Conviene que Cristo crezca y que yo disminuya (Juan
Bautista)
San Juan Bautista, nació seis
meses antes que el Hijo de Dios. Era primo de Jesús, pues las madres de ambos,
María e Isabel, eras primas. Le tocó a Juan preceder al Mesías esperado,
anunciarlo y preparar a la gente para recibirlo.
El nacimiento de San Juan
Bautista fue milagroso, ya que Isabel era estéril y ya estaban viejos ambos
padres, cuando sucedió su concepción. Nos cuenta el Evangelio que un día que a
Zacarías, sacerdote judío le tocó entrar solo en el santuario del Templo para
ofrecer el incienso, mientras el resto de la gente estaba afuera en oración, se
le apareció el Ángel del Señor, el cual le dijo: “Tu oración ha sido escuchada
y tu esposa Isabel te dará un hijo al que llamarás Juan” (cf. Lc. 1, 5-25).
El Ángel pasó luego a
describirle la misión de Juan, indicándole además, que estaría “lleno del
Espíritu Santo ya desde el seno de su madre”. Sin embargo Zacarías dudó de que
su mujer vieja y estéril pudiera concebir. “¿Cómo puedo creer yo esto? Yo estoy
viejo y mi esposa también”, a lo que el Ángel respondió severamente: “Yo soy
Gabriel, el que está delante de Dios. He sido enviado para comunicarte esta
buena noticia, pero tú no has creído en mis palabras, las cuales se cumplirán a
su tiempo. Por esto quedarás mudo hasta el día en que se realice todo lo que te
he dicho”.
Efectivamente, como fuera
anunciado, Isabel quedó embarazada, “porque nada es imposible para Dios” (cf.
Lc. 1, 36-37). Son las palabras del mismo Ángel Gabriel a la Santísima Virgen
María, refiriéndose a la concepción de Juan el Bautista en el momento en que le
trae el anuncio de otra concepción milagrosísima, la de su Hijo, e Hijo de
Dios. María sí creyó. Sólo se limitó a preguntar cómo sería, pues ella no
llevaba relación con ningún hombre. Luego de la explicación del Ángel, creyó lo
imposible: el mismo Dios, cubriéndola con su sombra, la haría concebir al
Salvador del mundo.
Y ante la velada invitación
que el Ángel le hizo para ir a visitar a su prima, María “partió
apresuradamente a casa de Zacarías e Isabel” (Lc. 1, 39-40). No era solamente
la visita de la prima jovencita a la prima anciana embarazada: era la visita
del Salvador del mundo a su Precursor. Dios quería visitar y preparar a quien
iba a ser su enviado, el más grande de todos los Profetas (cf. Mt. 11, 11).
Y ¡qué preparación! ¡San Juan
Bautista recibió el Espíritu Santo estando aun en el vientre de su madre!
Se cumplió lo que el Ángel le
había anunciado a su padre, pues apenas Isabel recibió el saludo de la Madre de
Dios, el niño dio saltos de alegría en sus entrañas (cf. Lc. 1, 40-45). Pero
Santa Isabel también “se llenó del Espíritu Santo”. Y así, plena de Dios,
adivina el secreto que sólo María y la Trinidad conocían: “¡Bendita eres entre
las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Cómo he merecido yo que venga a
mí la Madre de mi Señor?”.
¡Qué manera de preparar a San
Juan Bautista! ¡Qué manera de ponerse en movimiento los planes de Dios para la
salvación del mundo! Dos primas. Dos primos. Dos mujeres. ¡Dos bebés aun no
nacidos! Ya había comenzado el plan de rescate de la humanidad: “Todo será por
obra de la tierna bondad de nuestro Dios que nos trae del cielo la visita del
Sol que se levanta, para alumbrar a aquéllos que se encuentran entre tinieblas
y sombras de muerte, y para guiar nuestros pasos por el camino de la Paz” (Lc.
1, 78).
A los ojos de los demás nada
ocurría. Sin embargo algunos sabían que algo muy especial estaba sucediendo,
porque Zacarías e Isabel hicieron algo inesperado: no nombraron al hijo como su
padre, sino “Juan”, el nombre que el Ángel había indicado. Zacarías tuvo que
confirmar este deseo escribiéndolo en una tablilla. Y en ese momento recuperó
el habla. Y la gente se preguntaba: “¿Qué va a ser de este niño? Porque
realmente la mano de Dios estaba con él”. (Lc. 1, 57-80)
La respuesta la dio Dios a
través de Zacarías quien ahora, lleno del Espíritu Santo, empezó a rezar el
cántico que llamamos “Benedictus”. Y en esa maravillosa alabanza a Dios, nos
dice esto de su hijo: “Y tú, pequeño niño, serás el Profeta del Altísimo, pues
llegarás primero que el Señor, para prepararle el camino, para enseñar a su
pueblo lo que será la salvación cuando se les perdonen sus pecados” (Lc. 1,
76).
Y así fue con San Juan
Bautista. Se preparó en el desierto desde su niñez hasta el día en que se dio a
conocer al pueblo de Israel (cf. Lc. 1, 80). Cuando llegó el momento aparece
como un maestro rodeado de discípulos, a quienes enseña a ayunar y a orar. Su
voz se oye cerca del Jordán, invitando a la conversión, a la confesión de los
pecados, sellando ese cambio de vida con un ritual de inmersión en el agua,
prefiguración del Sacramento del Bautismo.
Algunos creían que Juan es el
Mesías esperado. Pero él aclaró: “Yo bautizo con agua, pero hay uno en medio de
ustedes, a quien no conocen. El viene detrás de mí y yo no merezco soltarle la
correa de la sandalia” (Jn. 1, 26-27).
Al día siguiente de decir
esto, Jesús vino a donde estaba Juan y éste exclamó al reconocerlo: “Ahí viene
el Cordero de Dios, el que carga con el pecado del mundo. De El yo decía:
Detrás de mí viene un hombre que ya está delante de mí, porque existía antes
que yo. Yo no lo conocía, pero mi misión y mi bautismo con agua eran para El, para
que El se diera a conocer a Israel”. (Jn. 1, 29-31).
En su predicación de
conversión, San Juan Bautista denunció el adulterio del Rey Herodes y esto le
ocasionó su martirio: la cabeza del más grande nacido de mujer es presentada al
Rey en una bandeja de plata (cf. Mt. 14, 3-12 y Mc. 6, 14-29).
Así concluyó el testimonio
del Precursor quien, al ser informado que Jesús también estaba bautizando y
muchos iban donde El, respondió: “Ustedes saben muy bien que yo dije: Yo no soy
el Cristo, sino el enviado que lo va anunciando... Es necesario que El crezca y que yo disminuya” (Jn. 3, 28-30).
Que
comencemos nosotros a disminuir también, para que Dios crezca en nosotros, y
poder también así ser sus testigos y preparar su llegada. Que así sea.
Dentro del corazón humano existe una terrible fuerza que se opone y resiste al maravilloso plan de Dios (aunque, a decir verdad, no es una fuerza sino una debilidad). Se trata de nuestro egoísmo, el cual es una enfermedad hereditaria, al mismo tiempo que se nos contagia por todos los medios con que Satanás y el mundo quieren seducirnos. Es el pecado original con el que todos hemos nacido.
ResponderEliminarEl egoísmo, la más grande de las inseguridades, nos lleva a buscar la seguridad en nosotros mismos, tratando de ser el centro del universo y que todos los demás nos sirvan.
El adulterio, el alcoholismo, la avaricia, el armamentismo, la guerra y todo tipo de violencia e injusticia están siempre motivados por el egoísmo del corazón de los hombres. ¿Qué mal existe en el mundo que no sea fruto del egoísmo? y si los frutos son tan nefastos, ya nos podremos dar cuenta qué tan venenosa es la raíz.
ResponderEliminarPor mi experiencia puedo afirmar que muchas enfermedades físicas han sido originadas por nuestro egoísmo. Cuántas úlceras, depresiones, tensiones, dolores de cabeza, gastritis y otro tipo de dolencias han brotado debido a un exagerado egoísmo.
El egoísta hace sufrir a los demás porque dentro de sí sufre un terrible drama. No se siente amado ni digno de amor. Si es cierto que un egoísta es un tremendo problema para las comunidades y las familias, de igual forma debemos afirmar que él es un gran problema para sí mismo. Lleva una carga tan pesada que tiene que echarla a otros porque él no puede soportarla. Por eso sus repercusiones son muy extensas, originando conflictos con todos los que trata, sobre todo cuando choca con otros egoístas.
ResponderEliminarLos que se buscan a sí mismos son como nubes borradas por el viento que no traen ni siquiera lluvia. Son como árboles huecos, como estrellas errantes por una eternidad en la negra inmensidad (Judas 13).