LA CRUZ Y LA MUERTE
EN LA TEOLOGÍA ACTUAL
Las reflexiones
histórico-sistemáticas que acabamos de hacer
han planteado ya los
principales problemas implicados en la cruz y
la muerte de Cristo.
En esta parte intentaremos estructurarlos de
forma más
sistemática, situándolos en el marco de la viva discusión
de los últimos años.
1. Un interrogante
siempre abierto...
Al contemplar la
historia descubrimos la cruel presencia de la
antihumanidad, las
inmensas proporciones del mal, el sufrimiento,
la violencia y el
crimen. Lo que plantea graves problemas no es la
violencia física y
cósmica que puede causar víctimas, como las
catástrofes
marítimas, los huracanes, el fuego, los terremotos, la
degeneración
biológica, etc. Lo verdaderamente problemático es la
presencia del mal
causado e infligido violentamente por el hombre
contra el hombre o
por unos grupos humanos contra otros. Hay un
exceso de agresividad
en las sociedades modernas y en la
actividad del hombre,
y tal exceso constituye un desafío para la
reflexión
antropológica.
Hay un mal y un dolor
que son el precio de todo crecimiento. Ese
mal y ese dolor
tienen un relativo sentido en vista del bien,
deseado y logrado.
Pero hay un mal y un dolor que son fruto de la
imbecilidad humana y
del odio desmesurado de su corazón. Se
trata de un mal y un
dolor causados voluntariamente. Existe toda
una historia del mal:
la pasión de este mundo, encarnada en
ideologías,
estructuras y dinamismos sociales que generan
violencia
humillaciones, asesinatos colectivos. Hay males y muertes
que aunque violentos,
pueden ser contemplados con cierta
complacencia: las
personas sufren por el mal que han hecho en el
mundo. Su sufrimiento
tiene un sentido de compensación y justo
castigo por lo que
desearon a los otros, que ahora se vuelve
contra ellos mismos.
Pero hay también males y muertes que
afectan a quienes
buscaron en el mundo el amor, a quienes se
empezaron en alumbrar
un mundo más humano, tuvieron que
anunciar y denunciar,
vivieron un proyecto de reconciliación y
soñaron con un mundo
en que fuera más fácil ser hermano del otro
y donde el amor
resultara menos costoso. Y murieron
violentamente,
víctimas de sociedades cerradas y de ideologías
acordes con los
privilegios de grupos egoístas. Murieron como
inocentes, víctimas
del odio que pretendían superar. Ya lo dice con
infinita tristeza, a
la vez que con profunda esperanza, el autor de la
carta a los Hebreos:
«Por la fe, muchos tuvieron que sufrir el ultraje
de los azotes e
incluso de cadenas y cárceles. Fueron apedreados,
aserrados, quemados,
murieron a filo de espada. Andaban
errantes, cubiertos
de pieles de ovejas o de cabras, pasando
necesidad, apuros y
malos tratos: el mundo no se los merecía.
Andaban por
despoblados, por los montes, por cuevas y
oquedades del suelo.
Pero de todos estos que por la fe recibieron
la aprobación de
Dios, ninguno alcanzó la promesa (de un mundo
mejor)» (Heb
11,36-39). Murieron y los mataron. Sus muertes
parecen absurdas y
sin sentido. ¿Quién podrá dar sentido «a la
sangre de los
profetas derramada desde el comienzo del mundo?»
(cf. Lc 11,50). ¿Qué
sentido tiene el asesinato de tantos hombres
anónimos, campesinos
y obreros, que lucharon por una vida más
digna y más humana
para sí y para otros y fueron exterminados
por la prepotencia de
los poderosos? ¿Quién los resucitará? El
Señor nos dice que
"se pedirá cuenta de la sangre de los profetas
muertos» (Lc 11,50) ;
pero ¿cuándo? ¿Hay alguna salida para
tanta existencia
humana triturada?
En este contexto se
sitúa el sentido de la muerte y la cruz de
Jesucristo. Los
factores del problema son
- el que causa la
muerte y la inflige (agresor)
- el que la soporta y
la sufre (crucificado)
Cruz - el que la
soporta y la sufre por los otros (sacrificio)
- Dios, que permite
que se inflija y se soporte la cruz
- Dios, que acepta y
sufre la cruz y muere en ella
La fe cristiana
presenta a Jesucristo muerto, crucificado y
resucitado como aquel
que afrontó todos los graves problemas que
plantean la realidad
del mal como pecado, y la cruz como misterio
de la pasión de la
historia; sufrió la violencia de su tiempo; soportó
la cruz y en ella
murió libremente; la aceptó como sacrificio por los
demás; todo esto se
inserta en el plan de Dios, que respeta la
libertad y la
historia de los hombres; finalmente, quien moría era el
mismo Hijo de Dios,
de suerte que podemos afirmar que Dios
muere en la cruz.
Este proceso, vivido y sufrido por quien era Hijo
del hombre e Hijo de
Dios, liberó al mundo del absurdo de la cruz y
de la muerte;
transformó la cruz y la muerte en una posibilidad de
redención y de
encuentro con Dios. Tal es nuestra fe cristiana.
Antes de abordar
brevemente los distintos puntos, vamos a
examinar algunas
tendencias modernas.
2. Teologías modernas
de la cruz
La cruz ha estado
siempre presente en la fe, en la piedad y en la
teología del
cristianismo. Sin ella, el anuncio de la resurrección
constituiría una
esperanza sin contenido: quien resucitó fue el
Crucificado. Sin
embargo, no siempre se han sacado todas las
consecuencias de lo
que está latente en la cruz y en la muerte de
Cristo. Un intento
moderno de repensar radicalmente la fe a la luz
de la cruz ha sido
llevado a cabo por Jürgen Moltmann en el campo
protestante, y por
Hans Urs von Balthasar en el católico. Pero estos
ensayos no son los
únicos. La experiencia del dolor del mundo ha
provocado otras
formas de entender la cruz que intentan dar
sentido al sinsentido
a la luz de la pasión.
a) Jesucristo, el
Dios crucificado.
J. Moltmann parte de
una tesis profundamente enraizada en la
tradición luterana:
sólo es verdadera teología cristiana la que se
hace a la sombra del
Crucificado y a partir de la cruz. En la cruz se
encuentra la identidad
cristiana. ¿Quién puede amar el dolor y el
sufrimiento? Y sin
embargo, el cristiano sigue y anuncia a un
crucificado. Por no
poner la cruz en el centro del cristianismo, la
Iglesia ha intentado
encontrar su identidad en los ritos, en los
dogmas y en las
tradiciones. El problema de la identidad se plantea
también en el plano
de la praxis: lo que caracteriza al cristiano no
es el hecho de
comprometerse en la construcción de un mundo
mejor, como hacen hoy
otros muchos bajo la bandera de otras
ideologías e
inspiraciones; aunque un día lográsemos una
sociedad sin clases,
proyecto de casi todos los movimientos
liberadores modernos,
el cristiano conservaría su identidad, porque
tal identidad se
encuentra en la cruz, locura para los sabios,
escándalo para los
piadosos e incomodidad para los poderosos. El
verticalismo de la
oración y el horizontalismo del amor, que insiste
en la transformación
del mundo, sucumben ante la cruz, donde
todo queda en tela de
juicio: el Dios que calla ante el grito orante
de Jesús y el Dios
que se muestra impotente ante el empeño de su
Hijo, que pasó por el
mundo haciendo el bien y transformando las
relaciones humanas.
La teología de la cruz crucifica lo cristiano.
Pone en entredicho
todos nuestros modelos y concepciones del
hombre, de Dios y de
la sociedad. Obliga al cristiano a poseer una
identidad que no
puede proyectarse en un modelo político ni
religioso ni en el
esquema de un futuro inmanente a la historia.
Destruye todo eso y
deja al hombre desnudo, como el Crucificado
en la cruz.
Partiendo de esta
perspectiva, Moltmann procura situar la muerte
de Jesús. ¿En qué
sentido revela la cruz su más profunda
identidad, que es
también la identidad cristiana? Moltmann analiza
el proceso de Jesús,
que fue condenado como blasfemo y seductor
mesiánico. Su muerte
es consecuencia de una vida coherente. Sin
embargo, no basta
decir que murió como un profeta o un mártir.
Eso es verdad, pero
no es la última verdad que descubra la
identidad. ¿En qué
reside? En que el mismo Dios (además de los
judíos y los romanos)
rechaza a Jesús. Dios rechaza a su Hijo. El
grito de abandono y
desesperación en la cruz manifiesta el rechazo
por parte del Padre.
Jesús sufrió la absoluta ausencia de Dios, se
sumergió en los
tormentos del infierno. La muerte de Jesús
significa el fin
absoluto de su causa y el fracaso total de su
mensaje. Aquí está lo
peculiar de la muerte de Jesús, lo que
diferencia su cruz de
todas las demás cruces de la historia.
Esta interpretación
de la cruz destruye todos nuestros conceptos
de Dios. Dios no es
ya el Dios que posee el ser en plenitud y nos
defiende contra todos
los que nos quieren arrebatar el ser. Es un
Dios que aniquila. Se
manifiesta en su contrario: su gracia, en los
pecadores; su
justicia, en los malos; su divinidad, en un crucificado.
Se revela en la
impotencia y no en el poder. El Dios de Jesucristo
es, pues, un Dios que
destruye y hace idolátricas todas las
imágenes humanas de
Dios. Por eso Moltmann, en la línea de
Barth, rechaza todo
tipo de religión, sea cristiana o pagana. Las
religiones no pasan
por el tamiz de la cruz. Quedan pulverizadas.
¿Quién muere en la
cruz? Jesús, el Hijo de Dios. Por tanto, la
cruz y la muerte
guardan una relación estrecha con Dios. La
muerte afecta al
mismo. De ahí el título del libro, sin coma entre las
palabras, Dios
crucificado. Dios es el sujeto y el objeto: crucifica y
es crucificado.
Crucifica porque maldice al Hijo y lo rechaza. Este
muere como un Dios
abandonado. Dios sufre la muerte del Hijo en
el dolor de su amor.
Así, pues, en Jesús, Dios es crucificado y
muere. La muerte de
Cristo, Hijo de Dios, realiza una posibilidad de
Dios: la de morir y
ser crucificado. Si Dios no muriese no sería
mayor que el hombre,
que puede morir. En la cruz se revela la
Santísima Trinidad:
el Padre que rechaza, el Hijo que es
abandonado y el
Espíritu como fuerza con que todo se realiza y se
mantiene en la
unidad.
Así, Dios asume la
pasión del mundo, que se convierte en algo
no exterior, sino
interior con respecto a él. Pero no debemos
pensar, añade
Moltmann, que la muerte y los motivos que a ella
llevan, como el odio
y la violencia, quedan eternizados por
pertenecer a Dios.
Dios está en proceso. Es vulnerable y mutable,
justamente puede
sufrir y amar. Al final, cuando el mismo Dios
llegue a su identidad
y el Hijo entregue el reino al Padre, entonces
Dios será todo en
todas las cosas, y el mal y la muerte dejarán de
existir. Dios habrá
superado el rechazar, matar, crucificar y ser
crucificado... Será
Dios en su gloria.
b) Dios dice no al
sufrimiento.
En su libro Contra la
reconciliación de Dios con la miseria. Crítica
del teísmo cristiano
y del ateísmo, U. Hedinger inicia una línea de
reflexión totalmente
diferente de la de Moltmann. El sufrimiento no
se acepta, se
combate. Tal es la tesis fundamental de Hedinger.
Cualquier
justificación del sufrimiento que incluya a Dios, agrava el
problema en lugar de
solucionarlo. La solución teísta afirma que
Dios Padre
omnipotente se mantiene infinitamente alejado del
dolor. La solución
dialéctica, que afirma la simultaneidad y la
alternancia de la
vida y de la muerte, neutraliza teóricamente el
mal; pero no tiene en
cuenta el mal-odio, el mal-crimen, que no
queda asumido en una
síntesis superior. Se da una no identidad
en el proceso
dialéctico y un mal totalmente absurdo. El ateísmo
cristiano de muchos
teólogos, según el cual Jesús crucificado
ocupa el lugar de
Dios y soporta con los hombres el dolor, tampoco
supone una respuesta
válida, pues perpetúa el mal en vez de
eliminarlo.
No hay justificación
para el mal. El reino es la felicidad y no la
integración del mal.
La espiritualidad de la cruz magnifica el dolor y
frena las fuerzas que
combaten el mal en el mundo. El mundo sólo
será liberado y
perfecto en la escatología. Hasta entonces,
mientras la creación
esté en proceso, persistirá el mal, que es el
"todavía no». El
pecado consiste en negarse a crecer, a
desarrollarse, a
superar las imperfecciones, en no querer colaborar
con Dios para que la
creación no sea sólo obra suya, sino también
fruto del esfuerzo
humano. Hedinger prefiere un dualismo antes
que atribuir el mal a
Dios. Sublimar el dolor y el mal, como hace
Moltmann, es una
crueldad. El sufrimiento no puede ser el dato
central de la
historia del amor. No lo es en la experiencia humana ni
en la experiencia que
tenemos de Dios. Al contrario, Dios es amor y
no castigo ni
rebelión de Dios contra Dios: Deus contra Deum.
¿Cómo pueden ser
momentos del amor de Dios matar y rechazar?
Jamás vemos en la
destrucción del otro una manifestación del
amor. La muerte de
Cristo es un asesinato político. Jesús no
necesitaba morir en
la cruz para manifestar el amor de Dios Padre.
Su muerte es fruto de
una vida de fidelidad a Dios.
Por eso, no se puede
concluir que Dios sea autor del mal y del
bien, del abandono y
del amor. El rechazo del Hijo por el Padre
significaría un Dios
sin amor. Cuando afirmamos que Dios sufre
con nosotros y sufrió
en Jesucristo, queremos decir que Dios es
solidario con los que
sufren y sufre también para librarnos del
sufrimiento
introduciendo una forma de amor que permite asumir el
dolor y la muerte. No
porque descubra en ella un valor, sino para
hacerla imposible
desde dentro. El hecho de que la creación se
halle en camino hacia
su identidad y, por tanto, el mal no haya sido
vencido aún por
completo significa que también Dios está en
camino. Cuando
irrumpa la creación en Dios, entonces llegará él a
su plenitud.
e) Posibilidad de
encontrar un sentido en el sinsentido del
sufrimiento.
El libro Leiden (sufrimiento),
del que es autora la ilustre teóloga
protestante D. Sölle,
constituye una acerba polémica,
especialmente contra
Moltmann. Para Sölle, el sufrimiento no tiene
sentido, aunque
podamos dárselo. Hay un sufrimiento que
podemos superar y otro
ante el que nos sentimos impotentes. Ante
un dolor profundo,
cualquier palabra resulta vacía y cualquier
expresión se
convierte en engaño. Sólo cabe callar y asistir a un
misterio inefable. Ni
aunque Dios interviniera e hiciera suspender el
martirio de un niño
inocente tendríamos una respuesta. Sólo
podemos acercarnos al
dolor que podemos calmar o del que
podemos aprender.
Tienen sentido el dolor y la muerte que
asumimos en nuestra
lucha contra el dolor y la muerte en el
mundo. El cristiano
no es un estoico: no contempla impasible el
desfile de los males
de este mundo. Se rebela positivamente y trata
de superarlos.
¿Qué relación tiene
el dolor con Dios? Sölle
dice acertadamente
que Dios no envía el dolor como un castigo ni
como prueba de
obediencia, pues de otro modo sería un Dios
arbitrario. Dios no
atormenta ni quiere el dolor. No es un.sádico.
Quiere que luchemos
contra el dolor. El dolor que nace de la lucha
es el único dolor
digno y querido por Dios. No porque ame el dolor,
sino porque quiere
nuestro esfuerzo. Aquí aparecen las duras
críticas contra
Moltmann, sobre las que volveremos más adelante.
También Sólle rechaza
el intento de conciliar a Dios con la miseria.
"Quien no llora,
no tiene necesidad de la utopía; pero el que se
limita a llorar, se
encuentra con un Dios mudo». El hombre debe
asumir el desafío del
dolor para generar amor y aceptar las cosas
con amor, aunque
produzcan dolor.
d) "Memoria
passionis».
El itinerario de J.
B. Metz avanza en un proceso ininterrumpido.
De una teología
antropológico-existencialista (Antropocentrismo
cristiano, 1962) pasa
a una teología de la secularización (Teología
del mundo, 1965-
1966), para desembocar en la teología política
(1967ss). A partir de
1969 habla de la memoria passionis y
propugna un nuevo
método de hacer teología, la teología
narrativa, como
correctivo de la teología argumentativa (1972ss).
El contenido de la fe
cristiana no puede articularse únicamente en
una perspectiva
concordista y argumentativa; tampoco con un
método dialéctico que
difumine los problemas y las contradicciones
de orden histórico y
social. Subsiste siempre una dialéctica
negativa que no puede
asumirse en una síntesis superadora. En
otras palabras: hay
un mal que no puede transformarse en bien. Es
pura iniquidad y
maldad. La historia de los que han sido
asesinados y
condenados injustamente no puede rehacerse. Ellos
siguen constituyendo
en la historia una continua denuncia contra el
homo emancipator,
contra el hombre que pretende progresar en
línea recta y sin
sacrificio. Aquí se sitúa la memoria passionis, el
recuerdo peligroso y
subversivo de los humillados y ofendidos, de
los que fueron
vendidos; y ese recuerdo puede suscitar peligrosas
visiones, dar pie a
nuevos movimientos liberadores...
La vida de Jesús se
narra dentro de una memoria así. No se
argumenta. Se cuenta
su historia. Esta historia rompe todas las
totalidades que
quieren insertar el mal, el dolor, el pecado en un
mecanismo superior y
asignarles una función. Hay una negatividad
que no se deja
encuadrar porque no tiene sentido. Pero puede
tener futuro. Esto es
lo que se reveló en Jesús resucitado. Un
crucificado, muerto
absurdamente, resucita y responde así al
enigma de la
historia; todos los asesinados desde el comienzo del
mundo viven como
Jesús. Así, la memoria passionis se transforma
en memoria
resurrectionis. Este futuro muestra que el sentido no
es patrimonio
exclusivo de los vencedores y los poderosos. En la
resurrección aparece
otro sentido: el futuro de los que fueron
massa damnata, los
olvidados y borrados de la historia. Así, la
Iglesia, que une las
dos memorias, no es una comunidad
argumentativa, sino
una comunidad que narra y actualiza
recuerdos: una
memoria viva. El evangelio está vivo en su vida.
Pero la Iglesia debe
saber contar y narrar, recordar y rememorar
de manera que
desenmascare las ideologías totalitarias. El
pensamiento
argumentativo no carece de función: sirve de
apologética para
defender la narración y actualizarla
continuamente.
e) La cruz como
escándalo.
Hans Urs von Balthasar
se niega a trascender
mediante la razón el
escándalo que ha significado la cruz para todo
el pensamiento
humano. La cruz es escándalo. Y es cruz en la
medida en que
permanece como escándalo. Cuando se la
intelectualiza, deja
de ser cruz, pasa a significar otra cosa y pierde
todo su carácter de
escándalo.
Según Balthasar, la
misma encarnación tiene ya un
carácter
"pasional», es decir, está orientada a la pasión. La
encarnación significa
que Dios asume la totalidad de la experiencia
humana, incluida la
experiencia del pecado y del infierno. Cristo
asumió todo esto a lo
largo de su vida y en la muerte; pasó por la
experiencia universal
del abandono de Dios, y bajó al infierno para
sentirse
absolutamente condenado. De ahí que la pasión de este
mundo se transforme
en pasión de Jesucristo. Esta kénosis implica
un cambio en la
imagen de Dios inspirada en la concepción
estática griega del
Deus immovens.
La tradición hace dos
afirmaciones
fundamentales: la
máxima kénosis en la cruz es gloria (según Juan,
la muerte es
elevación en dos sentidos: elevado a la cruz y elevado
a la gloria); por la
encarnación, Dios no sólo redimió al mundo, sino
que reveló su más
íntima profundidad. Por tanto, la encarnación
afectó a Dios, pues
él se reveló. Esta revelación implica que
debemos pensar el
mundo y la encarnación intratrinitariamente y
no sólo como obras ad
extra. Si admitimos esto, debemos concluir
que, al encarnarse
Dios, la Santísima Trinidad asume el dolor y la
muerte. Cuando muere
en la cruz, Dios sigue siendo Dios, y la
muerte es una forma
de Dios. La omnipotencia divina consiste en
poder soportar todo,
no en poder todo. La inmutabilidad de Dios
reside en su
capacidad de cambiar totalmente. En otras palabras:
lo inmutable de Dios
es que él sea siempre mudable y se halle
siempre en proceso.
Hay una verdad
teológica que se sitúa entre la pura
inmutabilidad de Dios
-la encarnación no será sino algo exterior a
Dios- y la total
mutabilidad de Dios -la autoconciencia de Jesús
quedaría totalmente
alienada dentro de la conciencia humana- esa
verdad es la
siguiente: el cordero inmolado desde el comienzo del
mundo (cf. Ap 13,8;
5,6.9.12). Concretamente: hay que situar el
camino de Jesús en el
plan eterno de Dios, plan que abarca todo:
dolor, muerte, cruz;
todo esto pertenece al Hijo eterno, que lo
asume al encarnarse.
Debemos, pues,
cambiar la imagen de Dios ensanchando los
horizontes de la
comprensión de lo que llamamos mundo e historia.
No debemos situar el
mundo y la historia fuera de Dios, sino dentro
del proceso
trinitario. Así se entiende que Dios pueda cambiar. El
cambio del mundo no
es sino la forma mundana del cambio de
Dios.
Debemos buscar a Dios
sub contrario,. La presencia divina
adquiere su mayor
intensidad donde Dios parece no estar, en el
lugar del que parece
haberse retirado. Esa lógica contradice la
lógica de la razón,
pero es la lógica de la cruz. Esta lógica de la
cruz es escándalo
para la razón, pero es preciso mantenerla,
porque sólo así
tenemos un acceso a Dios que de otro modo no
tendríamos. La razón
busca la causa del dolor, las razones del mal.
La cruz no busca
causa alguna: el dolor es un lugar privilegiado de
la presencia divina.
Donde la razón veía ausencia de Dios, la lógica
de la cruz descubre
la plena revelación divina. Partiendo de estas
premisas, Balthasar
polemiza rudamente contra toda filosofía que
intente hacer de la
cruz un principio de intelección universal. La
cruz no es nada de
eso, debe mantenerse como tal, como una
tiniebla frente a la
luz de la razón y la sabiduría de este mundo.
La cesura existente
entre la lógica de la cruz y la luz de la razón
sólo se supera
mediante la resurrección como realidad
escatológica. Ahí
aparece que la vida presente en la cruz se revela
del todo. La
resurrección no es obra de la luz de la razón, sino de
las tinieblas de la
muerte; por eso es el Crucificado quien resucita,
no Apolo, ni Júpiter,
ni el hombre glorioso que pasa a una gloria
mayor. Resucita el
abandonado, el rechazado. Esto demuestra que
en medio de ese
abandono y rechazo hay una vida diferente y
plenamente divina: la
resurrección, que representa la unidad del
mismo proceso
trinitario.
Interpretada
teológicamente, la cruz afecta no sólo al Hijo, sino
también a las tres
personas divinas: al Padre como agente
principal, al Hijo
como aquel que experimenta solidariamente con
los hombres qué
significa decir no a Dios sin haberlo hecho nunca
(Heb 4,15), y al
Espíritu Santo como reconciliación de todo, del
Padre con el Hijo y
de la creación con Dios.
f) La cruz como
crimen.
En el horizonte de la
teología de la liberación, las reflexiones
sobre el significado
histórico y salvífico de la cruz se centran
principalmente en la
dimensión «encarnatoria» de la salvación. «La
teología de la cruz
debe ser histórica; hay que ver la cruz no como
un designio
arbitrario de Dios, sino como consecuencia de la
opción primigenia de
Dios: la encarnación. La cruz es
consecuencia de una
encarnación enmarcada en un mundo de
pecado que se revela
como poder contra el Dios de Jesús».
La cruz debe interpretarse
como solidaridad de un Dios
que asume el dolor
humano, no para eternizarlo, sino para
suprimirlo. La forma
de acabar con él no es la fuerza y la
dominación, sino el
amor. Cristo predicó y vivió esta nueva
dimensión. Fue
rechazado por el «mundo», estructurado para el
mantenimiento de su
propio poder. Cayó víctima de esta fuerza,
pero no desistió de
su proyecto de amor. La cruz es símbolo del
poder humano y
símbolo de la fidelidad y el amor de Jesús. El amor
es más fuerte que la muerte,
ante la cual sucumbe el poder. Por
eso triunfó la
cruz-lealtad, la cruz- amor. Eso es la resurrección:
una vida más fuerte
que la vida-poder, que la «vida-bios», que la
«vida-ego». La cruz
no puede ser proyectada sobre Dios. Pero ¿de
qué cruz se trata?
¿De la cruz del amor? Esta sí puede proyectarse
sobre Dios; pero no
surge como consecuencia de la cruz-odio. La
cruz no es por sí
misma símbolo de amor y de encuentro: es una
forma de suplicio y
un medio con que el hombre da rienda suelta a
su poder vengador. De
ahí que no se pueda proyectar esa cruz
sobre Dios, so pena
de renunciar a cualquier comprensión de Dios.
El Dios que muere y
rechaza a su propio Hijo sólo es comprensible
en el marcO de una
teología del amor. El rechazo sustituye y
representa a los
pecadores del mundo. No es rechazado por ser
Hijo, sino por
haberse hecho el pecado del mundo sin cometer
pecado alguno.
El empeño de la fe y
del cristianismo organizado como fuerza
histórica consiste en
hacer cada vez más imposible el odio que
engendra la cruz, no
como violencia que todo lo impone, sino como
amor y reconciliación
que a todos conquista.
3. Convergencias y
divergencias entre las diferentes posturas
a) Un Dios que no
sufre no libera del sufrimiento.
Todas estas
interpretaciones teológicas
son realmente eso:
interpretaciones. Tal vez la forma más teológica
de hablar de los
problemas humanos radicales como el sufrimiento,
la muerte, el amor,
la vida sea el lenguaje simbólico y mítico. Tal
lenguaje no explica
mucho, pero «hace pensar» y ofrece una salida
que no es una fórmula
ni la conclusión de un argumento, sino un
caminar juntos, un
solidarizarse, un llorar juntos y juntos
consolarse. Esto
supone el paso de un Dios estático, apático (que
no sufre) a un Dios
vivo, patético (que tiene pathos y puede sufrir).
En esto coinciden
todos los autores. Como afirma Bonhoeffer, un
Dios que no sufre no
puede liberarnos. Pero el problema reside en
cómo entender el
sufrimiento de Dios. ¿Cómo hablar sobre él?
b) Un Dios muere. ¿De
qué Dios se trata?
¿Se puede incorporar
el sufrimiento y aproximar la muerte a Dios
hasta conseguir que
Dios pase a ser sujeto y no sólo objeto del
sufrimiento y del
dolor causados por otros (Dios activo: produce el
dolor en el mundo;
Dios pasivo: sufre el dolor del mundo, se
solidariza con él) ?
Aquí comienza el gran problema. Cuando se
hace
indiscriminadamente a Dios sujeto de la muerte (Dios muere y
causa la muerte), se
cae en un discurso teológico profundamente y
ambiguo y primitivo.
En el de Moltmann se advierte una grave falta
de rigor teológico.
Dios es epifánico, aparece como dolor y muerte.
El lenguaje describe
un fenómeno como describe otros de la
experiencia
cotidiana. De ahí el desenfado con que habla "de la
rebelión de Dios
contra Dios», «desunión en Dios», «enemistad
entre Dios y Dios»,
«Dios que rechaza y está contra Dios», «Dios
mismo abandonado de
Dios», «abandono de Jesús en la cruz como
acto positivo y
exclusivo del Padre que rechaza y se irrita contra el
Hijo» ... Nos
encontramos ante una forma de hablar primitiva, mítica
en el sentido
peyorativo de que está articulada dentro de una
conciencia
objetivante. No es un discurso teológico consciente de
la ambigüedad y del
carácter analógico de nuestras afirmaciones
sobre Dios. Todo esto
falta, ingenuamente. en uno de los más
prestigiosos teólogos
del momento.
e) ¿Crucifica Dios a
su Hijo?
La tesis más difícil
de Moltmann, y en buena parte de Balthasar,
es que el Padre
sacrifica al Hijo en la cruz. El Padre hace lo que no
llegó a hacer
Abrahán. Este intentó sacrificar a su hijo Isaac. El
Padre fue más lejos: mató
al Hijo. Moltmann se queda fascinado
ante tal acto, pues
estamos en presencia de una teología radical
de la cruz. Ya no es
como en la teoría freudiana: el Hijo el que mata
al Padre, sino que es
el Padre el que mata al Hijo.
Tanto Moltmann como Balthasar
hacen esa afirmación para
resaltar la cruz como
escándalo. Aquí no se sabe ya si la cruz es
escándalo frente a
una comprensión humana (religiosa de los
judíos o filosófica
de los griegos) o debe ser un escándalo tan
absoluto que lo sea
también para Dios. Parece que se afirma todo
para romper con
cualquier posibilidad de que funcione el logos. No
hay ningún control ni
cabe apelar a ninguna instancia. Es un hecho
bruto. Nos hallamos
ante el dogmatismo más radical. Tal
dogmatismo está a un
paso del ateísmo. El fideísmo y el ateísmo
tienen la misma
estructura. Así se explica que no haya nada que
permita soslayar un
ateísmo total o reducir el cristianismo a un
dogmatismo fanático
que se afirma como pura voluntad de poder.
Presentar la realidad
de la cruz como liberación y crítica de todos
los proyectos
liberadores es la forma de universalizar una
esclavitud. Se libera
haciendo a todos esclavos de un concepto
tiránico de Dios,
absurdo, sin ninguna instancia de racionalidad ni
de luz, como total
oscuridad y arbitrariedad, pues él resolvió en su
eterno arbitrio
instaurar la cruz por la cruz, el sacrificio del cordero
por pura
determinación.
Si tales afirmaciones
se hacen para mantener vivo el escándalo,
se corre el peligro
de pasar a formas aún más escandalosas contra
todo buen sentido y
contra toda medida. Se dice que quien muere
es el hijo de Dios;
por tanto, la muerte tiene que ver con Dios, es
Dios quien muere.
Correcto, pero no in recto, sino únicamente in
obliquo. Dios no
muere in recto porque la muerte es algo inherente
a la condición
humana. Dios no aniquiló al hombre cuando lo
asumió, sino que lo
hizo in confuse. Por tanto, respeta el modo de
ser propio del
hombre; pero, a causa de su íntima unión, podemos
decir in obliquo (en
sentido traslaticio) que Dios muere. Aún más:
Jesús sonrió, comió,
digirió los alimentos que tomó. sintió las
necesidades humanas
del hambre, la sed, el sueño, etc. En la
lógica de Moltmann
podríamos hacer de todo esto un problema
trinitario: ¿qué
significa que Dios tiene que hacer las necesidades
fisiológicas? ¿Cómo
se inserta esto en el proceso trinitario? Así
acabaríamos por
transformar la fe trinitaria y cristológica en un
capítulo de la
mitología antigua y en una parte de la pornografía
moderna. El lenguaje
pierde su rigor y degenera en un puro
mecanismo para
deducir fórmulas interpretadas materialmente.
Creemos que cuando la
fe dice, con la reverencia del silencio
místico, que Jesús es
Dios, dice todo lo que se puede decir.
Después sólo cabe el
silencio, porque lo que se añade es vacío,
superfluo o
redundante. Por eso no podemos construir y continuar
hablando sobre esta
realidad. La teología y la fe únicamente
pueden mostrar que
cuando decimos «Jesús es Dios» no estamos
afirmando algo
contradictorio. No se puede tomar a Dios como una
instancia fija,
estable y sacar de ella deducciones, porque ese Dios
no sería ya el de la
fórmula «Jesús es Dios", sino un ídolo,
cualquier cosa de la
que se pueden deducir otras. Además de la
labor apologética de
demostrar la no contradicción, la teología
puede elaborar no un
sistema basado en la combinación
Dios-hombre, pero sí
una ética: ¿cómo caminar con Jesús, que
también es Dios?
¿Cómo seguirle para acercarnos cada vez más a
él? La teología
occidental optó por una vía sistemática que la llevó
a las contradicciones
insolubles y falsas con que se debate hoy. No
elaboró una ética ni
una política. Por eso degeneró en una pura
abstracción doctrinal
y dejó la ética y la organización de la vida a
los principios
paganos de la Ética a Nicómaco o a los imperativos
de la razón de Estado
o de la Iglesia institución.
En la perspectiva de
Moltmann, la pasión se reduce a una única
causalidad: la de
Dios Padre. No se toma en serio la causalidad de
los adversarios que,
con su cerrazón, fueron la causa de la muerte
histórica de Jesús.
Todo esto se subsume en Dios. ¿Es verdad,
pregunta Sölle, que
el Padre es la causa del sufrimiento de Jesús?
No; Jesús padeció
libremente por amor al mundo, a la sociedad y a
los desgraciados y
por amor al Absoluto. La humanización del dolor
del mundo no consiste
en que también el Hijo haya sufrido, sino en
cómo sufrió. Si sufre
como todos, si asume el dolor por el dolor,
porque el dolor es de
Dios, pues también él lo padece, entonces no
hay posibilidad de
superarlo. El sufrimiento será eterno. Estaremos
irreparablemente
perdidos y entregados a su dinamismo
deshumanizador. En
esta concepción, la experiencia del dolor
carece de esperanza.
Hay un sorprendente
paralelismo entre la teología que descarga
toda la violencia
sobre Dios y la tenebrosa visión del nazismo. Sölle
cita unas frases de
Himmler, con ocasión de su visita a Poznam
(Polonia), campo de
concentración y liquidación de prisioneros.
Himmler dice a sus
subordinados: "La mayoría de vosotros sabe
qué significa que se
amontonen cien, quinientos, mil cadáveres en
el mismo lugar. Haber
aguantado eso, con las excepciones propias
de la debilidad
humana, y haber mantenido la corrección os ha
endurecido. He aquí
una página gloriosa de nuestra historia que
nadie había escrito
hasta ahora y nadie escribirá jamás».
El equívoco de esta teología,
que proyecta sin matices el dolor y
la cruz sobre el
mismo Dios, radica en presentar al Padre como
asesino de Jesús. La
ira divina no se sacia con el castigo de los
hijos, hermanos de
Jesús, sino que alcanza al Unigénito. El
parricidio adquiere
así una dimensión sacral y teologal. Esta visión
macabra no puede
tener ninguna legitimidad cristiana porque
destruye toda la
novedad del evangelio y lo convierte en
instrumento para
sacramentalizar la iniquidad del mundo. Y no'
hemos sido bautizados,
muertos y resucitados en Jesucristo para
eso.
Si Dios se calla ante
el dolor es porque él mismo padece y hace
suya la causa de los
martirizados y de los que sufren (cf. Mt 25,31).
El dolor no le es
ajeno; pero si lo asumió no fue para eternizarlo y
dejarnos sin
esperanza, sino porque quiere poner fin a todas las
cruces de la
historia.
El cristianismo
comenzó siendo una religión de esclavos,
proletarios y
marginados, pero no para perpetuar esta situación,
sino para superarla.
Es una moral que subvierte las relaciones de
señor-esclavo.
¿Para qué sirve el
dolor? ¿Para transformar y cambiar el
mundo? Entonces tiene
sentido y es una tristeza según Dios, para
decirlo en términos
paulinos (2 Cor 7,8-10). ¿Para la aniquilación y
la esclerosis?
Entonces es tristeza según el mundo y no sirve para
nada, excepto para
cavar el propio infierno de quien comete el mal
(cf. 2 Cor 7,8.10).
El problema del mal
no es un problema de teodicea, sino de
ética. El mal, lo
mismo que su fuerza y su superación, se
comprende no
especulando sobre él, sino asumiendo una praxis de
combate para generar
el bien, el amor y la liberación de las cruces
de este mundo.
d) Dios doliente: ¿cómo
sufre Dios?
Decir que Dios es
amor es afirmar su
vulnerabilidad. En
otras palabras: Dios ama y puede ser
correspondido o
rechazado. Al polo Dios-amor debe responder otro
polo, que pueda
entablar con él un diálogo amoroso. El amor sólo
se da en la libertad
y en el encuentro de dos libertades. La historia
de la salvación
muestra la capacidad del hombre para rechazar el
amor. Dios no
contempla esto con indiferencia. Sufre cuando se
rechaza su amor. Sin
embargo, el amor no quiere el sufrimiento.
Busca la felicidad.
Porque quiere hasta el extremo la felicidad del
otro, continúa
amándolo incluso cuando éste se niega a amar.
Asume su dolor porque
le ama y quiere compartirlo con él. Este es
el sufrimiento de
Dios, fruto del amor y de su infinita capacidad de
solidaridad. Con
razón dice Moltmann que «la Trinidad es
completamente en sí
misma y está completa en sí misma. Pero está
abierta al mundo y al
hombre y es imperfecta en su ser de amor en
el mismo grado en que
el amante no quiere ser perfecto sin la
participación del
amado».
Sin embargo, no
debemos atribuir a Dios los mecanismos que
generan el dolor, la
cruz, la división y el odio entre los hombres. En
una palabra: no
podemos unir a Dios y a la cruz hasta situar la cruz
en la identidad
divina. Si fuera así, estaríamos perdidos. Si el
mismo Dios sufre en
su esencia, si Dios odia, si Dios crucifica, nos
quedamos sin
salvación. Porque él sería a la vez bueno y malo, y
nosotros estaríamos
sometidos a la eterna alternancia del bien y el
mal. ¿Cómo hablar de
una redención si Dios mismo debe
redimirse?
No obstante, la cruz
afecta a Dios porque significa una violación
de su proyecto
histórico de amor y vulnera el derecho divino.
Significa rebelión,
constitución del reino del hombre sin Dios. Si
Dios está por encima
de la cruz-odio, si no entra en el mecanismo
de la cruz-crimen,
entonces puede transformar la cruz en amor y
hacerla bendición.
Pero si Dios fuera
cruz, la redención de Jesús y su solidaridad
con los crucificados
del mundo no significaría nada. Para sufrir,
Dios tiene que asumir
algo diferente de él. Lo diferente de Dios, lo
totalmente diferente
de Dios, es la situación de no Dios, de
negación de Dios, la
situación de cruz-crimen. Si hubiera cruz en
Dios, con la
encarnación se encarnaría también ella y Dios no
asumiría nada. Sólo
revelaría lo que es: cruz y dolor. Sería él
mismo proyectado en
el mundo. Pero Dios no es cruz y, por eso,
puede asumirla como
algo nuevo para él. Y esto es una ganancia
incluso para él. La
asume por solidaridad con los que sufren, no
para sublimarla y
perpetuarla, sino para solidarizarse con los que
padecen en la cruz,
para transformarla en señal de bendición y de
amor paciente. El
móvil es, pues, el amor.
Este es el sentido de
Dios en la cruz, de las afirmaciones del
Dios doliente y de la
teología patética. En esta perspectiva
adquieren una
dimensión divina la pobreza, la sentencia, el ultraje
y el sufrimiento. No
para adormecer la conciencia en la lucha
contra la pasión del
mundo, sino para afirmar que sólo en
solidaridad con los
crucificados se puede luchar contra la cruz, sólo
identificándose con
los atribulados de la vida se puede liberar
efectivamente de las
tribulaciones. Y éste fue el camino de Jesús,
la senda del Dios
encarnado.
4. La cruz, muerte de
todos los sistemas
La cruz no puede
constituir el principio
vertebrador de un
sistema teológico, como ocurre en Moltmann y
Balthasar. La cruz es
la muerte de todos los sistemas porque no se
deja encuadrar en
nada. Rompe todos los lazos. Es el símbolo de
una negación total.
Es pecado y rechazo de Dios; por eso es fruto
de la libertad. La
mayoría de los sistemas citados apenas hablan
de la libertad
humana, capaz de rechazar a Dios y crear el infierno.
La cruz nació del
rechazo del reino. Como pecado, es totalmente
absurda. Carece de
toda inteligibilidad. Por eso no puede constituir
un eslabón de un
sistema lógico y coherente. Rompe todo porque
rompe con Dios, el
Logos absoluto. Pero si la cruz es absurda, más
absurdo aún es que
Dios la haya asumido. Aquí está el hecho
verdadero y decisivo.
Aun siendo absurda, la cruz no constituye un
límite para Dios.
Dios es tan grande, se halla tan por encima de
cualquier negación
posible, que puede asumir el absurdo, no para
divinizarlo ni para
perpetuarlo, sino para revelar las dimensiones de
su gloria, que van
más allá de cualquier luz que venga del logos
humano y de cualquier
oscuridad que venga del corazón. Dios
asume la cruz por
amor a los crucificados, en solidaridad con todos
los que sufren la
cruz. Les dice: la cruz, aunque absurda, puede
ser el camino para
una gran liberación con tal que tú la aceptes
con libertad y amor.
Entonces liberarás la cruz de su absurdo y te
liberarás a ti mismo.
Eres y te haces más grande que la cruz,
porque la libertad y
el amor son mayores que todos los absurdos y
más fuertes que la
muerte. Porque puedes hacer de ellos un
sendero que te
acerque a mí.
La cruz entra así en
la historia del amor, de lo que el
amor puede en cuanto
capacidad de solidaridad. La cruz es el
lugar en que se
revela la forma más sublime del amor y se muestra
su esencia. Esa
esencia radica en poder estar en el otro en cuanto
otro, en el
totalmente otro. El totalmente otro de mí es el enemigo.
Amar al enemigo
(cruz), poder estar en él, asumirlo: ésa es la obra
del amor. Aquí está
su esencia. La cruz asumida realiza totalmente
al hombre porque le
ofrece la ocasión de amar de una forma más
sublime. La cruz no
es amor ni fruto del amor. Es el lugar donde
aparece lo que puede
el amor. La cruz es odio destruido por el
amor que asume la
cruz-odio. Entonces libera.
A pesar de todo, la
cruz-odio es un misterio inaccesible a la
razón discursiva,
pero verificable en la praxis humana. No hay
ningún argumento
lógico que justifique la negación del hombre por
otro hombre ni de
Dios por el hombre. Sin embargo, esto sucede.
Por tanto, no es
posible sistematizar la cruz en una concepción
coherente del mundo y
de Dios. Desgarra todo. Por eso es el
símbolo de nuestra
finitud y el límite de nuestra razón. La cruz
crucifica a la razón
y también a la teología como reflexión
sistemática sobre
Dios y las cosas divinas. Amar esta fragilidad,
entenderla como forma
de mostrar un acceso diferente a Dios
asumiendo la cruz en
el amor: tal es la gran oportunidad y el gran
reto que la cruz
lanza a nuestra libertad.
La cruz no está ahí
para que la comprendamos, sino para que la
aceptemos y sigamos
el camino del Hijo del hombre, que la abrazó
y por ella nos
redimió.
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