfile triunfal, pero ahora viene corporalmente el que tiene por nombre «Dios
con nosotros». Por toda la escena la mirada de la fe reconoce a las dos
figuras: El heraldo mensajero es Juan, y el Señor es el Mesías. Se acerca la
liberación de la servidumbre.
4 Juan llevaba un vestido de pelo de camello con un
ceñidor de cuero a la cintura: su alimento consistía en langostas y miel
silvestre. 5 Jerusalén, Judea entera y toda la región del Jordán acudían a él.
La vida externa del Bautista es austera. Lleva un vestido
de pelo de camello sujeto tan sólo con un cinturón de cuero. Se alimenta del
escaso alimento producido por el monte yermo: langostas y miel silvestre. Con
pocos rasgos, se traza la figura de un hombre, cuya vida puede atestiguar lo
que él exige a los demás. No se desoye la llamada. Repercute en Jerusalén,
Judea entera y toda la región del Jordán. Empieza una gran peregrinación, pero
no es la que vio el profeta de un pueblo liberado por el camino que conduce a
la patria; aquí, a la inversa, el pueblo sale al encuentro del solitario
pregonero del desierto, del hombre de Dios; no en busca de sensaciones, sino
para renovar la vida. Aunque las expresiones pueden ser exageradas, lo cierto
es que una profunda conmoción embarga al pueblo de Judá y le hace salir hasta
el lugar donde se encuentra Juan. Un charlatán o un flautista de Hamelin puede
congregar también un público entusiasta y desencadenar reacciones emotivas en
el pueblo, pero cuando resuena la voz de Dios, no se reduce todo a humo de
pajas. Allí no hubo ninguna sugestión de masas. Se conmueve el corazón del
individuo, y éste es llamado a tomar una decisión personal...
6 y él los bautizaba en el río Jordán al confesar
ellos sus pecados.
Juan bautizaba a todos los que venían a él. Juan había
instituido un rito especial para disponerse a la conversión: el bautismo. Había
llegado a ser tan significativo para él, que recibió el sobrenombre de «el
Bautista». En el Jordán, probablemente no lejos de la desembocadura en el mar
Muerto, Juan bautiza por inmersión a todos los que se le presentan. Se debe
lavar simbólicamente el pecado. Es cierto que en tiempos de Juan se hacían
abluciones y baños en el judaísmo oficial y en las comunidades de las sectas.
Eran una de las ocupaciones cotidianas, una parte constitutiva de la vida
legal. El bautismo de Juan es distinto de todas estas abluciones y baños, era
una señal de que el hombre se convierte, se renueva, se dispone para la
salvación que se acerca, es un indicador del fin de los tiempos, en el sentido
del profeta: «Lavaos, purificaos, apartad de mis ojos la malignidad de vuestros
pensamientos, cesad de obrar mal, aprended a hacer el bien» (Is 1,16s). El que
así era sumergido en las aguas del río, debía vivir en adelante como un hombre
nuevo, orientado por completo hacia lo venidero.
b) Exhortación a convertirse (Mt/03/07-10).
7 Pero al ver que venían al bautismo muchos fariseos y
saduceos, les dijo: Raza de víboras, ¿quién os ha enseñado a huir del inminente
castigo? 8 ¡A ver si dais frutos propios de conversión!
Entre los romeros no había solamente gente sencilla,
sino también comerciantes y soldados, piadosos fariseos y miembros del sanedrín
de Jerusalén. No es, pues, de maravillar que entre la multitud Juan también
viera a «muchos fariseos y saduceos», que querían bautizarse, y por tanto
estaban dispuestos a convertirse. No obstante llama la atención que el único
fragmento detallado de la predicación, que encontramos en el Evangelio, va
dirigido solamente a aquel grupo.
Probablemente lo que san Mateo quiere decir es que el
tratamiento incisivo y áspero de raza de víboras se ajusta a los que así se
descubren en el curso del Evangelio (cf. 12,34; 23,33). Pero no puede haber
ninguna duda de que este fragmento contiene en términos muy generales
pensamientos básicos de la predicación del Bautista. Explica la primera palabra
del programa: «Convertíos.» Después del denuesto «¡raza de víboras!» retumba
como un trueno la siguiente pregunta: «¿Quién os ha enseñado a huir del
inminente castigo?» Es el acontecimiento amenazador, contra el que previnieron
los profetas antes de Juan, como ya hemos visto. El día de la catástrofe y de
la aniquilación, el día de Yahveh, que no es luz, sino tinieblas; este día está
ante la puerta, se acerca con tal ímpetu y rapidez, que nadie puede huir de él.
Quizás resonaron en Juan palabras como las que Amós ha pronunciado acerca de la
imposibilidad de evitar el día del Señor: «Como un hombre que huyendo de la
vista de un león diere con un oso o entrando en su casa, al apoyarse con su mano
en la pared, fuese mordido de una culebra» (Am 5,19). Nadie puede huir. El que
crea estar seguro, es cogido antes; al que busca la huida, el escondrijo le
resulta fatal. También a vosotros os sobreviene este día, a nadie le deja el
camino libre para huir. «Porque es grande y muy terrible el día del Señor. ¿Y
quién podrá soportarlo?» (/Jl/02/11). Con todo hay una huida, un camino, que no
preserva del acontecimiento, pero que ayuda a soportarlo. Es cierto que el día
viene, pero no como juicio e ira, si os convertís: ¡A ver si dais frutos
propios de conversión! La penitencia es lo único que puede salvaros: abandonar
el camino falso y recorrer el camino de la justicia; permutar la ruta que
conduce a la muerte con la que lleva a la vida; arrojar fuera el pecado y
elegir a Dios. La conversión ha de acreditarse con obras, una nueva vida debe
corresponder a la plena conversión a Dios. Hay que notar algo sobre este
particular. No es suficiente una mudanza en la manera de pensar, un cambio del
alma y del espíritu. Tiene que transformarse toda la vida, tiene que haber
«frutos propios de la conversión».
9 Y no os hagáis ilusiones diciendo en vuestro
interior: ¡Tenemos por padre a Abraham! Porque os aseguro que poderoso es Dios
para sacar de estas piedras hijos de Abraham. 10 Ya el hacha está puesta a la
raíz de los árboles. Y todo árbol que no da fruto bueno será cortado y arrojado
al fuego.
¿Qué valor tienen las seguridades, nuestras garantías?
¿No somos el pueblo elegido, agraciado con copiosas promesas y privilegios? ¿No
somos hijos del «padre» Abraham? A través del mismo linaje ¿no participamos
también de su promesa? ¿No se nos atribuye también su mérito, de tal forma que
no tengamos que temer por nuestra salvación? ¿No se detiene el alud del juicio
ante los hijos de la elección? Dice Juan: «No os hagáis ilusiones diciendo en
vuestro interior: Tenemos por padre a Abraham. Porque os aseguro que poderoso
es Dios para sacar de estas piedras hijos de Abraham.» Esto es inaudito, es una
herejía. ¿Dios no respeta los privilegios? Sí, los respeta, pero no le compran
la conversión insistiendo celosamente en las prerrogativas. Ante Dios no tiene
valor la certeza de salvarse sin la propia conversión. Mirad las toscas piedras
que están alrededor. Dios no necesita vástagos, Dios quiere tener verdaderos
hijos. Si vosotros no los sois, rehusando hacer penitencia, entonces Dios de
estas piedras formará un nuevo linaje de Abraham. Esto tuvo que poner a todos
en movimiento, y sacar de quicio a los judíos que estaban seguros de sí mismos,
a los que creen se acreedores de Dios, a los versados en la Escritura. Dios ha
determinado un orden de la salvación, y cumple lo que promete, incluso con
respecto al pueblo elegido. Pero no por eso puede nadie conseguir por astucia
convertirse, salvarse y obtener la vida. Eso tiene que hacerlo cada uno con su
propio esfuerzo, incluso en la Iglesia, incluso hoy día...
Aquí ya se adivina cómo se hace saltar el antiguo
armazón y se descubre en el horizonte otro Israel, que no se encubre con la
comunidad nacional del judaísmo: san Pablo llamará a Abraham el «padre de todos
los creyentes, aunque no circuncidados» y también le llamará «padre de los
circuncidados», aunque solamente de aquellos que le siguen en la fe (Rom
4,11s). Juan solamente quiere sacudir la seguridad que confía en la propia
justicia, aún no debía pensar en un Israel de los gentiles. Pero los caminos
están trazados, y san Pablo es el primero que anda por ellos. ¡Qué trastorno se
anuncia! Esto es realmente «preparar el camino» y «hacer rectas las sendas»...
El tiempo apremia y no se puede demorar la conversión:
Ya el hacha está puesta a la raíz de los árboles. Unos pocos golpes más y los
árboles se hienden y quiebran. Conviene darse prisa, no vaciléis un momento.
Ahora unas imágenes se intercalan en otras: los árboles, los frutos de los
árboles, el hacha para talar. El hacha está a punto y seguro que dará en el
blanco; semejantemente nadie puede huir del día del enojo. Se tala, pero no se
quema el árbol del que se ha convertido. Puede subsistir en el fuego de la
destrucción. Todos los demás árboles están destinados al fuego: se corta y se
arroja al fuego todo árbol que no lleve buen fruto. El fuego es el fuego de la
sentencia de aniquilación. Ya está encendido y se abre camino trabajosamente,
ávido de alimento. Son roídos por el fuego todos los que no se han
convertido...
c) El anuncio del Mesías (Mt/03/12).
11 Yo os bautizo con agua para la conversión. Pero el
que viene detrás de mí es más fuerte que yo, y ni siquiera soy digno de llevarle
las sandalias; él os bautizará con Espíritu Santo y fuego.
Juan no sólo está bajo la impresión del «día de
Yahvéh». sino bajo los efectos de otra luz, proyectada poderosamente sobre él.
Su misión no es solamente pregonar la catástrofe, sino anunciar un personaje;
no sólo notificar la proximidad del juicio, sino la proximidad de una persona.
Se le ha concedido decir lo que ningún profeta antes de él pudo decir: El que
viene detrás de mí es más fuerte que yo. No se dice su nombre, es «el que
viene» por antonomasia. Por una parte es el esperado, cuya llegada se espera y
en quien se ha esperado, por otra parte es el que ahora ya está cerca y por así
decir está delante de la puerta. Este nombre, «el que viene», manifiesta su
aparición, que está ya muy próxima. Cada adviento hace experimentar
intensamente a la Iglesia la proximidad del «que llega»...
Juan muestra con dos metáforas que este otro es más
poderoso que él. La primera metáfora habla del bautismo. Su propio bautismo se
llevaba a cabo con agua para la conversión. Su bautismo tenía por finalidad la
conversión y la expresaba. El bautizado era bañado con agua, lo cual reclamaba
una nueva vida. La actividad de Juan era una selladura externa y una
confirmación de esta voluntad, la realización de un signo, cuyo contenido debía
cumplir en el individuo. Pero ahora viene el que es más fuerte; también él
administrará un bautismo, pero de una índole completamente distinta: Él os
bautizará con Espíritu Santo y fuego. En primer lugar sin agua, que solamente
moja la superficie, sino con el Espíritu viviente de Dios, que transforma los
corazones. Es creado de nuevo con toda certeza aquello de lo que echa mano el
Espíritu de Dios. «El que es más fuerte» es capaz de dar este don. El Espíritu
de Santo de Dios es un don del tiempo final. Isaías ve el país desguarnecido y
devastado «hasta tanto que desde lo alto se derrame sobre nosotros el espíritu
del Señor. Entonces el desierto se convertirá en un vergel...» (Is 32,15).
Isaías oye el anuncio de Dios: «Derramaré mi espíritu sobre tu linaje, y la
bendición mía sobre tus descendientes» (Is 44,3). Entre los acontecimientos del
fin Joel también nombra la efusión del Espíritu, que Pedro ve cumplido en
pentecostés: «Y después de esto derramaré yo mi espíritu sobre toda clase de
hombres; y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas; vuestros ancianos
tendrán sueños, y tendrán visiones vuestros jóvenes. Y aun también sobre los
siervos y siervas derramaré en aquellos días mi espíritu» (Jl 3,1s). Esta
fuerza verdaderamente divina tiene que haber sido dada al «que es más
fuerte...» Además: también bautizará con fuego. Juan habló del fuego del juicio
(3,10). Eso también es una imagen antigua del día de Yahveh: «Porque he aquí
que llegará aquel día semejante a un horno encendido, y todos los soberbios, y
todos los impíos serán como rastrojo, y aquel día que debe venir los abrasará,
dice el Señor de los ejércitos, sin dejar de ellos raíz ni renuevo alguno» (Mal
4,1; cf. Jl 2,1-5). La llama abatirá al que no se ha convertido, el Espíritu se
derramará sobre los convertidos. En esto consiste el doble bautismo. Pero el
primero está en el primer plano, como muestra el versículo siguiente.
12 Tiene el bieldo en la mano y limpiará su era;
recogerá su trigo en el granero, pero la paja la quemará en un fuego que no se
apaga.
Esta otra metáfora procede de la vida del campesino:
la mies. Se reúne el grano y se aventa en la era. Allí la paja se separa del
trigo; la paja vuela impulsada por el viento, el grano por su peso cae al
suelo. Se quema la paja, y el trigo se almacena en el granero. Eso es lo que
ahora va a suceder. «EI más fuerte» ya ha cogido la pala. La separación
empezará dentro de pocos momentos. Pero ¿no es propio de Dios, no es privilegio
suyo celebrar el juicio? ¿No lo indica así el hecho de que se hable de «su
trigo», con el cual solamente se puede aludir a las personas adictas a Dios, a
los que se han convertido? Y la paja no se quema en la era, como en realidad se
hace, sino que es arrojada a un fuego que no se apaga, que solamente puede ser
el fuego de la gehenna, del infierno. Juan sólo conoce un juicio, que es el
juicio de Dios. Cuando habla del juicio, tiene que decir todo lo que los
profetas han anunciado antes que él sobre el juicio. Pero el que lo lleva a
término no es Dios, sino «el más fuerte», que es el Mesías. De él se afirma lo
que hasta esta hora era privilegio santo de Dios. La imagen del Mesías ya al
principio tiene unas dimensiones que ningún judío hubiese podido imaginar:
Señor y juez del tiempo final. Realmente es «el más fuerte», ante el que Juan
se postra, y no se siente capaz de prestarle el menor servicio de un esclavo, a
saber, de llevar tras él las sandalias. El que está enviado a ir delante de él,
no se encuentra en condiciones de correr detrás de él como servidor. San Mateo
escribe pocas frases sobre la presentación y predicación del Bautista. Sin
embargo estas frases dan un concepto grandioso del hombre a quien Jesús designa
como el «mayor entre los nacidos de mujer» (11,11). Si Juan está por encima de
todos los demás y por otra parte ve que es tan grande la distancia entre él y
el Mesías, ¿qué diremos nosotros, si nos comparamos con el Mesías? En el
mensaje de Juan predominan los colores obscuros. Le hace estremecer, es el día
del juicio de Dios, y su anuncio del Mesías está también bajo la impresión de
esta tormenta amenazadora. Según parece, Juan sólo puede ver al Mesías como
ejecutor del enojo divino. Pero el hecho de que se anuncie el Mesías, ya es una
buena nueva, la primera luz que difunde el llamamiento: «El reino de los cielos
está cerca». Y el Mesías no sólo viene para el espantoso juicio, sino que
también trae el espíritu vivificante para un pueblo nuevo...
2. BAUTISMO DE JESÚS (Mt/03/13-17). J/BAU
13 Entonces Jesús llega de Galilea al Jordán, y se
presenta a Juan para que lo bautice. 14 Pero Juan quería impedírselo, diciendo:
Soy yo quien debería ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí? 15 Pero Jesús le
contestó: Permítelo por ahora; porque es conveniente que así cumplamos toda
justicia. Entonces Juan se lo permitió.
Jesús viene como uno de tantos, y con la intención
expresamente mencionada de ser bautizado. Esto no se había dicho tan claramente
de los fariseos y saduceos (3,7), es bastante singular, e inmediatamente
suscita la pregunta: ¿Cómo puede humillarse entre los más débiles el que fue
designado como «el que es más fuerte» y a quien se han atribuido tales
facultades? ¿Cómo es posible que el juez de los demás aquí juzgue, al parecer,
su propia vida? El que debía bautizar con el Espíritu Santo ¿se deja ahora
lavar con agua? Tales preguntas probablemente se han formulado muy pronto en el
tiempo misional de la primitiva Iglesia, cuando se informaba del bautismo de
Jesús. Los demás evangelistas pasan por alto la dificultad y no le dan ninguna
respuesta. En san Mateo, el Bautista y Jesús dan ya la respuesta en su
encuentro. Juan debió de reconocer en seguida a Jesús. La escena no se describe
con pormenores, como en el Evangelio de san Juan (Jn 1,29-37). El Bautista
tampoco lo da a conocer al pueblo. Procura disuadirle de su propósito con la
pregunta desconcertada: Soy yo quien debería ser bautizado por ti, ¿y tu vienes
a mí? Juan aún no ha sido bautizado con el bautismo del espíritu, que acaba de
anunciar, y pide a Jesús este bautismo, que una vez más se describe como
superior, como la revelación de su propio bautismo, y de este modo el tiempo
antiguo es separado del nuevo. La línea divisoria queda trazada, por así decir,
a través de la figura de Juan. Es verdad que entre los nacidos de mujer no ha
surgido nadie mayor que él, pero también se dice que «el más pequeño en el
reino de los cielos es mayor que él» (Mt 11,11). Su pregunta no es ante todo
una señal de humildad personal o del deseo de la propia salvación, sino que es
la consecuencia de su predicación: ahora viene el tiempo del «más fuerte»; el
que bautiza con Espíritu y fuego no tiene nada que ver con mi bautismo de
penitencia. Jesús le contesta: Permitemelo por ahora. No te opongas y deja que
ocurra lo que es necesario. Porque es conveniente que así cumplamos toda
justicia. Es curioso que Jesús se solidarice con el Bautista y use la primera
persona del plural «cumplamos». Los que tienen un rango tan desigual (Juan no
se siente capaz de prestar el más insignificante servicio de esclavo) están
unidos en un respecto: ahora nos está encomendado a nosotros dos algo a lo que
no podemos sustraernos. Se trata de «toda justicia». ¿Qué significa esto? ¿No
es la justicia una conducta personal dentro del ámbito de la perfección, como
fue atribuida a José? Aquí también se hace referencia a esta conducta: en todo
tenemos que hacer dócilmente lo que Dios ahora quiere. Los dos estamos
subordinados a una orden superior. Es el «camino de la justicia», el camino que
conduce a la verdadera vida, por el cual vino Juan (21,32). El Mesías toma el
mismo camino, el cual le conducirá por la obediencia a la muerte. El Mesías ya
desde el principio indica a todos los imitadores lo que es la «justicia» que
debe aventajar mucho la de los escribas y fariseos (d. 5,20): mortificar la
propia voluntad, identificarse profunda e interiormente con la voluntad de
Dios...
16 Apenas bautizado Jesús, salió en seguida del agua,
y en esto se abrieron los cielos y vio al Espíritu de Dios descender, como una
paloma, y venir sobre él, 17 mientras de los cielos salió una voz que decía:
Éste es mi Hijo amado, en quien me he complacido.
Esta escena casi parece una respuesta a la dicción
«toda justicia». Jesús sale del agua, el cielo se hiende y Jesús ve al Espíritu
de Dios descender, como una paloma, y venir sobre él. San Mateo describe el
acontecimiento como una experiencia personal del Señor; el gran público parece
que no nota nada (Así también Mc 1,10; de otra manera hablan Lc 3.21s, y Jn
1,3, que no menciona el bautismo). Es algo que ocurre entre el Padre y él, es
un misterio dentro de la esfera divina. De nuevo se habla del «Espíritu de
Dios», el cual ya actuó en la concepción milagrosa en el seno de la virgen
(1,18.20). Es obra del Espíritu el principio de la vida, y también lo es el
comienzo de la actividad. Cuando el Espíritu desciende «sobre él», toma
posesión de él. Así también hablaban los hombres de Dios en el Antiguo
Testamento, y sobre todo Isaías anuncia acerca del Mesías: «Está sobre mí el
espíritu del Señor; porque el Señor me ha ungido, y me ha enviado a llevar la
buena nueva a los pobres» (Is 61,1). Toda misión procede de Dios nuestro Señor,
pero la realización es llevada a cabo e impulsada por su Espíritu Santo. Así
también sucede en el Mesías... A la señal silenciosa del Espíritu que
desciende, sobreviene la palabra del Padre, que resuena desde el cielo: Éste es
mi Hijo amado, en quien me he complacido. He aquí una revelación que quita el
aliento. Dios muestra su predilección por este hombre, que está a la orilla del
Jordán como un hombre del pueblo, discreto e inadvertido. A este hombre Dios le
llama su «Hijo amado». El adjetivo tiene el significado de «el único», pero
aquí también resuena la viveza y la proximidad del amor, que experimentamos en
primer lugar. En la antigua alianza también se habla de los «hijos de Dios».
Especialmente los reyes de Israel son designados así. Están particularmente
cerca de Dios, ya que representan su dominio y su gloria en la tierra. Pero
antes Dios a nadie había llamado nunca «mi hijo amado». Se denota un misterio
nuevo e incomparable, conocido por Jesús, ignorado entonces por los
circunstantes, proclamado más tarde jubilosamente por la fe de la Iglesia. El
Padre no designa a Jesús como su Hijo, para presentarlo al mundo o para
revelarse a él personalmente, sino para mostrar su predilección por él. «En
quien me he complacido» quiere decir: me complace en todo lo que dice y hace,
en su vida y en sus sufrimientos. La actividad, que pronto ha de empezar, lleva
expresamente y desde un principio el sello del divino reconocimiento. Ya de
antemano está resuelto lo que Dios hará con la resurrección del crucificado.
Principio y fin se corresponden mutuamente como dos pilares, en los que
descansa el presente
El Padre no designa a Jesús como su Hijo, para presentarlo al mundo o para revelarse a él personalmente, sino para mostrar su predilección por él. «En quien me he complacido» quiere decir: me complace en todo lo que dice y hace, en su vida y en sus sufrimientos. La actividad, que pronto ha de empezar, lleva expresamente y desde un principio el sello del divino reconocimiento. Ya de antemano está resuelto lo que Dios hará con la resurrección del crucificado. Principio y fin se corresponden mutuamente como dos pilares, en los que descansa el presente
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