Madre
por la fe
El primer día del año la Iglesia celebra
la solemnidad de María Santísima «Madre de Dios». Un título que expresa uno de
los misterios y, para la razón, una de las paradojas más elevadas del
cristianismo. Ha llenado de estupor la liturgia de la Iglesia, que exclama:
«¡Lo que los cielos no pueden contener, se ha encerrado en tu seno, hecho
hombre!».
Con motivo la Iglesia nos lleva a
celebrar la fiesta de María Madre de Dios en la octava de Navidad. Fue en
Navidad, de hecho, en el momento en que «dio a luz a su hijo primogénito»
(Lucas 2,7), no antes, que María se convirtió verdadera y plenamente en Madre
de Dios. Madre no es un título como los demás, que se añade desde fuera, sin
incidir sobre el ser mismo de la persona. Se es madre pasando por una serie de experiencias
que dejan esta huella para siempre y modifican no sólo la conformación del
cuerpo de la mujer, sino también la conciencia que tiene de sí misma.
Al hablar de la maternidad divina de
María, la Escritura pone constantemente de relieve dos elementos o momentos
fundamentales que se corresponden, por lo demás, a los que la experiencia común
humana considera esenciales para que se tenga una verdadera y plena maternidad.
Son concebir y dar a luz. «He aquí que concebirás en tu seno y darás a luz un hijo»
(Lc 1,31). Aquél que se «concibe» en ella procede del Espíritu Santo, y ella
«dará a luz» un hijo (Mt 1,20 s). La profecía de Isaías, en la que todo ello se
había preanunciado, se expresaba de igual forma: «Una virgen concebirá y dará a
luz un hijo» (Is 7,14). He aquí por qué sólo en Navidad, cuando da a luz a
Jesús, María se convierte, en sentido pleno, en Madre de Dios. El primer
momento, concebir, es común tanto al padre como a la madre, mientras que el
segundo, dar a luz, es exclusivo de la madre.
Madre de Dios es el más antiguo e
importante título dogmático de la Virgen. Es el fundamento de toda su grandeza.
Por eso María no es, en el cristianismo, sólo objeto de devoción, sino también
de teología; o sea, entra en el discurso mismo sobre Dios, porque Dios está
directamente implicado en la maternidad divina de María. Es también el título
más ecuménico que existe, en cuanto que es compartido y acogido
indistintamente, al menos en línea de principio, por todas las confesiones
cristinas.
En el Nuevo Testamento no hallamos
explícitamente el título «Madre de Dios» dado a María, pero encontramos
afirmaciones que, en la atenta reflexión de la Iglesia, bajo la guía del
Espíritu Santo, mostrarán, a continuación, que contienen ya, como in nuce, tal
verdad. María es llamada corrientemente en los Evangelios: «madre de Jesús»,
«madre del Señor», o sencillamente «la madre» y «su madre». De estos datos
partió la Iglesia en el Concilio ecuménico de Éfeso, en el año 431, para
definir como verdad de fe la divina maternidad de María y el título de
Theotokos, Madre de Dios. Tal proclamación determinó una explosión de
veneración hacia la Madre de Dios que no decayó jamás, ni en Oriente ni en
Occidente, y que se traduce en fiestas litúrgicas, iconos, himnos y en la construcción
de innumerables iglesias dedicadas a Ella, como Santa María la Mayor en Roma.
La maternidad física o real de María, con
la relación excepcional y única que crea entre Ella y Jesús, y entre Ella y
toda la Trinidad, es y sigue siendo, desde el punto de vista objetivo, lo más
grande y el privilegio inigualable, pero es tal porque encuentra una respuesta
subjetiva en la fe humilde de María. «María -dice San Agustín-- concibió a
Cristo por fe en su corazón antes de concebirlo físicamente en su cuerpo». No
podemos imitar a María en concebir a Cristo en el cuerpo; sin embargo podemos y
debemos imitarla en concebirlo en el corazón, o sea, en creer.