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viernes, 22 de marzo de 2013

LA CRUZ DE CRISTO


 


LA CRUZ Y LA MUERTE EN LA TEOLOGÍA ACTUAL
 
Las reflexiones histórico-sistemáticas que acabamos de hacer
han planteado ya los principales problemas implicados en la cruz y
la muerte de Cristo. En esta parte intentaremos estructurarlos de
forma más sistemática, situándolos en el marco de la viva discusión
de los últimos años.
 
1. Un interrogante siempre abierto...
Al contemplar la historia descubrimos la cruel presencia de la
antihumanidad, las inmensas proporciones del mal, el sufrimiento,
la violencia y el crimen. Lo que plantea graves problemas no es la
violencia física y cósmica que puede causar víctimas, como las
catástrofes marítimas, los huracanes, el fuego, los terremotos, la
degeneración biológica, etc. Lo verdaderamente problemático es la
presencia del mal causado e infligido violentamente por el hombre
contra el hombre o por unos grupos humanos contra otros. Hay un
exceso de agresividad en las sociedades modernas y en la
actividad del hombre, y tal exceso constituye un desafío para la
reflexión antropológica.
Hay un mal y un dolor que son el precio de todo crecimiento. Ese
mal y ese dolor tienen un relativo sentido en vista del bien,
deseado y logrado. Pero hay un mal y un dolor que son fruto de la
imbecilidad humana y del odio desmesurado de su corazón. Se
trata de un mal y un dolor causados voluntariamente. Existe toda
una historia del mal: la pasión de este mundo, encarnada en
ideologías, estructuras y dinamismos sociales que generan
violencia humillaciones, asesinatos colectivos. Hay males y muertes
que aunque violentos, pueden ser contemplados con cierta
complacencia: las personas sufren por el mal que han hecho en el
mundo. Su sufrimiento tiene un sentido de compensación y justo
castigo por lo que desearon a los otros, que ahora se vuelve
contra ellos mismos. Pero hay también males y muertes que
afectan a quienes buscaron en el mundo el amor, a quienes se
empezaron en alumbrar un mundo más humano, tuvieron que
anunciar y denunciar, vivieron un proyecto de reconciliación y
soñaron con un mundo en que fuera más fácil ser hermano del otro
y donde el amor resultara menos costoso. Y murieron
violentamente, víctimas de sociedades cerradas y de ideologías
acordes con los privilegios de grupos egoístas. Murieron como
inocentes, víctimas del odio que pretendían superar. Ya lo dice con
infinita tristeza, a la vez que con profunda esperanza, el autor de la
carta a los Hebreos: «Por la fe, muchos tuvieron que sufrir el ultraje
de los azotes e incluso de cadenas y cárceles. Fueron apedreados,
aserrados, quemados, murieron a filo de espada. Andaban
errantes, cubiertos de pieles de ovejas o de cabras, pasando
necesidad, apuros y malos tratos: el mundo no se los merecía.
Andaban por despoblados, por los montes, por cuevas y
oquedades del suelo. Pero de todos estos que por la fe recibieron
la aprobación de Dios, ninguno alcanzó la promesa (de un mundo
mejor)» (Heb 11,36-39). Murieron y los mataron. Sus muertes
parecen absurdas y sin sentido. ¿Quién podrá dar sentido «a la
sangre de los profetas derramada desde el comienzo del mundo?»
(cf. Lc 11,50). ¿Qué sentido tiene el asesinato de tantos hombres
anónimos, campesinos y obreros, que lucharon por una vida más
digna y más humana para sí y para otros y fueron exterminados
por la prepotencia de los poderosos? ¿Quién los resucitará? El
Señor nos dice que "se pedirá cuenta de la sangre de los profetas
muertos» (Lc 11,50) ; pero ¿cuándo? ¿Hay alguna salida para
tanta existencia humana triturada?
En este contexto se sitúa el sentido de la muerte y la cruz de
Jesucristo. Los factores del problema son
- el que causa la muerte y la inflige (agresor)
- el que la soporta y la sufre (crucificado)
Cruz - el que la soporta y la sufre por los otros (sacrificio)
- Dios, que permite que se inflija y se soporte la cruz
- Dios, que acepta y sufre la cruz y muere en ella
 
La fe cristiana presenta a Jesucristo muerto, crucificado y
resucitado como aquel que afrontó todos los graves problemas que
plantean la realidad del mal como pecado, y la cruz como misterio
de la pasión de la historia; sufrió la violencia de su tiempo; soportó
la cruz y en ella murió libremente; la aceptó como sacrificio por los
demás; todo esto se inserta en el plan de Dios, que respeta la
libertad y la historia de los hombres; finalmente, quien moría era el
mismo Hijo de Dios, de suerte que podemos afirmar que Dios
muere en la cruz. Este proceso, vivido y sufrido por quien era Hijo
del hombre e Hijo de Dios, liberó al mundo del absurdo de la cruz y
de la muerte; transformó la cruz y la muerte en una posibilidad de
redención y de encuentro con Dios. Tal es nuestra fe cristiana.
Antes de abordar brevemente los distintos puntos, vamos a
examinar algunas tendencias modernas.
 
2. Teologías modernas de la cruz
La cruz ha estado siempre presente en la fe, en la piedad y en la
teología del cristianismo. Sin ella, el anuncio de la resurrección
constituiría una esperanza sin contenido: quien resucitó fue el
Crucificado. Sin embargo, no siempre se han sacado todas las
consecuencias de lo que está latente en la cruz y en la muerte de
Cristo. Un intento moderno de repensar radicalmente la fe a la luz
de la cruz ha sido llevado a cabo por Jürgen Moltmann en el campo
protestante, y por Hans Urs von Balthasar en el católico. Pero estos
ensayos no son los únicos. La experiencia del dolor del mundo ha
provocado otras formas de entender la cruz que intentan dar
sentido al sinsentido a la luz de la pasión.
 
a) Jesucristo, el Dios crucificado.
J. Moltmann parte de una tesis profundamente enraizada en la
tradición luterana: sólo es verdadera teología cristiana la que se
hace a la sombra del Crucificado y a partir de la cruz. En la cruz se
encuentra la identidad cristiana. ¿Quién puede amar el dolor y el
sufrimiento? Y sin embargo, el cristiano sigue y anuncia a un
crucificado. Por no poner la cruz en el centro del cristianismo, la
Iglesia ha intentado encontrar su identidad en los ritos, en los
dogmas y en las tradiciones. El problema de la identidad se plantea
también en el plano de la praxis: lo que caracteriza al cristiano no
es el hecho de comprometerse en la construcción de un mundo
mejor, como hacen hoy otros muchos bajo la bandera de otras
ideologías e inspiraciones; aunque un día lográsemos una
sociedad sin clases, proyecto de casi todos los movimientos
liberadores modernos, el cristiano conservaría su identidad, porque
tal identidad se encuentra en la cruz, locura para los sabios,
escándalo para los piadosos e incomodidad para los poderosos. El
verticalismo de la oración y el horizontalismo del amor, que insiste
en la transformación del mundo, sucumben ante la cruz, donde
todo queda en tela de juicio: el Dios que calla ante el grito orante
de Jesús y el Dios que se muestra impotente ante el empeño de su
Hijo, que pasó por el mundo haciendo el bien y transformando las
relaciones humanas. La teología de la cruz crucifica lo cristiano.
Pone en entredicho todos nuestros modelos y concepciones del
hombre, de Dios y de la sociedad. Obliga al cristiano a poseer una
identidad que no puede proyectarse en un modelo político ni
religioso ni en el esquema de un futuro inmanente a la historia.
Destruye todo eso y deja al hombre desnudo, como el Crucificado
en la cruz.
Partiendo de esta perspectiva, Moltmann procura situar la muerte
de Jesús. ¿En qué sentido revela la cruz su más profunda
identidad, que es también la identidad cristiana? Moltmann analiza
el proceso de Jesús, que fue condenado como blasfemo y seductor
mesiánico. Su muerte es consecuencia de una vida coherente. Sin
embargo, no basta decir que murió como un profeta o un mártir.
Eso es verdad, pero no es la última verdad que descubra la
identidad. ¿En qué reside? En que el mismo Dios (además de los
judíos y los romanos) rechaza a Jesús. Dios rechaza a su Hijo. El
grito de abandono y desesperación en la cruz manifiesta el rechazo
por parte del Padre. Jesús sufrió la absoluta ausencia de Dios, se
sumergió en los tormentos del infierno. La muerte de Jesús
significa el fin absoluto de su causa y el fracaso total de su
mensaje. Aquí está lo peculiar de la muerte de Jesús, lo que
diferencia su cruz de todas las demás cruces de la historia.
Esta interpretación de la cruz destruye todos nuestros conceptos
de Dios. Dios no es ya el Dios que posee el ser en plenitud y nos
defiende contra todos los que nos quieren arrebatar el ser. Es un
Dios que aniquila. Se manifiesta en su contrario: su gracia, en los
pecadores; su justicia, en los malos; su divinidad, en un crucificado.
Se revela en la impotencia y no en el poder. El Dios de Jesucristo
es, pues, un Dios que destruye y hace idolátricas todas las
imágenes humanas de Dios. Por eso Moltmann, en la línea de
Barth, rechaza todo tipo de religión, sea cristiana o pagana. Las
religiones no pasan por el tamiz de la cruz. Quedan pulverizadas.
¿Quién muere en la cruz? Jesús, el Hijo de Dios. Por tanto, la
cruz y la muerte guardan una relación estrecha con Dios. La
muerte afecta al mismo. De ahí el título del libro, sin coma entre las
palabras, Dios crucificado. Dios es el sujeto y el objeto: crucifica y
es crucificado. Crucifica porque maldice al Hijo y lo rechaza. Este
muere como un Dios abandonado. Dios sufre la muerte del Hijo en
el dolor de su amor. Así, pues, en Jesús, Dios es crucificado y
muere. La muerte de Cristo, Hijo de Dios, realiza una posibilidad de
Dios: la de morir y ser crucificado. Si Dios no muriese no sería
mayor que el hombre, que puede morir. En la cruz se revela la
Santísima Trinidad: el Padre que rechaza, el Hijo que es
abandonado y el Espíritu como fuerza con que todo se realiza y se
mantiene en la unidad.
Así, Dios asume la pasión del mundo, que se convierte en algo
no exterior, sino interior con respecto a él. Pero no debemos
pensar, añade Moltmann, que la muerte y los motivos que a ella
llevan, como el odio y la violencia, quedan eternizados por
pertenecer a Dios. Dios está en proceso. Es vulnerable y mutable,
justamente puede sufrir y amar. Al final, cuando el mismo Dios
llegue a su identidad y el Hijo entregue el reino al Padre, entonces
Dios será todo en todas las cosas, y el mal y la muerte dejarán de
existir. Dios habrá superado el rechazar, matar, crucificar y ser
crucificado... Será Dios en su gloria.
 
b) Dios dice no al sufrimiento.
En su libro Contra la reconciliación de Dios con la miseria. Crítica
del teísmo cristiano y del ateísmo, U. Hedinger inicia una línea de
reflexión totalmente diferente de la de Moltmann. El sufrimiento no
se acepta, se combate. Tal es la tesis fundamental de Hedinger.
Cualquier justificación del sufrimiento que incluya a Dios, agrava el
problema en lugar de solucionarlo. La solución teísta afirma que
Dios Padre omnipotente se mantiene infinitamente alejado del
dolor. La solución dialéctica, que afirma la simultaneidad y la
alternancia de la vida y de la muerte, neutraliza teóricamente el
mal; pero no tiene en cuenta el mal-odio, el mal-crimen, que no
queda asumido en una síntesis superior. Se da una no identidad
en el proceso dialéctico y un mal totalmente absurdo. El ateísmo
cristiano de muchos teólogos, según el cual Jesús crucificado
ocupa el lugar de Dios y soporta con los hombres el dolor, tampoco
supone una respuesta válida, pues perpetúa el mal en vez de
eliminarlo.
No hay justificación para el mal. El reino es la felicidad y no la
integración del mal. La espiritualidad de la cruz magnifica el dolor y
frena las fuerzas que combaten el mal en el mundo. El mundo sólo
será liberado y perfecto en la escatología. Hasta entonces,
mientras la creación esté en proceso, persistirá el mal, que es el
"todavía no». El pecado consiste en negarse a crecer, a
desarrollarse, a superar las imperfecciones, en no querer colaborar
con Dios para que la creación no sea sólo obra suya, sino también
fruto del esfuerzo humano. Hedinger prefiere un dualismo antes
que atribuir el mal a Dios. Sublimar el dolor y el mal, como hace
Moltmann, es una crueldad. El sufrimiento no puede ser el dato
central de la historia del amor. No lo es en la experiencia humana ni
en la experiencia que tenemos de Dios. Al contrario, Dios es amor y
no castigo ni rebelión de Dios contra Dios: Deus contra Deum.
¿Cómo pueden ser momentos del amor de Dios matar y rechazar?
Jamás vemos en la destrucción del otro una manifestación del
amor. La muerte de Cristo es un asesinato político. Jesús no
necesitaba morir en la cruz para manifestar el amor de Dios Padre.
Su muerte es fruto de una vida de fidelidad a Dios.
Por eso, no se puede concluir que Dios sea autor del mal y del
bien, del abandono y del amor. El rechazo del Hijo por el Padre
significaría un Dios sin amor. Cuando afirmamos que Dios sufre
con nosotros y sufrió en Jesucristo, queremos decir que Dios es
solidario con los que sufren y sufre también para librarnos del
sufrimiento introduciendo una forma de amor que permite asumir el
dolor y la muerte. No porque descubra en ella un valor, sino para
hacerla imposible desde dentro. El hecho de que la creación se
halle en camino hacia su identidad y, por tanto, el mal no haya sido
vencido aún por completo significa que también Dios está en
camino. Cuando irrumpa la creación en Dios, entonces llegará él a
su plenitud.
 
e) Posibilidad de encontrar un sentido en el sinsentido del
sufrimiento.
El libro Leiden (sufrimiento), del que es autora la ilustre teóloga
protestante D. Sölle, constituye una acerba polémica,
especialmente contra Moltmann. Para Sölle, el sufrimiento no tiene
sentido, aunque podamos dárselo. Hay un sufrimiento que
podemos superar y otro ante el que nos sentimos impotentes. Ante
un dolor profundo, cualquier palabra resulta vacía y cualquier
expresión se convierte en engaño. Sólo cabe callar y asistir a un
misterio inefable. Ni aunque Dios interviniera e hiciera suspender el
martirio de un niño inocente tendríamos una respuesta. Sólo
podemos acercarnos al dolor que podemos calmar o del que
podemos aprender. Tienen sentido el dolor y la muerte que
asumimos en nuestra lucha contra el dolor y la muerte en el
mundo. El cristiano no es un estoico: no contempla impasible el
desfile de los males de este mundo. Se rebela positivamente y trata
de superarlos.
¿Qué relación tiene el dolor con Dios? Sölle
dice acertadamente que Dios no envía el dolor como un castigo ni
como prueba de obediencia, pues de otro modo sería un Dios
arbitrario. Dios no atormenta ni quiere el dolor. No es un.sádico.
Quiere que luchemos contra el dolor. El dolor que nace de la lucha
es el único dolor digno y querido por Dios. No porque ame el dolor,
sino porque quiere nuestro esfuerzo. Aquí aparecen las duras
críticas contra Moltmann, sobre las que volveremos más adelante.
También Sólle rechaza el intento de conciliar a Dios con la miseria.
"Quien no llora, no tiene necesidad de la utopía; pero el que se
limita a llorar, se encuentra con un Dios mudo». El hombre debe
asumir el desafío del dolor para generar amor y aceptar las cosas
con amor, aunque produzcan dolor.
 
d) "Memoria passionis».
El itinerario de J. B. Metz avanza en un proceso ininterrumpido.
De una teología antropológico-existencialista (Antropocentrismo
cristiano, 1962) pasa a una teología de la secularización (Teología
del mundo, 1965- 1966), para desembocar en la teología política
(1967ss). A partir de 1969 habla de la memoria passionis y
propugna un nuevo método de hacer teología, la teología
narrativa, como correctivo de la teología argumentativa (1972ss).
El contenido de la fe cristiana no puede articularse únicamente en
una perspectiva concordista y argumentativa; tampoco con un
método dialéctico que difumine los problemas y las contradicciones
de orden histórico y social. Subsiste siempre una dialéctica
negativa que no puede asumirse en una síntesis superadora. En
otras palabras: hay un mal que no puede transformarse en bien. Es
pura iniquidad y maldad. La historia de los que han sido
asesinados y condenados injustamente no puede rehacerse. Ellos
siguen constituyendo en la historia una continua denuncia contra el
homo emancipator, contra el hombre que pretende progresar en
línea recta y sin sacrificio. Aquí se sitúa la memoria passionis, el
recuerdo peligroso y subversivo de los humillados y ofendidos, de
los que fueron vendidos; y ese recuerdo puede suscitar peligrosas
visiones, dar pie a nuevos movimientos liberadores...
La vida de Jesús se narra dentro de una memoria así. No se
argumenta. Se cuenta su historia. Esta historia rompe todas las
totalidades que quieren insertar el mal, el dolor, el pecado en un
mecanismo superior y asignarles una función. Hay una negatividad
que no se deja encuadrar porque no tiene sentido. Pero puede
tener futuro. Esto es lo que se reveló en Jesús resucitado. Un
crucificado, muerto absurdamente, resucita y responde así al
enigma de la historia; todos los asesinados desde el comienzo del
mundo viven como Jesús. Así, la memoria passionis se transforma
en memoria resurrectionis. Este futuro muestra que el sentido no
es patrimonio exclusivo de los vencedores y los poderosos. En la
resurrección aparece otro sentido: el futuro de los que fueron
massa damnata, los olvidados y borrados de la historia. Así, la
Iglesia, que une las dos memorias, no es una comunidad
argumentativa, sino una comunidad que narra y actualiza
recuerdos: una memoria viva. El evangelio está vivo en su vida.
Pero la Iglesia debe saber contar y narrar, recordar y rememorar
de manera que desenmascare las ideologías totalitarias. El
pensamiento argumentativo no carece de función: sirve de
apologética para defender la narración y actualizarla
continuamente.
 
e) La cruz como escándalo.
Hans Urs von Balthasar se niega a trascender
mediante la razón el escándalo que ha significado la cruz para todo
el pensamiento humano. La cruz es escándalo. Y es cruz en la
medida en que permanece como escándalo. Cuando se la
intelectualiza, deja de ser cruz, pasa a significar otra cosa y pierde
todo su carácter de escándalo.
Según Balthasar, la misma encarnación tiene ya un
carácter "pasional», es decir, está orientada a la pasión. La
encarnación significa que Dios asume la totalidad de la experiencia
humana, incluida la experiencia del pecado y del infierno. Cristo
asumió todo esto a lo largo de su vida y en la muerte; pasó por la
experiencia universal del abandono de Dios, y bajó al infierno para
sentirse absolutamente condenado. De ahí que la pasión de este
mundo se transforme en pasión de Jesucristo. Esta kénosis implica
un cambio en la imagen de Dios inspirada en la concepción
estática griega del Deus immovens.
La tradición hace dos afirmaciones
fundamentales: la máxima kénosis en la cruz es gloria (según Juan,
la muerte es elevación en dos sentidos: elevado a la cruz y elevado
a la gloria); por la encarnación, Dios no sólo redimió al mundo, sino
que reveló su más íntima profundidad. Por tanto, la encarnación
afectó a Dios, pues él se reveló. Esta revelación implica que
debemos pensar el mundo y la encarnación intratrinitariamente y
no sólo como obras ad extra. Si admitimos esto, debemos concluir
que, al encarnarse Dios, la Santísima Trinidad asume el dolor y la
muerte. Cuando muere en la cruz, Dios sigue siendo Dios, y la
muerte es una forma de Dios. La omnipotencia divina consiste en
poder soportar todo, no en poder todo. La inmutabilidad de Dios
reside en su capacidad de cambiar totalmente. En otras palabras:
lo inmutable de Dios es que él sea siempre mudable y se halle
siempre en proceso.
Hay una verdad teológica que se sitúa entre la pura
inmutabilidad de Dios -la encarnación no será sino algo exterior a
Dios- y la total mutabilidad de Dios -la autoconciencia de Jesús
quedaría totalmente alienada dentro de la conciencia humana- esa
verdad es la siguiente: el cordero inmolado desde el comienzo del
mundo (cf. Ap 13,8; 5,6.9.12). Concretamente: hay que situar el
camino de Jesús en el plan eterno de Dios, plan que abarca todo:
dolor, muerte, cruz; todo esto pertenece al Hijo eterno, que lo
asume al encarnarse.
Debemos, pues, cambiar la imagen de Dios ensanchando los
horizontes de la comprensión de lo que llamamos mundo e historia.
No debemos situar el mundo y la historia fuera de Dios, sino dentro
del proceso trinitario. Así se entiende que Dios pueda cambiar. El
cambio del mundo no es sino la forma mundana del cambio de
Dios.
Debemos buscar a Dios sub contrario,. La presencia divina
adquiere su mayor intensidad donde Dios parece no estar, en el
lugar del que parece haberse retirado. Esa lógica contradice la
lógica de la razón, pero es la lógica de la cruz. Esta lógica de la
cruz es escándalo para la razón, pero es preciso mantenerla,
porque sólo así tenemos un acceso a Dios que de otro modo no
tendríamos. La razón busca la causa del dolor, las razones del mal.
La cruz no busca causa alguna: el dolor es un lugar privilegiado de
la presencia divina. Donde la razón veía ausencia de Dios, la lógica
de la cruz descubre la plena revelación divina. Partiendo de estas
premisas, Balthasar polemiza rudamente contra toda filosofía que
intente hacer de la cruz un principio de intelección universal. La
cruz no es nada de eso, debe mantenerse como tal, como una
tiniebla frente a la luz de la razón y la sabiduría de este mundo.
La cesura existente entre la lógica de la cruz y la luz de la razón
sólo se supera mediante la resurrección como realidad
escatológica. Ahí aparece que la vida presente en la cruz se revela
del todo. La resurrección no es obra de la luz de la razón, sino de
las tinieblas de la muerte; por eso es el Crucificado quien resucita,
no Apolo, ni Júpiter, ni el hombre glorioso que pasa a una gloria
mayor. Resucita el abandonado, el rechazado. Esto demuestra que
en medio de ese abandono y rechazo hay una vida diferente y
plenamente divina: la resurrección, que representa la unidad del
mismo proceso trinitario.
Interpretada teológicamente, la cruz afecta no sólo al Hijo, sino
también a las tres personas divinas: al Padre como agente
principal, al Hijo como aquel que experimenta solidariamente con
los hombres qué significa decir no a Dios sin haberlo hecho nunca
(Heb 4,15), y al Espíritu Santo como reconciliación de todo, del
Padre con el Hijo y de la creación con Dios.
 
f) La cruz como crimen.
En el horizonte de la teología de la liberación, las reflexiones
sobre el significado histórico y salvífico de la cruz se centran
principalmente en la dimensión «encarnatoria» de la salvación. «La
teología de la cruz debe ser histórica; hay que ver la cruz no como
un designio arbitrario de Dios, sino como consecuencia de la
opción primigenia de Dios: la encarnación. La cruz es
consecuencia de una encarnación enmarcada en un mundo de
pecado que se revela como poder contra el Dios de Jesús».
La cruz debe interpretarse como solidaridad de un Dios
que asume el dolor humano, no para eternizarlo, sino para
suprimirlo. La forma de acabar con él no es la fuerza y la
dominación, sino el amor. Cristo predicó y vivió esta nueva
dimensión. Fue rechazado por el «mundo», estructurado para el
mantenimiento de su propio poder. Cayó víctima de esta fuerza,
pero no desistió de su proyecto de amor. La cruz es símbolo del
poder humano y símbolo de la fidelidad y el amor de Jesús. El amor
es más fuerte que la muerte, ante la cual sucumbe el poder. Por
eso triunfó la cruz-lealtad, la cruz- amor. Eso es la resurrección:
una vida más fuerte que la vida-poder, que la «vida-bios», que la
«vida-ego». La cruz no puede ser proyectada sobre Dios. Pero ¿de
qué cruz se trata? ¿De la cruz del amor? Esta sí puede proyectarse
sobre Dios; pero no surge como consecuencia de la cruz-odio. La
cruz no es por sí misma símbolo de amor y de encuentro: es una
forma de suplicio y un medio con que el hombre da rienda suelta a
su poder vengador. De ahí que no se pueda proyectar esa cruz
sobre Dios, so pena de renunciar a cualquier comprensión de Dios.
El Dios que muere y rechaza a su propio Hijo sólo es comprensible
en el marcO de una teología del amor. El rechazo sustituye y
representa a los pecadores del mundo. No es rechazado por ser
Hijo, sino por haberse hecho el pecado del mundo sin cometer
pecado alguno.
El empeño de la fe y del cristianismo organizado como fuerza
histórica consiste en hacer cada vez más imposible el odio que
engendra la cruz, no como violencia que todo lo impone, sino como
amor y reconciliación que a todos conquista.
 
3. Convergencias y divergencias entre las diferentes posturas
 
a) Un Dios que no sufre no libera del sufrimiento.
Todas estas interpretaciones teológicas
son realmente eso: interpretaciones. Tal vez la forma más teológica
de hablar de los problemas humanos radicales como el sufrimiento,
la muerte, el amor, la vida sea el lenguaje simbólico y mítico. Tal
lenguaje no explica mucho, pero «hace pensar» y ofrece una salida
que no es una fórmula ni la conclusión de un argumento, sino un
caminar juntos, un solidarizarse, un llorar juntos y juntos
consolarse. Esto supone el paso de un Dios estático, apático (que
no sufre) a un Dios vivo, patético (que tiene pathos y puede sufrir).
En esto coinciden todos los autores. Como afirma Bonhoeffer, un
Dios que no sufre no puede liberarnos. Pero el problema reside en
cómo entender el sufrimiento de Dios. ¿Cómo hablar sobre él?
 
b) Un Dios muere. ¿De qué Dios se trata?
¿Se puede incorporar el sufrimiento y aproximar la muerte a Dios
hasta conseguir que Dios pase a ser sujeto y no sólo objeto del
sufrimiento y del dolor causados por otros (Dios activo: produce el
dolor en el mundo; Dios pasivo: sufre el dolor del mundo, se
solidariza con él) ? Aquí comienza el gran problema. Cuando se
hace indiscriminadamente a Dios sujeto de la muerte (Dios muere y
causa la muerte), se cae en un discurso teológico profundamente y
ambiguo y primitivo. En el de Moltmann se advierte una grave falta
de rigor teológico. Dios es epifánico, aparece como dolor y muerte.
El lenguaje describe un fenómeno como describe otros de la
experiencia cotidiana. De ahí el desenfado con que habla "de la
rebelión de Dios contra Dios», «desunión en Dios», «enemistad
entre Dios y Dios», «Dios que rechaza y está contra Dios», «Dios
mismo abandonado de Dios», «abandono de Jesús en la cruz como
acto positivo y exclusivo del Padre que rechaza y se irrita contra el
Hijo» ... Nos encontramos ante una forma de hablar primitiva, mítica
en el sentido peyorativo de que está articulada dentro de una
conciencia objetivante. No es un discurso teológico consciente de
la ambigüedad y del carácter analógico de nuestras afirmaciones
sobre Dios. Todo esto falta, ingenuamente. en uno de los más
prestigiosos teólogos del momento.
 
e) ¿Crucifica Dios a su Hijo?
La tesis más difícil de Moltmann, y en buena parte de Balthasar,
es que el Padre sacrifica al Hijo en la cruz. El Padre hace lo que no
llegó a hacer Abrahán. Este intentó sacrificar a su hijo Isaac. El
Padre fue más lejos: mató al Hijo. Moltmann se queda fascinado
ante tal acto, pues estamos en presencia de una teología radical
de la cruz. Ya no es como en la teoría freudiana: el Hijo el que mata
al Padre, sino que es el Padre el que mata al Hijo.
Tanto Moltmann como Balthasar hacen esa afirmación para
resaltar la cruz como escándalo. Aquí no se sabe ya si la cruz es
escándalo frente a una comprensión humana (religiosa de los
judíos o filosófica de los griegos) o debe ser un escándalo tan
absoluto que lo sea también para Dios. Parece que se afirma todo
para romper con cualquier posibilidad de que funcione el logos. No
hay ningún control ni cabe apelar a ninguna instancia. Es un hecho
bruto. Nos hallamos ante el dogmatismo más radical. Tal
dogmatismo está a un paso del ateísmo. El fideísmo y el ateísmo
tienen la misma estructura. Así se explica que no haya nada que
permita soslayar un ateísmo total o reducir el cristianismo a un
dogmatismo fanático que se afirma como pura voluntad de poder.
Presentar la realidad de la cruz como liberación y crítica de todos
los proyectos liberadores es la forma de universalizar una
esclavitud. Se libera haciendo a todos esclavos de un concepto
tiránico de Dios, absurdo, sin ninguna instancia de racionalidad ni
de luz, como total oscuridad y arbitrariedad, pues él resolvió en su
eterno arbitrio instaurar la cruz por la cruz, el sacrificio del cordero
por pura determinación.
Si tales afirmaciones se hacen para mantener vivo el escándalo,
se corre el peligro de pasar a formas aún más escandalosas contra
todo buen sentido y contra toda medida. Se dice que quien muere
es el hijo de Dios; por tanto, la muerte tiene que ver con Dios, es
Dios quien muere. Correcto, pero no in recto, sino únicamente in
obliquo. Dios no muere in recto porque la muerte es algo inherente
a la condición humana. Dios no aniquiló al hombre cuando lo
asumió, sino que lo hizo in confuse. Por tanto, respeta el modo de
ser propio del hombre; pero, a causa de su íntima unión, podemos
decir in obliquo (en sentido traslaticio) que Dios muere. Aún más:
Jesús sonrió, comió, digirió los alimentos que tomó. sintió las
necesidades humanas del hambre, la sed, el sueño, etc. En la
lógica de Moltmann podríamos hacer de todo esto un problema
trinitario: ¿qué significa que Dios tiene que hacer las necesidades
fisiológicas? ¿Cómo se inserta esto en el proceso trinitario? Así
acabaríamos por transformar la fe trinitaria y cristológica en un
capítulo de la mitología antigua y en una parte de la pornografía
moderna. El lenguaje pierde su rigor y degenera en un puro
mecanismo para deducir fórmulas interpretadas materialmente.
Creemos que cuando la fe dice, con la reverencia del silencio
místico, que Jesús es Dios, dice todo lo que se puede decir.
Después sólo cabe el silencio, porque lo que se añade es vacío,
superfluo o redundante. Por eso no podemos construir y continuar
hablando sobre esta realidad. La teología y la fe únicamente
pueden mostrar que cuando decimos «Jesús es Dios» no estamos
afirmando algo contradictorio. No se puede tomar a Dios como una
instancia fija, estable y sacar de ella deducciones, porque ese Dios
no sería ya el de la fórmula «Jesús es Dios", sino un ídolo,
cualquier cosa de la que se pueden deducir otras. Además de la
labor apologética de demostrar la no contradicción, la teología
puede elaborar no un sistema basado en la combinación
Dios-hombre, pero sí una ética: ¿cómo caminar con Jesús, que
también es Dios? ¿Cómo seguirle para acercarnos cada vez más a
él? La teología occidental optó por una vía sistemática que la llevó
a las contradicciones insolubles y falsas con que se debate hoy. No
elaboró una ética ni una política. Por eso degeneró en una pura
abstracción doctrinal y dejó la ética y la organización de la vida a
los principios paganos de la Ética a Nicómaco o a los imperativos
de la razón de Estado o de la Iglesia institución.
En la perspectiva de Moltmann, la pasión se reduce a una única
causalidad: la de Dios Padre. No se toma en serio la causalidad de
los adversarios que, con su cerrazón, fueron la causa de la muerte
histórica de Jesús. Todo esto se subsume en Dios. ¿Es verdad,
pregunta Sölle, que el Padre es la causa del sufrimiento de Jesús?
No; Jesús padeció libremente por amor al mundo, a la sociedad y a
los desgraciados y por amor al Absoluto. La humanización del dolor
del mundo no consiste en que también el Hijo haya sufrido, sino en
cómo sufrió. Si sufre como todos, si asume el dolor por el dolor,
porque el dolor es de Dios, pues también él lo padece, entonces no
hay posibilidad de superarlo. El sufrimiento será eterno. Estaremos
irreparablemente perdidos y entregados a su dinamismo
deshumanizador. En esta concepción, la experiencia del dolor
carece de esperanza.
Hay un sorprendente paralelismo entre la teología que descarga
toda la violencia sobre Dios y la tenebrosa visión del nazismo. Sölle
cita unas frases de Himmler, con ocasión de su visita a Poznam
(Polonia), campo de concentración y liquidación de prisioneros.
Himmler dice a sus subordinados: "La mayoría de vosotros sabe
qué significa que se amontonen cien, quinientos, mil cadáveres en
el mismo lugar. Haber aguantado eso, con las excepciones propias
de la debilidad humana, y haber mantenido la corrección os ha
endurecido. He aquí una página gloriosa de nuestra historia que
nadie había escrito hasta ahora y nadie escribirá jamás».
El equívoco de esta teología, que proyecta sin matices el dolor y
la cruz sobre el mismo Dios, radica en presentar al Padre como
asesino de Jesús. La ira divina no se sacia con el castigo de los
hijos, hermanos de Jesús, sino que alcanza al Unigénito. El
parricidio adquiere así una dimensión sacral y teologal. Esta visión
macabra no puede tener ninguna legitimidad cristiana porque
destruye toda la novedad del evangelio y lo convierte en
instrumento para sacramentalizar la iniquidad del mundo. Y no'
hemos sido bautizados, muertos y resucitados en Jesucristo para
eso.
Si Dios se calla ante el dolor es porque él mismo padece y hace
suya la causa de los martirizados y de los que sufren (cf. Mt 25,31).
El dolor no le es ajeno; pero si lo asumió no fue para eternizarlo y
dejarnos sin esperanza, sino porque quiere poner fin a todas las
cruces de la historia.
El cristianismo comenzó siendo una religión de esclavos,
proletarios y marginados, pero no para perpetuar esta situación,
sino para superarla. Es una moral que subvierte las relaciones de
señor-esclavo.
¿Para qué sirve el dolor? ¿Para transformar y cambiar el
mundo? Entonces tiene sentido y es una tristeza según Dios, para
decirlo en términos paulinos (2 Cor 7,8-10). ¿Para la aniquilación y
la esclerosis? Entonces es tristeza según el mundo y no sirve para
nada, excepto para cavar el propio infierno de quien comete el mal
(cf. 2 Cor 7,8.10).
El problema del mal no es un problema de teodicea, sino de
ética. El mal, lo mismo que su fuerza y su superación, se
comprende no especulando sobre él, sino asumiendo una praxis de
combate para generar el bien, el amor y la liberación de las cruces
de este mundo.
 
d) Dios doliente: ¿cómo sufre Dios?
Decir que Dios es amor es afirmar su
vulnerabilidad. En otras palabras: Dios ama y puede ser
correspondido o rechazado. Al polo Dios-amor debe responder otro
polo, que pueda entablar con él un diálogo amoroso. El amor sólo
se da en la libertad y en el encuentro de dos libertades. La historia
de la salvación muestra la capacidad del hombre para rechazar el
amor. Dios no contempla esto con indiferencia. Sufre cuando se
rechaza su amor. Sin embargo, el amor no quiere el sufrimiento.
Busca la felicidad. Porque quiere hasta el extremo la felicidad del
otro, continúa amándolo incluso cuando éste se niega a amar.
Asume su dolor porque le ama y quiere compartirlo con él. Este es
el sufrimiento de Dios, fruto del amor y de su infinita capacidad de
solidaridad. Con razón dice Moltmann que «la Trinidad es
completamente en sí misma y está completa en sí misma. Pero está
abierta al mundo y al hombre y es imperfecta en su ser de amor en
el mismo grado en que el amante no quiere ser perfecto sin la
participación del amado».
Sin embargo, no debemos atribuir a Dios los mecanismos que
generan el dolor, la cruz, la división y el odio entre los hombres. En
una palabra: no podemos unir a Dios y a la cruz hasta situar la cruz
en la identidad divina. Si fuera así, estaríamos perdidos. Si el
mismo Dios sufre en su esencia, si Dios odia, si Dios crucifica, nos
quedamos sin salvación. Porque él sería a la vez bueno y malo, y
nosotros estaríamos sometidos a la eterna alternancia del bien y el
mal. ¿Cómo hablar de una redención si Dios mismo debe
redimirse?
No obstante, la cruz afecta a Dios porque significa una violación
de su proyecto histórico de amor y vulnera el derecho divino.
Significa rebelión, constitución del reino del hombre sin Dios. Si
Dios está por encima de la cruz-odio, si no entra en el mecanismo
de la cruz-crimen, entonces puede transformar la cruz en amor y
hacerla bendición.
Pero si Dios fuera cruz, la redención de Jesús y su solidaridad
con los crucificados del mundo no significaría nada. Para sufrir,
Dios tiene que asumir algo diferente de él. Lo diferente de Dios, lo
totalmente diferente de Dios, es la situación de no Dios, de
negación de Dios, la situación de cruz-crimen. Si hubiera cruz en
Dios, con la encarnación se encarnaría también ella y Dios no
asumiría nada. Sólo revelaría lo que es: cruz y dolor. Sería él
mismo proyectado en el mundo. Pero Dios no es cruz y, por eso,
puede asumirla como algo nuevo para él. Y esto es una ganancia
incluso para él. La asume por solidaridad con los que sufren, no
para sublimarla y perpetuarla, sino para solidarizarse con los que
padecen en la cruz, para transformarla en señal de bendición y de
amor paciente. El móvil es, pues, el amor.
Este es el sentido de Dios en la cruz, de las afirmaciones del
Dios doliente y de la teología patética. En esta perspectiva
adquieren una dimensión divina la pobreza, la sentencia, el ultraje
y el sufrimiento. No para adormecer la conciencia en la lucha
contra la pasión del mundo, sino para afirmar que sólo en
solidaridad con los crucificados se puede luchar contra la cruz, sólo
identificándose con los atribulados de la vida se puede liberar
efectivamente de las tribulaciones. Y éste fue el camino de Jesús,
la senda del Dios encarnado.
 
4. La cruz, muerte de todos los sistemas
La cruz no puede constituir el principio
vertebrador de un sistema teológico, como ocurre en Moltmann y
Balthasar. La cruz es la muerte de todos los sistemas porque no se
deja encuadrar en nada. Rompe todos los lazos. Es el símbolo de
una negación total. Es pecado y rechazo de Dios; por eso es fruto
de la libertad. La mayoría de los sistemas citados apenas hablan
de la libertad humana, capaz de rechazar a Dios y crear el infierno.
La cruz nació del rechazo del reino. Como pecado, es totalmente
absurda. Carece de toda inteligibilidad. Por eso no puede constituir
un eslabón de un sistema lógico y coherente. Rompe todo porque
rompe con Dios, el Logos absoluto. Pero si la cruz es absurda, más
absurdo aún es que Dios la haya asumido. Aquí está el hecho
verdadero y decisivo. Aun siendo absurda, la cruz no constituye un
límite para Dios. Dios es tan grande, se halla tan por encima de
cualquier negación posible, que puede asumir el absurdo, no para
divinizarlo ni para perpetuarlo, sino para revelar las dimensiones de
su gloria, que van más allá de cualquier luz que venga del logos
humano y de cualquier oscuridad que venga del corazón. Dios
asume la cruz por amor a los crucificados, en solidaridad con todos
los que sufren la cruz. Les dice: la cruz, aunque absurda, puede
ser el camino para una gran liberación con tal que tú la aceptes
con libertad y amor. Entonces liberarás la cruz de su absurdo y te
liberarás a ti mismo. Eres y te haces más grande que la cruz,
porque la libertad y el amor son mayores que todos los absurdos y
más fuertes que la muerte. Porque puedes hacer de ellos un
sendero que te acerque a mí.
La cruz entra así en la historia del amor, de lo que el
amor puede en cuanto capacidad de solidaridad. La cruz es el
lugar en que se revela la forma más sublime del amor y se muestra
su esencia. Esa esencia radica en poder estar en el otro en cuanto
otro, en el totalmente otro. El totalmente otro de mí es el enemigo.
Amar al enemigo (cruz), poder estar en él, asumirlo: ésa es la obra
del amor. Aquí está su esencia. La cruz asumida realiza totalmente
al hombre porque le ofrece la ocasión de amar de una forma más
sublime. La cruz no es amor ni fruto del amor. Es el lugar donde
aparece lo que puede el amor. La cruz es odio destruido por el
amor que asume la cruz-odio. Entonces libera.
A pesar de todo, la cruz-odio es un misterio inaccesible a la
razón discursiva, pero verificable en la praxis humana. No hay
ningún argumento lógico que justifique la negación del hombre por
otro hombre ni de Dios por el hombre. Sin embargo, esto sucede.
Por tanto, no es posible sistematizar la cruz en una concepción
coherente del mundo y de Dios. Desgarra todo. Por eso es el
símbolo de nuestra finitud y el límite de nuestra razón. La cruz
crucifica a la razón y también a la teología como reflexión
sistemática sobre Dios y las cosas divinas. Amar esta fragilidad,
entenderla como forma de mostrar un acceso diferente a Dios
asumiendo la cruz en el amor: tal es la gran oportunidad y el gran
reto que la cruz lanza a nuestra libertad.
La cruz no está ahí para que la comprendamos, sino para que la
aceptemos y sigamos el camino del Hijo del hombre, que la abrazó
y por ella nos redimió.
 
 


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