Moisés es mucho más que una figura
histórica de prestigio; encarna la razón y el ser mismo de lo judío. Entre los
sabios judíos existían profundas discrepancias en materia de interpretación de
la Ley de Moisés, pero jamás uno de ellos osaba equipararse a Moisés. ¡Pues es
precisamente esto lo que a Jesús se le propone! No se le pregunta: tal rabino
dice esto; tú ¿qué dices? Se le pregunta: Moisés dice esto; tú, ¿qué dices? O
Moisés o Jesús. Lo que se plantea es una disyuntiva que afecta a la esencia
misma de lo judío. Ello explica el carácter comprometedor de la disyuntiva, ya
que de la respuesta podía derivarse un motivo cierto y válido de acusación ante
el Sanedrín o Tribunal Supremo. Sin duda, esta disyuntiva confiere gravedad a
los silencios de Jesús. Y, sin embargo, a través del gesto de escribir en
tierra, el autor ha logrado convertir esos silencios en una maravillosa escuela
de fantasía, a base de invitar a cada uno a un ejercicio de propia
introspección. En lenguaje de los evangelios sinópticos, este ejercicio
llevaría el nombre de conversión, a la que Lucas nos ha invitado también en los
dos domingos anteriores, a todos, pero muy especialmente al hijo mayor, es
decir, a los "buenos". Los mismos que hoy traen a la adúltera (hijo
menor).
Ella, por supuesto, ha actuado mal.
De ahí la invitación que Jesús le hace a no pecar en adelante. Sin embargo, no
es ella el hijo problemático. Lo mismo que el domingo pasado, el problemático
sigue siendo el mayor. Hoy entrevemos que su problema radica en la Ley y en su
modo de vivirla. Tal vez por eso, el autor nos ha dado ya la solución al
problema al comienzo mismo de la obra: La Ley se dio por medio de Moisés, la
Gracia y la Verdad se han hecho realidad por medio de Jesús (/Jn/01/17).
Ley es una cosa; gracia y verdad son
otra. Letrados y fariseos saben de lo primero; la adúltera sabe de la gracia y
la verdad de Jesús. Este momento del relato es sencillamente fantástico. Todos
se han ido. Quedan solos Jesús y la adúltera. La Ley manda apedrearla. Véase Levítico
20, 10 y Deuteronomio 22, 22. Toca, pues, a Jesús ejecutar la sentencia. Pero a
cambio escuchamos: Tampoco yo te condeno. Algo maravilloso y más allá de la Ley
acaba de acontecer. Es a lo que Juan se refiere cuando habla de gracia y de
verdad.
Cuando levanta los ojos, la adúltera
ve a uno que la mira de una manera distinta a los otros. Jamás había visto a un
hombre observándola de aquella manera. Hasta ahora tenía experiencia de dos
tipos de mirada. La del deseo, la de la codicia. Y la mirada de la condena. Y,
quizás, en la escena evangélica, los... titulares de los dos tipos de mirada
eran las mismas personas: sí, aquellos con las piedras en las manos... Ahora
sus ojos se cruzan con los de un hombre que "ve" en ella no un objeto
de placer ni un blanco para las piedras de una sentencia cruel. (...).
Personalmente nunca he tenido dudas: la caridad comienza por la mirada.
"Una de las verdades
fundamentales del cristianismo, verdad con demasiada frecuencia desconocida, es
ésta: lo que salva es la mirada". La adúltera, como también Zaqueo, debe
la propia salvación a la mirada. La mirada de Cristo es, en cierto sentido,
creadora. Llama a una persona a la existencia. Despierta su ser auténtico,
real. Liquida al hombre deshonesto, al canalla, y llama al santo. La mirada de
Cristo no se resigna al "poco de bueno". Se obstina en sacar a la luz
lo mucho bueno, lo mejor que hay en cada persona.
Es, pues, una mirada reveladora.
Porque muestra al hombre mismo sus posibilidades, su verdadera dimensión. Me
parece muy significativo este testimonio: "Conocí a una persona junto a la
que no sólo cada uno se sentía él mismo, sino lo más, lo mejor de sí mismo.
Cuando pregunté a aquella persona cuál era su secreto, me respondió con toda
sencillez: basta dirigirte a aquel que está ante ti como si no existiese en el
mundo nada más que el bien de aquella persona".
Nuestra mirada debe ser, ante todo,
libre. Solamente una mirada libre representa una llamada a la libertad. Libre
porque ha echado abajo la cárcel del propio egoísmo, de la propia comodidad, de
la propia indiferencia, de los propios intereses, para abrirse al otro en
actitud de acogida, de simpatía, de discreción, de cordialidad, de delicadeza y
benevolencia. Libre de las lentes deformantes de los prejuicios, de las
prevenciones, de las sospechas, de la desconfianza.
Libre de cualquier instinto de
separación y de discriminación. Este me vale -¡tú no! Este me gusta -¡tú no!
Este me interesa -¡tú no! Este me resulta simpático -¡tú no! "Este tú no
se revela como un eco maléfico que rebota sobre la tierra excavando abismos de
soledades abiertas hacia nosotros como un grito: "Mírame... para que yo
sepa que existo"
Las personas rechazadas por nuestra
mirada serán condenadas, quizás, a llevar durante toda su vida una marca de
soledad, de rechazo, de insignificancia.
También una mirada indiferente puede ser
"homicida". Su mensaje, en efecto, se puede traducir así: "Para
mí tú no existes. Negándote importancia, te niego el derecho a la
existencia". Una mirada de indiferencia tiene la capacidad de borrar a una
persona.
Una mirada libre es una mirada que
no se limita a tocar de soslayo a las personas que encuentra. No es una mirada
rápida. No es huidiza. Sabe pararse y acoger. Acoger, pero no forzar.
Es necesario que, cada mañana,
purifiquemos nuestra mirada. Se trata, en efecto, de:
-Desvincularla de todo instinto de
posesión.
-Desarmarla de los varios elementos
de hostilidad, agresividad, malignidad, dureza.
-Rejuvenecerla, restituyéndola la
capacidad de sorpresa y de maravilla que hace nuevas las cosas y las devuelve
el gusto del descubrimiento del otro.
-Hacerla atenta al otro. O sea capaz
de ver al otro como yo quisiera ser visto. Así, la atención se hace expresión
de respeto y vehículo de liberación. Solamente la atención que nace del amor
declara al otro: "Te reconozco el derecho de ser lo que eres. Deseo que
seas todo lo que puedes ser". Sí, solamente si conseguimos una mirada
purificada, las piedras comenzarán a caer de nuestras manos.
Es necesario que, cada mañana, purifiquemos nuestra mirada. Se trata, en efecto, de:
ResponderEliminar-Desvincularla de todo instinto de posesión.
-Desarmarla de los varios elementos de hostilidad, agresividad, malignidad, dureza.
-Rejuvenecerla, restituyéndola la capacidad de sorpresa y de maravilla que hace nuevas las cosas y las devuelve el gusto del descubrimiento del otro.
-Hacerla atenta al otro. O sea capaz de ver al otro como yo quisiera ser visto. Así, la atención se hace expresión de respeto y vehículo de liberación. Solamente la atención que nace del amor declara al otro: "Te reconozco el derecho de ser lo que eres. Deseo que seas todo lo que puedes ser". Sí, solamente si conseguimos una mirada purificada, las piedras comenzarán a caer de nuestras manos.