Entrevista con el Dr. Héctor Delfor Mandrioni (*).
—¿Cuáles son los
elementos que usted utilizaría para diferenciar lo que lleva a la realización
del hombre de lo que atenta contra su dignidad?
—Los elementos de juicio se nuclean en torno a la capacidad
cognoscitiva del ser humano y su rica experiencia lograda a través de la
historia. En el horizonte de la filosofía dichos elementos se hallan en el
espacio antropológico y ético. Es preciso tener una idea clara de lo que es el
hombre y su naturaleza para luego percibir qué es aquello capaz de realizarlo.
Una realización plena del hombre será aquella que logre explicitar las
potencialidades incitas en su naturaleza. Una vez que yo sé qué es el hombre
(antropología), sabré entonces cómo debe obrar el hombre (ética) para cumplirse
como tal y no frustrarse.
Pero esa capacidad de la mente, con la cual juzgo lo que el
hombre es y cómo debe obrar para cumplirse, hunde sus raíces en la experiencia
de los pueblos, de las épocas, de los individuos y en especial de los hombres
morales y sabios que a lo largo de la historia fueron descubriendo el mundo de
los valores. Históricamente descubiertos pero que, una vez evidenciados como
necesarios y universales, como valederos en sí, debido a su intrínseca riqueza
moral, se muestran dotados de un alcance transepocal y transcultural. Así, los valores de verdad,
justicia, respeto, derechos del hombre, etcétera, muestran, cuando se encarnan
en la existencia de una persona, que esa persona se cumple, se realiza. Junto a
los valores morales, cuyo respeto exige a todos, hay otros valores, que sin ser
morales, están llamados a cumplirse de una manera particular, según las
vocaciones e ideales de vida.
O sea, me refiero a todos aquellos valores como los que
tienen que ver con determinadas vocaciones y profesiones. Así, todos están
obligados a ser hombres moralmente buenos, pero no todos están obligados a ser
músicos o médicos. Cuando se afirma que la inteligencia y la experiencia se
hallan en la base del discernimiento ético se tiene presente que la luz de la
inteligencia y de la experiencia se concreta, de hecho, en lo que se llama
“sabiduría práctica”. Con ella se juzga —en los casos concretos y en las
situaciones determinadas, sobre todo aquellas cosas que se presentan como
problemáticas—, qué es lo que favorece al hombre en su dignidad y qué es lo que
se erige como obstáculo para su cumplimiento. A la luz de lo dicho podemos
sintetizar diciendo: los elementos para el juicio se cifran en lo que se llama
“la razón teórica” y la “razón práctica”.
—Desde su punta de
vista, ¿cuáles serían las exigencias primarias del ser humano en la
actualidad?
—Esas exigencias primarias deben ser contempladas desde dos
perspectivas. Desde una de ellas, que es básica, constituye una exigencia
primaria el derecho a la vida y al durar viviendo, o sea, subsistiendo. Es
absolutamente e infinitamente valioso ser, y disvalioso no ser. La intrínseca
valiosidad del ser vivo humano debe ser rescatado tanto en lo que respecta a la
vida del pasado, del presente, y en especial hoy con relación a la vida futura.
El filósofo alemán Hans Jonas establece como imperativo categórico lo
siguiente: “Obra de tal manera que con tus actos hagas posible la existencia de
los hombres del futuro”. Lo dice en particular con relación al problema
ecológico.
Desde otra perspectiva, exigencias primarias también —y
sobre todo— son aquellas que tienen que ver con la vida del espíritu, o sea con
aquello que tiene el hombre de específicamente humano. Y aquí nos hallamos,
como es lógico, ante lo que se denomina la “jerarquía de los valores”.
Precisamente llamamos santos o héroes a aquellos que expusieron e incluso
donaron sus vidas en aras de los valores de la verdad y de la justicia. De modo
que, como fijó alguien: “¿De qué sirve la vida si no es para darla?”. Pero
podríamos dar un paso más y afirmar que ambas perspectivas acerca de la
primariedad de las exigencias se reúnen en la exigencia primaria, global y fundamental
de la educación. Tanto la vida corpórea como la vida espiritual deben ser
educadas. El hombre es un ser que nace “inteligente” en ambos órdenes y
necesita de la ayuda de los “otros”, sin los cuales perece.
Y todavía podríamos dar un paso más abarcador, a saber, la
necesidad de cultura, pues en ella se centran todos los valores que tienen que
ver con el cumplimiento y perfección del ser humano. Si bien el hombre es un
ser encomendado a sí mismo para su propia realización responsable y solidaria, esa tarea no puede
llevarla a cabo sin la presencia eficaz de los otros y de las instituciones.
Cuando se habla de exigencias para la realización del hombre, siempre se debe
tener presente la absoluta y necesaria realidad de la “comunidad”. Es imposible
cubrir el reclamo de las exigencias si no existe una comunidad capaz de
satisfacer aquellas necesidades.
Las exigencias primarias se fundan en el desear del hombre;
toca a los otros ejercer la función de ayuda para la satisfacción de esos
deseos. De más está recordar que a medida que el ser humano crece (cada vez
más), de receptivo debe volverse sujeto activo y capaz de iniciativa.
—¿Cuáles son,
entonces, los aspectos positivos y/o negativos del extraordinario avance de la
tecnociencia en la sociedad actual y su correlación a la dignidad humana?
—Hay que destacar, desde el comienzo, la intrínseca bondad y
necesidad de la técnica. El homínido no se hubiera humanizado si, con la
técnica como mediadora, no hubiera
alcanzado el poder de defenderse frente a las inclemencias y hostilidades del
medio en el que vivía. Pero la dificultad surge cuando se tiene presente la
actual modalidad de la técnica, gracias a su conjunción con la ciencia, que se
pone ahora de manifiesto. Tal vez la respuesta se compendia en lo que expresa un filósofo al respecto. Es
preciso decir Sí a la técnica, en lo que tiene de positivo para el hombre, y No
en lo que presenta de antihumano. Largo sería el elenco de todo aquello que se presenta como positivo
o negativo en la tecnociencia. Cubrir las necesidades primarias del hombre,
satisfacer todo lo que atañe a la salud, al habitar, al hambre, a las
relaciones comunicacionales de los individuos y de los pueblos, al acercamiento
de las culturas, al bienestar en general, en última instancia, con todo lo que
tiene que ver con la civilización, entendida como un sistema de medios.
Pero los aspectos negativos pueden ser localizados en los
siguientes hechos. La uniformidad y homogeneización de la vida, la reducción del
lenguaje a pura univocidad e instrumentalidad, al desarraigo de las culturas,
la explotación irracional de las reservas del planeta, la corrupción de las
memorias de los pasados fundacionales. En pocas palabras, en querer convertir a
la técnica que, como dijimos, es un “sistema de medios” en un “sistema de
fines”. Viendo el tema con mayor profundidad, no se puede negar que esta “era
técnica” debe ser comprendida como un destino histórico. Aquí destino no debe
entenderse como fatalidad, sino como “destinación” —eso que la historia
occidental nos entrega— y como “determinación” —lo que específica nuestro modo
actual de estar instalados en el mundo—.
Pero, en última
instancia, lo nocivo o saludable de la técnica depende del tipo de uso
que el hombre haga con ella. Pero no se
puede dejar de pensar que ha llegado el momento de “encauzar” y de saber decir
“no” a una dialéctica por la que pareciera que cada vez más la técnica escapa
de las manos del hombre, de modo que el ser humano se convierte: de “domesticador” de la naturaleza en
“domesticado por la omnipotencia de la técnica”.
Héctor Delfor Mandrioni. La vocación, la palabra y el amor.
Correspondencias.
Ochenta años es toda una vida y más que una vida común,
según el salmista: “Nuestra vida dura apenas setenta años, y ochenta, si
tenemos más vigor” (Sal 90,10). Este casi septuagenario que rinde homenaje a su
querido amigo octogenario sabe que ese plus de vigor no acredita de suyo los
valores superiores del espíritu pero lo prefiere a todo bien utilitario, en
conformidad con el Sirácida: “La salud y el vigor valen más que todo el oro”
(Si 30,15). Por esto ruega a Dios para que este amigo no ceda en su salud y en
cambio siga irradiando todo el vigor espiritual de su pensamiento y de su
sentimiento.
En este homenaje a monseñor doctor Héctor Mandrioni me
corresponde hablar en nombre de aquellos que no dedicaron toda su vida a la
filosofía ni cultivaron su afición por las letras y por la poesía, pero
compartieron con él su amor por la sabiduría, tanto filosófica como teológica,
y como él respondieron al llamado del Señor para participar en su ministerio
evangélico y sacerdotal. En consecuencia, las palabras que me animo a
pronunciar no pretenden valer por el rigor y la profundidad del discurso
filosófico ni por el encanto y la inspiración de la forma poética, sino por lo
franco y espontáneo del testimonio dado por el amigo creyente, y sacerdote.
Habiendo superado la tentación inicial de divagar por las
contingencias de un anecdotario que abarca más de cincuenta años de amistad, me
he propuesto conjugar lo breve con lo esencial, asumiendo desde la fe y dando
una impostación teológica a algunos de los temas entrañables para Héctor
Mandrioni. Me permito dos advertencias previas en cuanto al perfil elegido y a
la temática seleccionada. En primer lugar, en cuanto al perfil teológico,
recuerdo que también había sido elegido por Mandrioni en su “opus primum”, la
Introducción teológica a “La anunciación
María de Paul Claudel”. En segundo lugar, en la selección de textos
presento tres tópicos que pueden evocar resonancias de signo trinitario.
Me refiero a la vocación, a la palabra y al amor, en
correspondencia con el llamado gratuito del Padre, con la palabra oblativa del
Verbo y con el Exceso del Amor del Padre y del Hijo, es decir, el Espíritu
Santo.
De la vocación del hombre al llamado del Padre.
Ya en las primeras páginas de su libro La vocación del
hombre, Mandrioni apuntaba a un fundamento trascendente de la vocación. Frente
a la autoconstrucción de la razón inmanentista, Mandrioni proponía el modelo
reflexivo de la “ratio” agustiniana: “Entrar dentro de sí, en el espíritu, y
desde sí trascenderse hacia Dios que habita dentro de nosotros, es el camino
inverso al de volcarse en las cosas para descender desde allí a una falsa
profundidad”.
Porque la auténtica profundidad no está en las cosas de la
naturaleza sino en el espíritu del hombre que es “lo más poderoso”, porque en
él se juega “lo decisivo”, “el salvarse y
el perderse”. Pero en esta interioridad el hombre no es un
yo solitario sino un “nos-otros” solidario con la suerte de los demás dado que
su misma interioridad está habitada por la mediación y por el ejemplo del otro.
Ahora bien, cuando pasamos a Hombre y poesía observamos que
Mandrioni traspone el tema de la vocación en el del llamado y resume sus
reflexiones iniciales en esta profunda frase de Heidegger: “Si el coraje del
pensar brota de la llamada apremiante del Ser, entonces prospera la palabra que
decide de nuestro destino”.
Así el Ser, con su llamada apremiante (Zumutung) es la cepa
originaria de donde brota el coraje (Mut) de pensar cuyo fruto es la palabra
que decide de nuestro destino. Una importante inflexión se produce aquí cuando
comparamos este libro con el anterior. El destino del hombre que antes se
jugaba en la libre interioridad del espíritu concebida en
sentido agustiniano ahora pasa por una “palabra destinal” y
está regido, en último término, por un llamado apremiante y exigente de un
“otro” denominado Ser, sustantivado por las mayúsculas y sacralizado por una trascripción
alemana arcaica (Seyn).
Pues bien el comentario que Mandrioni propone como
hermenéutica personal, −no como exégesis objetiva de ese pasaje de Heidegger−
suscita una primera resonancia, la existente entre el “llamado del Ser” y el
llamado de Dios Padre: “El Ser aparece como el origen y el padre de todo
pensar. Estamos lejos de aquel modo de entender el pensamiento humano como si
él fuese el dueño del “ser”.
Aquí el hombre que piensa se concibe a sí mismo como el ser
obediente y dispuesto a recibir y a corresponder a la iniciativa del ser.
Seguir su llamado equivaldría a estar en la verdad; desoírlo significa entrar
en el camino de la errancia. El pensamiento humano procede del ser, al modo
como un hijo proviene de una determinada estirpe paterna. Con esto se destaca
la supremacía de la llamada del ser”.
A falta de espacio para desarrollar las semejanzas y
diferencias que configuran la antedicha correspondencia analógica me limito a
presentar el otro término de la comparación: el llamado de Dios Padre. Para San
Pablo Dios Padre es, por definición,
“el que llama” (Rm 9,12; Gal 5,8) y esto significa dos
cosas: el que llama a ser, para que las cosas que no son, sean, tengan ser (Rm
4,17); y el que llama a creer y a renacer en la gracia y en la gloria, para
adoptarnos como hijos, para que su Hijo único se torne el Primogénito de una
muchedumbre de hermanos (Rm 8,30). Ahora bien, si en esta verdad salvífica y
vivificante −no así en la perdición errante− el libre querer divino precede,
como fuente de ser, al libre querer del hombre, se trata de un querer
misericordioso, a tenor del dicho paulino: “no se trata del querer o del correr
[del hombre] sino del querer misericordioso de Dios” (Rm 9,16). De la
fontalidad de la persona divina del Padre, no llamada ni enviada, parte todo
llamado y misión tanto de las personas divinas del Hijo y del Espíritu como de
los convocados al apostolado (PDV 4,35). Y en correspondencia con ese llamado
la libre respuesta del hombre encuentra su modelo en la oblación libérrima a la
voluntad del Padre hecha por Jesucristo, el primero de los llamados (PDV 4,36).
El rostro de Dios revelado por Jesucristo no es el del amo que impone “un
destino al que nos debemos resignar en total pasividad” sino el del “Padre que,
con amor eterno llama al hombre y lo sitúa en un maravilloso y permanente
diálogo con Él, invitándolo a compartir su misma vida divina como hijo” (PDV
4,37).
De la palabra destinal a la palabra oblativa del Hijo.
Ya en La vocación del hombre sostenía Mandrioni que “toda
vocación exige atravesar el estadio de la palabra”, entendida ésta “como
expresión y definición de lo que uno es y debe llegar a ser”, una palabra que,
en consecuencia, me atrevo a llamar “destinal”.
En Hombre y poesía Mandrioni apunta a la palabra poética
pero en el capítulo inicial desarrolla su intento a partir del pensar la
palabra como tal. En este caso el texto clave
es de Rilke: “Nada es tan poderoso como el silencio. Y si no
hubiésemos nacido en el seno de la palabra, aquel jamás podría ser quebrado”.
Pero aunque nacemos en el seno de la palabra “no somos la palabra”, agrega
Mandrioni, habiendo concluido previamente que, “si el poderoso silencio ha sido
quebrantado es porque desde siempre existe el Verbo”, “gestado en el seno
silencioso del Padre”, podría acotar como teólogo, para descartar toda imagen
de una teomaquia dualista. En este contexto Mandrioni forja estas notables
sentencias: “La destinación depende de la palabra reveladora de ser. El destino
está en las manos del hombre en la medida en que su pensamiento se halla en las
manos del ser… La libertad humana sólo es auténtica y creadora cuando juega en
el campo abierto por la verdad… Verdad libre es aquella que no coacciona sino
que llama, se dona y destina, destinándose históricamente en el hombre”.
Ante toda anomia de la libertad Mandrioni asienta la
precedencia de la verdad, pero una verdad libre que no coacciona sino que
interpela donándose y destinando. Pero el destino está en manos del hombre sólo
en cuanto que su pensamiento está en las manos del ser a través de la palabra y
la verdad destinal, reveladora de ser. Queda en las sombras tanto la impensada
singularidad y rostro del Ser, como la cuestionada libertad por el llamado
imperioso y exigente del Ser.
De todos modos observo que desde este trasfondo filosófico y
con la ayuda de la verdad libre y reveladora de la palabra revelada el teólogo
puede elevarse, por analogía, a aquella Palabra que, estando en el seno del
Padre pudo narrar Lo que nadie vio (Jn 1,18) y que, con su encarnación, mostró
en su rostro humano el rostro invisible del Padre (“Felipe, quien me ve ha
visto al Padre” Jn 14,9). Jesucristo es el Camino de la Verdad porque es la
palabra reveladora del Padre. Jesucristo muerto y resucitado es el Camino de la
Vida porque nos abre un destino de vida eterna.
Él mismo comenzó a forjar su destino humano de Hijo con la
eterna palabra que inaugura su entrada en el tiempo: “He aquí que vengo, oh
Dios, para hacer tu voluntad” (Heb 10, 5.7). En esta palabra quedan recogidas
las grandes palabras destinales:
- el dicho del Creador en el inicio del tiempo (“Que haya
luz” Gn 1,3) y la voz del Padre en la plenitud del tiempo (“Este es mi Hijo
amado” Mt 3,17; cf. Mc 1,9);
- la palabra de la Madre en la concepción del Hijo (“Hágase
en mí según tu palabra” Lc 1,38) y el grito del Hijo en su muerte en la cruz
(“Padre, en tus manos pongo mi espíritu” Lc 23,46);
- el clamor del Espíritu en nuestros corazones (“Abba!
Papá!” Gal 4,6) y la invocación del Espíritu y de la Esposa en el fin del
tiempo (“Ven Señor Jesús!” Ap 22,15). Por la palabra del crucificado nuestro
espíritu ha pasado de las manos del Ser a las manos del Padre y “nadie puede
arrebatar nada de esas manos” (Jn 10,29) así como “nada podrá separarnos del
amor de Dios que está en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Rm 8,39).
De la desmesura del amor al Amor superlativo del Padre y del Hijo.
En su libro Sobre el amor y el poder, Mandrioni sostiene la
tesis central que, ante la actual “desmesura” del poder, sólo cabe la actitud
humana interior que se nutre de la “desmesura” del amor. Ahora bien hay un
gesto que, por su excelencia y su forma superlativa, expresa esa desmesura: dar
la vida por el amado. “Lo que en la forma más madura del amor personal
constituye el acto supremo de entrega, a saber, dar la vida por el que se ama,
perderse por el otro, manifiesta ya en las formas elementales un primer
despertar. Con todo lo que en un caso es la expresión del determinismo cósmico,
en el otro es la consumación de la libertad”.
Sin embargo cabe acotar que el perderse por el otro en
aquellos dos extremos del amor no produce los mismos efectos en el poder
desmesurado. Porque justamente los totalitarismos han sabido aprovecharse de
aquel perderse por el todo, expresado en el dicho de Platón, de que “la
felicidad no existe para ti sino que eres tú quien existes para el todo”.
En cambio el amor desmesurado del crucificado que con toda
libertad dio su vida por sus amigos fue la protesta más poderosa contra la
desmesura del poder que lo condenó al patíbulo más infamante.
En realidad este gesto deja perplejo no sólo al poder
desmesurado sino a la razón más moderada porque, “para la mente humana… resulta
apenas creíble que el sufrimiento y la muerte puedan expresar el amor que se da
sin pedir nada a cambio” dice la Encíclica Fides et ratio. Por cierto, por una
parte parece pensable que el amor encuentre su plenitud en la entrega absoluta,
incluso de la propia vida.
Por eso la máxima evangélica (“Nadie tiene mayor amor que el
que da la vida por el amigo” Jn 15,13) tiene un precedente en el proverbio
platónico: “morir por otros sólo los amantes lo quieren”. Sin embargo este
querer morir por otros parece estar en contradicción con el amor a sí mismo,
que no sólo inclina a conservar la propia vida sino que mide el amor a los
otros, a saber, debo amar a los otros como a mí mismo.
En este punto recurro a un amigo común, Lucio Gera.
Meditando sobre el citado pasaje de Fides et Ratio él ha sugerido que esta
perplejidad solo podría disiparse si uno supiera que esa entrega del amor llega
a fructificar en vida nueva y esto sólo puede acontecer si hay un Dios que
pueda resucitarnos, un Dios ante el cual y en el cual aconteciera nuestro amor
y nuestra muerte. Así pasamos de la perplejidad a la fe cuando asociamos
aquella resurrección no sólo con el poder de Dios sino con el amor.
La intervención de Dios que resucita no es una creación “de
la nada” sino una acción con la que Dios recoge el amor de Cristo y también
recogerá el nuestro. Y por eso “el amor…es la substancia escatológica de
nuestra vida personal y de toda la historia de la humanidad, y este es el
motivo por el que el “juicio”, el último discernimiento sobre nosotros, será
acerca del amor otorgado, con el cual nos hayamos configurado con el
Crucificado.”
Ahora bien que el morir por amor de la vida eterna sea el
germen de la resurrección, lo expresa Jesús en forma de paradoja en el mensaje
que, en los días previos a su muerte,
dirigió a unos griegos que querían verle (Jn 12,20): “Les
aseguro que si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo;
pero si muere, da mucho fruto. El que se apegue a su propia vida la perderá y
el que se desapegue de su vida en este mundo, la conservará para la Vida
eterna.” (Jn 12,25).
De hecho la novedad del mensaje evangélico no reside en
haber definido la esencia del amor sino en haber revelado su rostro y su
medida, a saber 1) el colmo del amor del Padre, rico en misericordia (Ef 2,4)
quien “tanto amó al mundo que entregó a su Hijo unigénito para que todo aquel
que cree en él no perezca sino que tenga vida eterna “ (Jn 3,16) y, 2) a
ejemplo del Padre (“Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros” Jn
15,9) el exceso del amor del Hijo, que nos amó “hasta el fin” (Jn 13,1), es
decir, hasta que en la cruz “entregó al Espíritu” (Jn 19,30), y “puso su
Espíritu en las manos del Padre” (Lc 23,46). Esa desmesura que nos abrió el
espacio del Espíritu de amor es la medida del amor con el que nosotros debemos
amarnos mutuamente: “Queridos míos, si Dios nos amó tanto, también nosotros
debemos amarnos mutuamente.” (I Jn 4,11s; cf. Jn 15,12-13)
¡Querido Héctor Mandrioni! “A la tarde te examinarán en el
amor; aprende a amar como Dios quiere ser amado” reza sin recortes el tantas
veces citado dicho de San Juan de la Cruz. En tu atardecer el Señor te
examinará en ese amor y tal vez te advierta, como a Pedro, que “otro te atará y
te llevará a donde no quieras” (Jn 21,18). Pero
tus amigos confiamos que, como en el caso de Pedro, el Señor reconocerá tu amor
y te confirmará en la fecunda tarea docente y pastoral que todavía te aguarda y
que todos esperamos de ti.
(*) Filósofo,
doctorado en la Universidad de La Plata. Ha brindado magistrales cátedras de
post-grado en su especialidad. Se ha perfeccionado en las Universidades
Alemanas de Heidelberg, Munich y Tubinga. Es autor de numerosas obras de
Filosofía, entre las cuales se encuentra su tesis doctoral sobre Max Scheler:
“El Concepto de “Espíritu” en la Antropología Scheleriana”; su clásica obra “Introducción
a la Filosofía” y, en fecha más reciente, “Pensar la Técnica. Filosofía del
Hombre Contemporáneo”.
el clamor del Espíritu en nuestros corazones (“Abba! Papá!” Gal 4,6) y la invocación del Espíritu y de la Esposa en el fin del tiempo (“Ven Señor Jesús!” Ap 22,15). Por la palabra del crucificado nuestro espíritu ha pasado de las manos del Ser a las manos del Padre y “nadie puede arrebatar nada de esas manos” (Jn 10,29) así como “nada podrá separarnos del amor de Dios que está en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Rm 8,39).
ResponderEliminar¡Querido Padre Héctor Mandrioni! “A la tarde te examinarán en el amor; aprende a amar como Dios quiere ser amado” reza sin recortes el tantas veces citado dicho de San Juan de la Cruz. En tu atardecer el Señor te examinará en ese amor y tal vez te advierta, como a Pedro, que “otro te atará y te llevará a donde no quieras” (Jn 21,18). Pero tus amigos confiamos que, como en el caso de Pedro, el Señor reconocerá tu amor y te confirmará en la fecunda tarea docente y pastoral que todavía te aguarda y que todos esperamos de ti.
ResponderEliminarLa intervención de Dios que resucita no es una creación “de la nada” sino una acción con la que Dios recoge el amor de Cristo y también recogerá el nuestro. Y por eso “el amor…es la substancia escatológica de nuestra vida personal y de toda la historia de la humanidad, y este es el motivo por el que el “juicio”, el último discernimiento sobre nosotros, será acerca del amor otorgado, con el cual nos hayamos configurado con el Crucificado.”
ResponderEliminarPero, en última instancia, lo nocivo o saludable de la técnica depende del tipo de uso que el hombre haga con ella. Pero no se puede dejar de pensar que ha llegado el momento de “encauzar” y de saber decir “no” a una dialéctica por la que pareciera que cada vez más la técnica escapa de las manos del hombre, de modo que el ser humano se convierte: de “domesticador” de la naturaleza en “domesticado por la omnipotencia de la técnica”.
ResponderEliminarPorque la auténtica profundidad no está en las cosas de la naturaleza sino en el espíritu del hombre que es “lo más poderoso”, porque en él se juega “lo decisivo”, “el salvarse y
ResponderEliminarel perderse”. Pero en esta interioridad el hombre no es un yo solitario sino un “nos-otros” solidario con la suerte de los demás dado que su misma interioridad está habitada por la mediación y por el ejemplo del otro.
Sacerdote, Filósofo, doctorado en la Universidad de La Plata. Ha brindado magistrales cátedras de post-grado en su especialidad. Se ha perfeccionado en las Universidades Alemanas de Heidelberg, Munich y Tubinga. Es autor de numerosas obras de Filosofía, entre las cuales se encuentra su tesis doctoral sobre Max Scheler: “El Concepto de “Espíritu” en la Antropología Scheleriana”; su clásica obra “Introducción a la Filosofía” y, en fecha más reciente, “Pensar la Técnica. Filosofía del Hombre Contemporáneo”.
ResponderEliminarEn este punto recurro a un amigo común, Lucio Gera. Meditando sobre el citado pasaje de Fides et Ratio él ha sugerido que esta perplejidad solo podría disiparse si uno supiera que esa entrega del amor llega a fructificar en vida nueva y esto sólo puede acontecer si hay un Dios que pueda resucitarnos, un Dios ante el cual y en el cual aconteciera nuestro amor y nuestra muerte. Así pasamos de la perplejidad a la fe cuando asociamos aquella resurrección no sólo con el poder de Dios sino con el amor.
ResponderEliminarDe hecho la novedad del mensaje evangélico no reside en haber definido la esencia del amor sino en haber revelado su rostro y su medida, a saber 1) el colmo del amor del Padre, rico en misericordia (Ef 2,4) quien “tanto amó al mundo que entregó a su Hijo unigénito para que todo aquel que cree en él no perezca sino que tenga vida eterna “ (Jn 3,16) y, 2) a ejemplo del Padre (“Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros” Jn 15,9) el exceso del amor del Hijo, que nos amó “hasta el fin” (Jn 13,1), es decir, hasta que en la cruz “entregó al Espíritu” (Jn 19,30), y “puso su Espíritu en las manos del Padre” (Lc 23,46). Esa desmesura que nos abrió el espacio del Espíritu de amor es la medida del amor con el que nosotros debemos amarnos mutuamente: “Queridos míos, si Dios nos amó tanto, también nosotros debemos amarnos mutuamente.” (I Jn 4,11s; cf. Jn 15,12-13)
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