PALABRA DE VIDA – Diciembre 2012
«A cuantos lo recibieron,
les dio poder de ser hijos de Dios» (Jn 1, 12).
Aquí está la gran novedad anunciada y dada por Jesús a la humanidad: la filiación divina, ser hijos de Dios por gracia.
¿Cómo y a quién se le da esta gracia? «A cuantos lo recibieron» y a cuantos lo reciban a lo largo de los siglos. Es necesario acogerlo en la fe y en el amor, creyendo en Jesús como nuestro Salvador.
Pero tratemos de comprender más en profundidad qué significa ser hijo de Dios.
Basta con mirar a Jesús, el Hijo de Dios, y su relación con el Padre: Jesús rezaba a su Padre como en el «Padrenuestro». Para Él, el Padre era «Abba», es decir, el papá a quien Él se dirigía con palabras de infinita confianza e inmenso amor.
Ya que había venido a la tierra por nosotros, no le bastó con encontrarse en esta condición privilegiada. Al morir por nosotros, al redimirnos, nos ha hecho hijos de Dios, hermanas y hermanos suyos, y nos ha dado a nosotros también, a través del Espíritu Santo, la posibilidad de introducirnos en el seno de la Trinidad.
De este modo, para nosotros también se ha hecho posible esa invocación divina suya «¡Abba, Padre!» , es decir, «papá, padre mío», nuestro, con todo lo que eso conlleva: certeza de su protección, seguridad, abandono a su amor, consuelos divinos, fuerza, ardor; ardor que nace en el corazón de quien está seguro de ser amado.
«A cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios».
Lo que nos hace uno con Cristo, y con Él hijos en el Hijo, es el bautismo y la vida de la gracia que proviene de Él.
En este pasaje del Evangelio hay, además, una palabra que desvela también el dinamismo profundo de esta «filiación» que hay que realizar día tras día. De hecho, es necesario «ser hijos de Dios».
Se llega a ser, se crece como hijos de Dios, con nuestra correspondencia a su don, viviendo su voluntad que está toda concentrada en el mandamiento del amor: amor a Dios y amor a los prójimos.
Acoger a Jesús significa, de hecho, reconocerlo en todos nuestros prójimos. Y ellos también tendrán la posibilidad de reconocer a Jesús y creer en Él si en nuestro amor por ellos descubren una huella, una chispa del amor infinito del Padre.
«A cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios».
En este mes en el que recordamos especialmente el nacimiento de Jesús en esta tierra, tratemos de acogernos recíprocamente, viviendo y sirviendo al mismo Cristo los unos en los otros.
Y entonces una reciprocidad de amor, de conocimiento de vida como la que vincula al Hijo con el Padre en el Espíritu, se instaurará también entre nosotros y el Padre y sentiremos que cada vez más en nuestro labios aflora la invocación de Jesús: «¡Abba, Padre!».
Chiara Lubich
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