Texto del Evangelio (Lc 2,36-40): Había
también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, de edad
avanzada; después de casarse había vivido siete años con su marido, y
permaneció viuda hasta los ochenta y cuatro años; no se apartaba del Templo,
sirviendo a Dios noche y día en ayunos y oraciones. Como se presentase en
aquella misma hora, alababa a Dios y hablaba del Niño a todos los que esperaban
la redención de Jerusalén.
Así que cumplieron todas las cosas según
la Ley del Señor, volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El Niño crecía y
se fortalecía, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre Él.
Alababa
a Dios y hablaba del Niño a todos
Hoy, José y María acaban de celebrar el
rito de la presentación del primogénito, Jesús, en el Templo de Jerusalén.
María y José no se ahorran nada para cumplir con detalle todo lo que la Ley
prescribe, porque cumplir aquello que Dios quiere es signo de fidelidad, de
amor a Dios.
Desde que su hijo —e Hijo de Dios— ha
nacido, José y María experimentan maravilla tras maravilla: los pastores, los
magos de Oriente, ángeles... No solamente acontecimientos extraordinarios
exteriores, sino también interiores, en el corazón de las personas que tienen
algún contacto con este Niño.
Hoy aparece Ana, una señora mayor, viuda,
que en un momento determinado tomó la decisión de dedicar toda su vida al
Señor, con ayunos y oración. No nos equivocamos si decimos que esta mujer era
una de las “vírgenes prudentes” de la parábola del Señor (cf. Mt 25,1-13):
siempre velando fielmente en todo aquello que le parece que es la voluntad de
Dios. Y está claro: cuando llega el momento, el Señor la encuentra a punto.
Todo el tiempo que ha dedicado al Señor, aquel Niño se lo recompensa con
creces. —¡Preguntadle, preguntadle a Ana si ha valido la pena tanta oración y
tanto ayuno, tanta generosidad!
Dice el texto que «alababa a Dios y
hablaba del Niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén» (Lc
2,38). La alegría se transforma en apostolado decidido: ella es el motivo y la
raíz. El Señor es inmensamente generoso con los que son generosos con Él.
Jesús, Dios Encarnado, vive la vida de
familia en Nazaret, como todas las familias: crecer, trabajar, aprender, rezar,
jugar... ¡“Santa cotidianeidad”, bendita rutina donde crecen y se fortalecen
casi sin darse cuenta la almas de los hombres de Dios! ¡Cuán importantes son
las cosas pequeñas de cada día!
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