¿Vale la pena casarse?
¿Para qué?
Bastantes jóvenes aseguran hoy que no ven razón alguna
para contraer matrimonio. Se quieren, y en ello encuentran una justificación
sobrada para vivir juntos. Estimo que están equivocados, pero los comprendo perfectamente.
Y es que las leyes y los usos sociales han arrebatado
al matrimonio todo su sentido:
a) por una parte, la admisión del divorcio elimina la
confianza de que se luchará por mantener el vínculo;
b) por otra, la aceptación social de "devaneos"
extramatrimoniales, considerados casi como una "necesidad", por no
decir un "derecho"... o un "deber", suprime la exigencia de
fidelidad;
c) y, finalmente, la difusión masiva e indiscriminada
de contraceptivos, unida a la afirmación de su total inocuidad -espiritual,
psíquica y física-, desprovee de relevancia y valor a los hijos.
¿Qué queda, entonces, de la grandeza de la unión
conyugal?, ¿qué de la arriesgada aventura que siempre ha sido?, ¿con qué objeto
"pasar por la iglesia o por el juzgado"?
Vistas así las cosas, a quienes sostienen la absoluta
primacía del amor habría que comenzar por darles la razón, para después
hacerles ver algo de capital importancia, que otras veces ya he apuntado: es
imposible quererse bien, en serio, sin estar casados.
Hacerse capaz de amar
Aunque pueda suscitar cierto estupor, lo que acabo de
sostener es bastante cierto. En todos los ámbitos de la vida humana hay que
aprender y capacitarse. ¿Por qué no en el del amor, que es a la par la más
gratificante, decisiva y difícil de nuestras actividades? Jacinto Benavente
afirmaba que «el amor tiene que ir a la escuela». Y es verdad. Para poder
querer de veras hay que ejercitarse, igual que, por ejemplo, hay que templar
los músculos para ser un buen atleta.
Pues bien, la boda capacita para amar de una manera
real y efectiva.
Nuestra cultura no acaba de entender el matrimonio: lo
contempla como una simple ceremonia (mejor cuanto más lujosa o extravagante),
un contrato rescindible, un compromiso...
Algo que, sin ser falso, resulta demasiado pobre.
En su esencia más íntima, la boda constituye una
expresión exquisita de libertad y amor. El sí es un acto profundísimo,
inigualable, por el que dos personas se entregan plenamente y deciden amarse de
por vida. Es amor de amores: amor sublime que, en primer término,
"redime" mi pasado; y, además y sobre todo, me permite "amar
bien", como decían nuestros clásicos: fortalece mi voluntad y la habilita
para querer a otro nivel; sitúa el amor recíproco en una atmósfera más alta.
Por eso, si no me caso, si excluyo ese acto de
donación total, estaré imposibilitado para querer de veras a mi cónyuge: como
quien no se entrena o no aprende un idioma resulta incapaz de hablarlo.
A su joven esposa, que le había escrito: «¿Me olvidarás
a mí, que soy una provincianita, entre tus princesas y embajadoras?», Bismark
le respondió: «¿Olvidas que te he desposado para amarte?»
Estas palabras encierran una intuición profunda: el
"para amarte" no indica una simple decisión de futuro, incluso
inamovible; equivale, en fin de cuentas, a "para poderte amar" con un
querer auténtico, supremo, definitivo... imposible sin el mutuo entregarse del
matrimonio, sin casarse.
Casarse o "convivir"
No se trata de teorías. Cuanto acabo de exponer tiene
claras manifestaciones en el ámbito psíquico.
El ser humano solo es feliz cuando se empeña en algo
grande, que efectivamente compense el esfuerzo. Y lo más impresionante que un
varón o una mujer pueden hacer en la tierra es aprender a amar.
Vale la pena dedicar toda la vida a amar cada vez
mejor y más intensamente, porque solo para eso hemos venido a este mundo.
De ahí que, en realidad, sea lo único que merece
nuestra dedicación: todo lo demás, todo, debería ser tan solo un medio para
conseguirlo. «Al atardecer de nuestra existencia -repetía san Juan de la Cruz-
se nos examinará del amor».
¡Y de nada más!, añado yo: todo lo que, en mi vida, no
transforme en amor, resulta inútil, vano o incluso perjudicial.
Pues bien, cuando me caso establezco las condiciones
para consagrarme sin reservas a la tarea de amar. Por el contrario, si
simplemente vivimos juntos, y aunque no sea consciente de ello, todo el
esfuerzo tendré que dirigirlo, a "defender las posiciones"
alcanzadas, a que no se me vaya "el ganado (¡sin segundas!)... o la ganada
(¡sin terceras!)".
Todo, entonces, se torna inseguro: la relación puede
romperse en cualquier momento. No tengo certeza de que el otro va a esforzarse
seriamente en quererme, en acopiar las alegrías y superar los roces y conflictos
del trato cotidiano: ¿por qué habría de hacerlo yo? No puedo bajar la guardia,
relajarme, mostrarme de verdad como soy, no sea que mi pareja advierta defectos
"insufribles" y decida que "hasta aquí llegaron las aguas".
Ante las dificultades que por fuerza han de surgir, la tentación de abandonar
la empresa se presenta muy cercana, puesto que nada impide esa deserción.
La simple convivencia crea un clima psíquico que hace
peligrar el objetivo fundamental y entusiasmante del matrimonio: aumentar, intensificar
y mejorar el amor y, con él, la felicidad.
¿Amor o "papeles"?
Todo lo cual parece avalar la afirmación de que
"lo importante" es quererse. ¡Y es que es verdad!
El amor es efectivamente lo importante. No hay que
tener miedo a esta idea. Pero ya he explicado que no puede haber amor cabal sin
donación mutua y exclusiva, sin casarse.
Los papeles, el reconocimiento social, no son de
ningún modo lo importante; pero, en cuanto confirmación externa de la mutua
entrega, resultan imprescindibles.
¿Por qué?
Desde el punto de vista social, porque mi matrimonio
tiene repercusiones civiles claras, que aumentan todavía más con la llegada de
los hijos: la familia compone -o debería componer- la clave del ordenamiento
jurídico y el fundamento de la salud de una sociedad; es indispensable, por
tanto, que quede constancia de que otra persona y yo hemos decidido cambiar de
estado y crear una nueva familia.
Pero, sobre todo, la dimensión pública del matrimonio,
la ceremonia religiosa y civil, la fiesta con familiares y amigos, las
participaciones del acontecimiento, anuncios en los medios -¡superguay, si
puede ser en la tele!-... todo deriva de la enorme relevancia que lo que están
llevando a cabo tiene para los cónyuges. Si eso va a cambiar radicalmente mi
vida, a hacerla mejor, si me va a permitir algo que es una auténtica y
maravillosa aventura, me gustará que todos o, al menos, los auténticos amigos
lo sepan: igual que pregono con bombo y platillo las restantes buenas noticias.
Igual, no.
Mucho más, porque no hay nada comparable a casarse: me
pone en una situación inigualable para crecer interiormente, para ser mejor
persona y tremendamente feliz (el que no se lo crea... que haga la prueba en
serio).
¿Cómo no difundir, entonces, mi alegría?
¿Anticipar el futuro?
Es verdad que, a la vista de lo expuesto, bastantes se
preguntan: ¿cómo puedo yo comprometerme a algo para toda la vida, si no sé lo
que ésta me deparará?, ¿cómo puedo tener certeza de que elijo bien a mi pareja?
Se trata de una pregunta típica de los dos últimos
siglos, en los que el afán de seguridad se ha desbordado más allá de lo
propiamente humano -a veces con repercusiones psíquicas, incluso graves- y, a
pesar de las proclamas en contra, de manera inversa al aprecio real por la
libertad, que siempre lleva consigo algo de riesgo.
Y la única respuesta posible, la que doy siempre que
me hacen públicamente esta pregunta es: "de ningún modo", "no
hay ninguna manera de saberlo", "el futuro es... el futuro":
indefinible por naturaleza, con el permiso de los "adivinadores de
turno", aunque son ya tantos que lo del turno es más bien utópico: se nos
cuelan por todos lados y a todas horas.
A lo que suelo añadir, antes de que desaparezca el
auditorio, que para eso está el noviazgo: un período muy aprovechable, que
ofrece la oportunidad de conocerse mutuamente y empezar a entrever cómo se
desarrollará la vida en común.
Después, si soy como debo, ya sé bastante de lo que
pasará cuando me case: sé, en concreto, que voy a poner toda la carne en el
asador para querer a la otra persona y procurar que sea muy feliz. Y si se
trata de un propósito serio, y si hemos sido prudentes y nos conocemos lo
bastante, será compartido por el futuro cónyuge: el amor llama al amor.
Podemos, por tanto, tener la certeza de que vamos a intentarlo por todos los
medios. Y entonces es muy difícil, casi imposible, que el matrimonio fracase.
Observar y reflexionar
Ciertamente, esa decisión radical de entrega no basta
para dar un paso de tanta trascendencia. Hay que considerar también algunos
rasgos del futuro cónyuge.
¿Cuáles?
En primer término, por pura honradez, he de advertir
que la viabilidad de un matrimonio nunca puede conocerse teniendo relaciones
íntimas antes o en vez de la boda: como enseguida veremos, por más que choque
contra la costumbre y las pretensiones generales, la situación que así se crea
es tan artificial, tan abismalmente distinta de lo que sostendrá un matrimonio,
que no existe modo peor de calibrar si debo o no casarme con aquella persona.
Los rasgos que debería tener en cuenta son siempre
otros:
Por ejemplo, si "me veo" viviendo durante el
resto de mis días con aquella persona, incluso cuando esté sin arreglar, ronque
o le crezcan los michelines; también, y antes, cómo actúa en su trabajo y con
sus colegas, como trata a su familia, a sus amigos; si sabe controlar sus
impulsos, incluidos los sexuales: porque, de lo contrario, nadie me asegura que
será capaz de hacerlo cuando estemos casados y se encapriche con otro u otra;
si me gustaría que mis hijos se parecieran a ella o a él (¡qué horror!)...
porque de hecho, lo quiera o no, se le van a parecer; si sabe estar más
pendiente de mi bien (y de su bien real, por más que le cueste) que de sus
simples y casi inacabables antojos...
En definitiva:
a) No hacer el menor caso a lo que promete.
b) Escuchar -con todo el romanticismo que desee, pero
como quien oye llover- lo que me dice.
c) Prestar mucha atención a lo que parece que es.
d) Más todavía a lo que efectivamente hace, a cómo se
comporta.
e) Y conceder un peso absoluto a su manera de obrar...
justo cuando no está conmigo, puesto que cuando nos vemos, los dos nos
encontramos dispuestos naturalmente -sin la menor malicia- a agradar, ya que se
trata del momento más esperado del día, en el que ambos podemos y queremos dar
lo mejor de nosotros mismos.
Por el contrario; si en su casa, con sus amigos, con
sus compañeros de trabajo... se porta como un o una egoísta o como un o una déspota,
si no tiene en cuenta los deseos y el bien real de quienes lo rodean, ¿quién
puede asegurarme de que no va a acabar así... también en la cama?
Relaciones anti-matrimoniales
Y aquí suele plantearse una de las cuestiones más
decisivas y sobre las que impera mayor confusión. La necesidad de conocerse, de
saber si uno y otra congenian, ¿no aconseja vivir juntos un tiempo, con todo lo
que esto implica?
Se trata de un asunto muy estudiado y sobre el que
cada vez se va arrojando una luz más clara.
Un buen resumen del status quaestionis sería el que
sigue: está estadísticamente comprobado que la convivencia previa al matrimonio
nunca produce efectos beneficiosos: ¡nunca!
Por ejemplo:
a) los divorcios son mucho más frecuentes -parece que
el doble- entre quienes han convivido antes de contraer matrimonio;
b) las actitudes de los jóvenes que empiezan a tener
trato íntimo empeoran notablemente, y a ojos vista, desde ese mismo momento: se
tornan más posesivos, más celosos y controladores, más desconfiados y
gruñones... incluso más feos.
Pero, ¿por qué?
La causa, aunque profunda, no es difícil de intuir. El
cuerpo humano es, en el sentido más hondo de la palabra, personal; y quizá muy
especialmente sus dimensiones sexuales. En consecuencia, la sexualidad sabe
hablar un único idioma: el de la entrega plena y definitiva.
Pero, en las circunstancias que estamos considerando,
esa total disponibilidad resulta contradicha por el corazón y la cabeza, que,
con mayor o menor conciencia, la rechazan, al evitar un compromiso de por vida.
Surge así una ruptura interior en cada uno de los
novios, manifestada psíquicamente por un obsesivo y angustioso afán de
seguridad, cortejado de recelos, temores, rencores y suspicacias, que acaban
por envenenar la vida en común.
Por otro lado, como consecuencia de lo anterior, uno y
otra empiezan a sentirse mal... y buscan de nuevo "estar juntos" como
medio para evitarlo; el malestar se calma momentáneamente, mientras duran las
relaciones, para luego crecer con más fuerza, "estar otra vez más
juntos", aumentar la desazón persistente, en una especie de espiral
fatídica que culmina casi siempre con la separación... ¡y peor si no es
definitiva!
De ahí que, en contra del uso habitual, a este tipo de
relaciones prefiera llamarlas "anti- o contra-matrimoniales".
Para conocerse de veras
Por otro lado, resulta ingenua la pretensión de
decidir la viabilidad de un matrimonio por la "capacidad sexual" de
sus componentes: ¡como si toda una vida en común dependiera o pudiera sustentarse
en unos actos que, en condiciones normales, suman unos pocos minutos a la
semana!
Pero es que la mejor manera de conocer a nuestro
futuro cónyuge en ese ámbito consiste, como antes sugería, en observarlo en los
demás aspectos de su vida, y tal vez principalmente en los no se relacionan
directamente con nosotros: reflexionar sobre el modo cómo se comporta en su
hogar, trabajo o estudio, con sus amigos o conocidos... y con sus
"enemigos", pues en algún momento de nuestra vida matrimonial seremos
considerados como tales, etc.
Pues si en esas circunstancias es generoso, afable,
paciente, servicial, tierno, desprendido..., puede asegurarse, sin temor al
engaño, que a la larga esa será su actitud en la vida cotidiana y en las
relaciones íntimas.
Mientras que la "comprobación directa", e
incluso la forma de tratarnos, por responder a una situación claramente
"excepcional" -el noviazgo un tanto "lanzado"-, no solo no
proporciona datos fiables sobre su futuro, sino que en muchos casos más bien
los enmascara.
Por eso, frente a una opinión muy difundida, cabría
afirmar que "vivir (y acostarse) juntos" es la mejor manera de no
saber en absoluto cómo va a actuar la otra persona durante el matrimonio.
Repito que no se trata de una mera ficción ni una suerte
de "invento piadoso" para desaconsejar esa convivencia: como acabo de
apuntar, resulta bastante fácil caer en la cuenta de que la situación que se
crea en tales circunstancias es absolutamente artificial... y muy diversa de lo
que será la vida en común, día a día -no solo "noche a noche"-,
cuando ambos estén casados.
¿Probar a las personas?
Pero se puede ir más al fondo: no es serio ni honrado
"probar" a las personas, como si se tratara de caballos, de coches o
de ordenadores. Las personas son algo tan grandioso que, en su presencia, solo
cabe la veneración y el amor; por ellas arriesga uno la vida, «se juega a cara
o cruz-como decía Marañón-, el porvenir del propio corazón», la vida entera.
Además, la desconfianza que implica el ponerlas a
prueba no solo genera un permanente estado de tensión, difícil de soportar,
sino que se opone frontalmente al amor incondicional -incondicionado e
incondicionable- que está en la base de cualquier buen matrimonio: y si no hay
base o punto de apoyo, el matrimonio... se cae.
A lo que cabe añadir otro motivo, todavía más
determinante: no se puede realizar ese "experimento", es
materialmente imposible, aunque parezca lo contrario: porque la boda cambia muy
profundamente a los novios; no solo desde el punto de vista psicológico, al que
ya me he referido, sino en su mismo ser: los modifica hondamente, los
transforma en esposos, les permite amar de veras: ¡antes no es posible ese
amor!
A lo que cabe añadir otro motivo, todavía más determinante: no se puede realizar ese "experimento", es materialmente imposible, aunque parezca lo contrario: porque la boda cambia muy profundamente a los novios; no solo desde el punto de vista psicológico, al que ya me he referido, sino en su mismo ser: los modifica hondamente, los transforma en esposos, les permite amar de veras: ¡antes no es posible ese amor!
ResponderEliminarLa causa, aunque profunda, no es difícil de intuir. El cuerpo humano es, en el sentido más hondo de la palabra, personal; y quizá muy especialmente sus dimensiones sexuales. En consecuencia, la sexualidad sabe hablar un único idioma: el de la entrega plena y definitiva.
ResponderEliminarPero, en las circunstancias que estamos considerando, esa total disponibilidad resulta contradicha por el corazón y la cabeza, que, con mayor o menor conciencia, la rechazan, al evitar un compromiso de por vida.
Surge así una ruptura interior en cada uno de los novios, manifestada psíquicamente por un obsesivo y angustioso afán de seguridad, cortejado de recelos, temores, rencores y suspicacias, que acaban por envenenar la vida en común.
Por otro lado, como consecuencia de lo anterior, uno y otra empiezan a sentirse mal... y buscan de nuevo "estar juntos" como medio para evitarlo; el malestar se calma momentáneamente, mientras duran las relaciones, para luego crecer con más fuerza, "estar otra vez más juntos", aumentar la desazón persistente, en una especie de espiral fatídica que culmina casi siempre con la separación... ¡y peor si no es definitiva!
De ahí que, en contra del uso habitual, a este tipo de relaciones prefiera llamarlas "anti- o contra-matrimoniales".