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lunes, 2 de diciembre de 2013

JUAN EL BAUTISTA


 


1. JUAN EL BAUTISTA  

 

Juan el Bautista está en el centro del primer pasaje de la actividad pública de Jesús. En primer lugar se describe su presentación (3,1-6), luego siguen su exhortación a convertirse (2,7-10) y el anuncio del Mesías (3,12). El punto culminante de su actuación es el bautismo de Jesús (3,13-17), con el que se pasa a la actividad de Jesús.

 

a) Presentación del Bautista (Mt/03/01-06). Súbitamente, de la historia de la infancia del Mesías se salta a su actuación como persona adulta. Esta nueva sección se introduce de manera aparentemente descuidada: En aquellos días... No sabemos qué edad tiene Jesús. San Mateo parece tener poco interés por los datos biográficos e históricos (cf. Lc 3,1-6). Esto se puede ver aquí y en todo el libro. En esto tenemos una indicación para leer este Evangelio con la debida orientación. A san Mateo siempre le interesa ante todo el asunto; no los pormenores históricos ni el colorido polícromo de los acontecimientos, sino su significado interno, su sentido y su declaración acerca de Dios y de Jesucristo. El evangelista en primer lugar los anuncia para la fe de sus oyentes. Todo lo que leemos es en primer lugar testimonio de la fe, nacido de la fe y dispuesto para nuestra fe.

 

1 En aquellos días se presenta Juan el Bautista predicando en el desierto de Judea. 2 Decía: Convertíos. porque el reino de los cielos está cerca.

 

La primera frase se dirige rápidamente a su objetivo: el mensaje del Bautista en el v. 2. Sólo nos enteramos de unos pocos pormenores de esta hora trascendental. Se presenta Juan el Bautista. Aquí se le menciona por primera vez, pero se hace esta mención como si se tratara de una persona conocida desde hace mucho tiempo. En los antecedentes históricos san Mateo no cuenta nada de él, a diferencia de san Lucas (cf. Lc 1,5-25;39-80). En este pasaje san Mateo tampoco da ninguna información de lo que nos gustaría saber: los padres de Juan, el lugar y el día de su nacimiento, su formación y su vocación. Aquí solamente se indica el nombre propio y se añade «el Bautista» como un sobrenombre invariable. Todos saben quién es él; su presentación ha conmovido profundamente el tiempo; su figura es como una roca prominente en la historia. Pero no nos podemos detener, sino que nos dejamos mover por la siguiente frase concisa.

 

Predicando en el desierto de Judea. Por tanto lo principal es su palabra. Juan proclamaba, pregonaba, anunciaba..., porque la palabra griega alude a la proclamación de un mensaje por medio del heraldo. En el desierto de Judea, o sea en la región pedregosa de los montes de Judea hasta la hondonada del Jordán con el mar Muerto, en la roca descolorida, desmirriada. El llamamiento del heraldo viene desde fuera. No se mezcla con el ruido y las habladurías de las calles y plazas verbosas. Suena desde lejos como un clarín solitario y aislado. El desierto es el espacio de la pureza y de la vacuidad. Nada obstruye la mirada hacia el cielo: ningún árbol, ninguna casa, ningún muro. Nada hay que ataje el paso hacia Dios ni impida la percepción de su palabra. El tiempo de la peregrinación por el desierto es el tiempo ejemplar de la salvación: «Como uvas en el desierto tomé yo a Israel; como a brevas de higuera, así miré a sus padres» (Os 9,10). La salvación vendrá del desierto: «Heos aquí que las haré yo nuevas, y ahora saldrán a luz, y vosotros las presenciaréis: Abriré un camino en el desierto, y manantiales de agua en país yermo» (Is 43,19; cf. 41,18-20). En tiempo de Jesús se esperaba del desierto al Mesías: Si os dicen, pues: Mirad que está en el desierto... (Mt 24,26). El mensaje es lo más conciso y grande que es posible. Contiene dos frases: la primera de las cuales es «Convertíos». La palabra original griega (metanoeite) también podría traducirse por «arrepentíos» o «haced penitencia». En esta llamada se reconoce al profeta. «Volveos», «convertíos», es la llamada (que siempre se repite y que es retransmitida de un profeta a otro, como si fuera una antorcha) para retornar a Dios. En Ezequiel esta llamada llega a su apogeo, unida con la promesa de la vida. Se reclama un completo cambio de la manera de pensar y vivir: «Volveos y convertíos de todas vuestras transgresiones... Arrojad lejos de vosotros todas vuestras prevaricaciones que habéis cometido y formaos un corazón nuevo y un nuevo espíritu. ¿Por qué has de morir, casa de Israel, puesto que yo no deseo la muerte del pecador, dice el Señor Dios, convertíos y viviréis» (Ez 18,30-32). La peregrinación que conduce a la muerte, debe desembocar en la vida. Los pecados que gravan sobre el corazón, deben ser arrojados fuera, y en su lugar debe formarse un nuevo corazón, perfectamente entregado a Dios, y un nuevo espíritu, que anime y estimule a este corazón.

 

Con este amplio sentido hay que oir el llamamiento del Bautista. Se trata de la vida o la muerte, la ruina o la salvación. Entonces y siempre. Ningún profeta había antes añadido a esta llamada una razón semejante: «Porque el reino de Dios está cerca». Los profetas amenazaban con el juicio de Dios, con el arrebato de la ira de Dios y con la represalia, con el terrible «día de Yahveh»: «Por ventura aquel día del Señor no será día de tinieblas, y no de luz» (Am 5,20). Amós está bajo el peso y la cercanía apremiante de este día, lo que da una fuerza irresistible a su llamada para hacer penitencia. El acontecimiento a que se refiere el Bautista, ¿es este día sombrío, en que se descarga el ardor acumulado de la ira de Dios sobre Israel y las naciones? Si se escucha la predicación del Bautista sobre la penitencia (3,7-10), se tiene que dar una respuesta afirmativa a esta pregunta. Pero esto es imposible aquí, al principio, cuando el Bautista emplea la expresión «reino de los cielos». Esta locución resuena con viveza e infunde alegres esperanzas. Alude al establecimiento del reino de Dios en todo el mundo y para todo el tiempo, al triunfo brillante de Dios al fin de la historia, a la bienaventuranza y alegría de todos los que pertenecen a Dios. Este reino ahora ha llegado, está tan cerca delante de la puerta, que Juan puede decir: «Ahora realmente viene, lo proclamo. Era una hora emocionante...»

 

Llama la atención que las primeras palabras de la predicación de Jesús en el relato de san Mateo sean exactamente iguales a éstas de Juan (4,17). ¿Es que el Bautista sólo ha anunciado lo que Jesús? Como precursor de Jesús ¿no tiene que ser más sobrio en palabras, hablar solamente de la penitencia y de la conversión, y en cambio dejar el anuncio de la gran alegría al que viene después de él? Ciertamente que sí, como veremos con claridad en el pasaje siguiente. Pero Mateo quiere decir que Juan Bautista ya pertenece al tiempo nuevo. Está al otro lado de la frontera que separa el tiempo antiguo y el tiempo nuevo. Con él ya empieza a realizarse el reino de Dios. De este modo también se dice algo más: en último término su exhortación a la penitencia tan severa y tan penetrada por el temor del «día de Yahveh», está al servicio del alegre acontecimiento, de la buena nueva, de la incipiente salvación. La palabra de Juan no debe sofocar al hombre, sino levantarlo. Juan el Bautista exige una conversión estricta, pero por un objetivo glorioso, es decir por el mayor que podemos conocer y pensar, el reino de Dios...

 

3 Juan es el anunciado por el profeta Isaías cuando dijo: Voz del que clama en el desierto: «Preparad el camino del Señor, haced rectas sus sendas».

 

Después del prólogo majestuoso, ya se nos da a conocer a Juan con más pormenor. De nuevo es significativo que primero oigamos hablar de su rango en el plan de Dios, y luego de los pormenores de su aparición. Isaías había designado de antemano su cargo, cuando daba voces a los cansados proscritos en Babilonia, diciendo: «Una voz grita: Preparad en el desierto un camino para el Señor. Enderezad en la soledad las sendas de nuestro Dios. Todo valle ha de ser alzado, y todo monte y cerro abatido; y los caminos torcidos se harán rectos, y los ásperos, llanos. Entonces se manifestará la gloria del Señor y toda carne la verá, pues la boca del Señor ha hablado» (Is 40,3-5). Isaías vio una magnífica procesión que a través del desierto se dirigía a la patria (Is 40,9-11), y oyó el llamamiento a preparar la ruta y allanarla para que pase el Señor. En este paso Dios avanzará con el pueblo jubilante. 

 

 La Iglesia y el evangelista oyen de nuevo estas palabras con gran audacia, y las entienden como referidas a Juan. Él es quien entonces ha exclamado, quien ahora exclama: Preparad el camino del Señor. Isaías no podía indicar quién profiere esta llamada, pero nosotros lo sabemos. Dios debía avanzar con el pueblo en el desfile triunfal, pero ahora viene corporalmente el que tiene por nombre «Dios con nosotros». Por toda la escena la mirada de la fe reconoce a las dos figuras: El heraldo mensajero es Juan, y el Señor es el Mesías. Se acerca la liberación de la servidumbre. 

 

4 Juan llevaba un vestido de pelo de camello con un ceñidor de cuero a la cintura: su alimento consistía en langostas y miel silvestre. 5 Jerusalén, Judea entera y toda la región del Jordán acudían a él.

 

La vida externa del Bautista es austera. Lleva un vestido de pelo de camello sujeto tan sólo con un cinturón de cuero. Se alimenta del escaso alimento producido por el monte yermo: langostas y miel silvestre. Con pocos rasgos, se traza la figura de un hombre, cuya vida puede atestiguar lo que él exige a los demás. No se desoye la llamada. Repercute en Jerusalén, Judea entera y toda la región del Jordán. Empieza una gran peregrinación, pero no es la que vio el profeta de un pueblo liberado por el camino que conduce a la patria; aquí, a la inversa, el pueblo sale al encuentro del solitario pregonero del desierto, del hombre de Dios; no en busca de sensaciones, sino para renovar la vida. Aunque las expresiones pueden ser exageradas, lo cierto es que una profunda conmoción embarga al pueblo de Judá y le hace salir hasta el lugar donde se encuentra Juan. Un charlatán o un flautista de Hamelin puede congregar también un público entusiasta y desencadenar reacciones emotivas en el pueblo, pero cuando resuena la voz de Dios, no se reduce todo a humo de pajas. Allí no hubo ninguna sugestión de masas. Se conmueve el corazón del individuo, y éste es llamado a tomar una decisión personal...

 

6 y él los bautizaba en el río Jordán al confesar ellos sus pecados.

 

Juan bautizaba a todos los que venían a él. Juan había instituido un rito especial para disponerse a la conversión: el bautismo. Había llegado a ser tan significativo para él, que recibió el sobrenombre de «el Bautista». En el Jordán, probablemente no lejos de la desembocadura en el mar Muerto, Juan bautiza por inmersión a todos los que se le presentan. Se debe lavar simbólicamente el pecado. Es cierto que en tiempos de Juan se hacían abluciones y baños en el judaísmo oficial y en las comunidades de las sectas. Eran una de las ocupaciones cotidianas, una parte constitutiva de la vida legal. El bautismo de Juan es distinto de todas estas abluciones y baños, era una señal de que el hombre se convierte, se renueva, se dispone para la salvación que se acerca, es un indicador del fin de los tiempos, en el sentido del profeta: «Lavaos, purificaos, apartad de mis ojos la malignidad de vuestros pensamientos, cesad de obrar mal, aprended a hacer el bien» (Is 1,16s). El que así era sumergido en las aguas del río, debía vivir en adelante como un hombre nuevo, orientado por completo hacia lo venidero.

 

b) Exhortación a convertirse (Mt/03/07-10).

 

7 Pero al ver que venían al bautismo muchos fariseos y saduceos, les dijo: Raza de víboras, ¿quién os ha enseñado a huir del inminente castigo? 8 ¡A ver si dais frutos propios de conversión! 

 

Entre los romeros no había solamente gente sencilla, sino también comerciantes y soldados, piadosos fariseos y miembros del sanedrín de Jerusalén. No es, pues, de maravillar que entre la multitud Juan también viera a «muchos fariseos y saduceos», que querían bautizarse, y por tanto estaban dispuestos a convertirse. No obstante llama la atención que el único fragmento detallado de la predicación, que encontramos en el Evangelio, va dirigido solamente a aquel grupo.

 

Probablemente lo que san Mateo quiere decir es que el tratamiento incisivo y áspero de raza de víboras se ajusta a los que así se descubren en el curso del Evangelio (cf. 12,34; 23,33). Pero no puede haber ninguna duda de que este fragmento contiene en términos muy generales pensamientos básicos de la predicación del Bautista. Explica la primera palabra del programa: «Convertíos.» Después del denuesto «¡raza de víboras!» retumba como un trueno la siguiente pregunta: «¿Quién os ha enseñado a huir del inminente castigo?» Es el acontecimiento amenazador, contra el que previnieron los profetas antes de Juan, como ya hemos visto. El día de la catástrofe y de la aniquilación, el día de Yahveh, que no es luz, sino tinieblas; este día está ante la puerta, se acerca con tal ímpetu y rapidez, que nadie puede huir de él. Quizás resonaron en Juan palabras como las que Amós ha pronunciado acerca de la imposibilidad de evitar el día del Señor: «Como un hombre que huyendo de la vista de un león diere con un oso o entrando en su casa, al apoyarse con su mano en la pared, fuese mordido de una culebra» (Am 5,19). Nadie puede huir. El que crea estar seguro, es cogido antes; al que busca la huida, el escondrijo le resulta fatal. También a vosotros os sobreviene este día, a nadie le deja el camino libre para huir. «Porque es grande y muy terrible el día del Señor. ¿Y quién podrá soportarlo?» (/Jl/02/11). Con todo hay una huida, un camino, que no preserva del acontecimiento, pero que ayuda a soportarlo. Es cierto que el día viene, pero no como juicio e ira, si os convertís: ¡A ver si dais frutos propios de conversión! La penitencia es lo único que puede salvaros: abandonar el camino falso y recorrer el camino de la justicia; permutar la ruta que conduce a la muerte con la que lleva a la vida; arrojar fuera el pecado y elegir a Dios. La conversión ha de acreditarse con obras, una nueva vida debe corresponder a la plena conversión a Dios. Hay que notar algo sobre este particular. No es suficiente una mudanza en la manera de pensar, un cambio del alma y del espíritu. Tiene que transformarse toda la vida, tiene que haber «frutos propios de la conversión».

 

9 Y no os hagáis ilusiones diciendo en vuestro interior: ¡Tenemos por padre a Abraham! Porque os aseguro que poderoso es Dios para sacar de estas piedras hijos de Abraham. 10 Ya el hacha está puesta a la raíz de los árboles. Y todo árbol que no da fruto bueno será cortado y arrojado al fuego.

 

¿Qué valor tienen las seguridades, nuestras garantías? ¿No somos el pueblo elegido, agraciado con copiosas promesas y privilegios? ¿No somos hijos del «padre» Abraham? A través del mismo linaje ¿no participamos también de su promesa? ¿No se nos atribuye también su mérito, de tal forma que no tengamos que temer por nuestra salvación? ¿No se detiene el alud del juicio ante los hijos de la elección? Dice Juan: «No os hagáis ilusiones diciendo en vuestro interior: Tenemos por padre a Abraham. Porque os aseguro que poderoso es Dios para sacar de estas piedras hijos de Abraham.» Esto es inaudito, es una herejía. ¿Dios no respeta los privilegios? Sí, los respeta, pero no le compran la conversión insistiendo celosamente en las prerrogativas. Ante Dios no tiene valor la certeza de salvarse sin la propia conversión. Mirad las toscas piedras que están alrededor. Dios no necesita vástagos, Dios quiere tener verdaderos hijos. Si vosotros no los sois, rehusando hacer penitencia, entonces Dios de estas piedras formará un nuevo linaje de Abraham. Esto tuvo que poner a todos en movimiento, y sacar de quicio a los judíos que estaban seguros de sí mismos, a los que creen se acreedores de Dios, a los versados en la Escritura. Dios ha determinado un orden de la salvación, y cumple lo que promete, incluso con respecto al pueblo elegido. Pero no por eso puede nadie conseguir por astucia convertirse, salvarse y obtener la vida. Eso tiene que hacerlo cada uno con su propio esfuerzo, incluso en la Iglesia, incluso hoy día...

 

Aquí ya se adivina cómo se hace saltar el antiguo armazón y se descubre en el horizonte otro Israel, que no se encubre con la comunidad nacional del judaísmo: san Pablo llamará a Abraham el «padre de todos los creyentes, aunque no circuncidados» y también le llamará «padre de los circuncidados», aunque solamente de aquellos que le siguen en la fe (Rom 4,11s). Juan solamente quiere sacudir la seguridad que confía en la propia justicia, aún no debía pensar en un Israel de los gentiles. Pero los caminos están trazados, y san Pablo es el primero que anda por ellos. ¡Qué trastorno se anuncia! Esto es realmente «preparar el camino» y «hacer rectas las sendas»...

 

El tiempo apremia y no se puede demorar la conversión: Ya el hacha está puesta a la raíz de los árboles. Unos pocos golpes más y los árboles se hienden y quiebran. Conviene darse prisa, no vaciléis un momento. Ahora unas imágenes se intercalan en otras: los árboles, los frutos de los árboles, el hacha para talar. El hacha está a punto y seguro que dará en el blanco; semejantemente nadie puede huir del día del enojo. Se tala, pero no se quema el árbol del que se ha convertido. Puede subsistir en el fuego de la destrucción. Todos los demás árboles están destinados al fuego: se corta y se arroja al fuego todo árbol que no lleve buen fruto. El fuego es el fuego de la sentencia de aniquilación. Ya está encendido y se abre camino trabajosamente, ávido de alimento. Son roídos por el fuego todos los que no se han convertido...

 

c) El anuncio del Mesías (Mt/03/12).

 

11 Yo os bautizo con agua para la conversión. Pero el que viene detrás de mí es más fuerte que yo, y ni siquiera soy digno de llevarle las sandalias; él os bautizará con Espíritu Santo y fuego. 

 

Juan no sólo está bajo la impresión del «día de Yahvéh». sino bajo los efectos de otra luz, proyectada poderosamente sobre él. Su misión no es solamente pregonar la catástrofe, sino anunciar un personaje; no sólo notificar la proximidad del juicio, sino la proximidad de una persona. Se le ha concedido decir lo que ningún profeta antes de él pudo decir: El que viene detrás de mí es más fuerte que yo. No se dice su nombre, es «el que viene» por antonomasia. Por una parte es el esperado, cuya llegada se espera y en quien se ha esperado, por otra parte es el que ahora ya está cerca y por así decir está delante de la puerta. Este nombre, «el que viene», manifiesta su aparición, que está ya muy próxima. Cada adviento hace experimentar intensamente a la Iglesia la proximidad del «que llega»...

 

Juan muestra con dos metáforas que este otro es más poderoso que él. La primera metáfora habla del bautismo. Su propio bautismo se llevaba a cabo con agua para la conversión. Su bautismo tenía por finalidad la conversión y la expresaba. El bautizado era bañado con agua, lo cual reclamaba una nueva vida. La actividad de Juan era una selladura externa y una confirmación de esta voluntad, la realización de un signo, cuyo contenido debía cumplir en el individuo. Pero ahora viene el que es más fuerte; también él administrará un bautismo, pero de una índole completamente distinta: Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego. En primer lugar sin agua, que solamente moja la superficie, sino con el Espíritu viviente de Dios, que transforma los corazones. Es creado de nuevo con toda certeza aquello de lo que echa mano el Espíritu de Dios. «El que es más fuerte» es capaz de dar este don. El Espíritu de Santo de Dios es un don del tiempo final. Isaías ve el país desguarnecido y devastado «hasta tanto que desde lo alto se derrame sobre nosotros el espíritu del Señor. Entonces el desierto se convertirá en un vergel...» (Is 32,15). Isaías oye el anuncio de Dios: «Derramaré mi espíritu sobre tu linaje, y la bendición mía sobre tus descendientes» (Is 44,3). Entre los acontecimientos del fin Joel también nombra la efusión del Espíritu, que Pedro ve cumplido en pentecostés: «Y después de esto derramaré yo mi espíritu sobre toda clase de hombres; y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas; vuestros ancianos tendrán sueños, y tendrán visiones vuestros jóvenes. Y aun también sobre los siervos y siervas derramaré en aquellos días mi espíritu» (Jl 3,1s). Esta fuerza verdaderamente divina tiene que haber sido dada al «que es más fuerte...» Además: también bautizará con fuego. Juan habló del fuego del juicio (3,10). Eso también es una imagen antigua del día de Yahveh: «Porque he aquí que llegará aquel día semejante a un horno encendido, y todos los soberbios, y todos los impíos serán como rastrojo, y aquel día que debe venir los abrasará, dice el Señor de los ejércitos, sin dejar de ellos raíz ni renuevo alguno» (Mal 4,1; cf. Jl 2,1-5). La llama abatirá al que no se ha convertido, el Espíritu se derramará sobre los convertidos. En esto consiste el doble bautismo. Pero el primero está en el primer plano, como muestra el versículo siguiente.

 

12 Tiene el bieldo en la mano y limpiará su era; recogerá su trigo en el granero, pero la paja la quemará en un fuego que no se apaga.

 

Esta otra metáfora procede de la vida del campesino: la mies. Se reúne el grano y se aventa en la era. Allí la paja se separa del trigo; la paja vuela impulsada por el viento, el grano por su peso cae al suelo. Se quema la paja, y el trigo se almacena en el granero. Eso es lo que ahora va a suceder. «EI más fuerte» ya ha cogido la pala. La separación empezará dentro de pocos momentos. Pero ¿no es propio de Dios, no es privilegio suyo celebrar el juicio? ¿No lo indica así el hecho de que se hable de «su trigo», con el cual solamente se puede aludir a las personas adictas a Dios, a los que se han convertido? Y la paja no se quema en la era, como en realidad se hace, sino que es arrojada a un fuego que no se apaga, que solamente puede ser el fuego de la gehenna, del infierno. Juan sólo conoce un juicio, que es el juicio de Dios. Cuando habla del juicio, tiene que decir todo lo que los profetas han anunciado antes que él sobre el juicio. Pero el que lo lleva a término no es Dios, sino «el más fuerte», que es el Mesías. De él se afirma lo que hasta esta hora era privilegio santo de Dios. La imagen del Mesías ya al principio tiene unas dimensiones que ningún judío hubiese podido imaginar: Señor y juez del tiempo final. Realmente es «el más fuerte», ante el que Juan se postra, y no se siente capaz de prestarle el menor servicio de un esclavo, a saber, de llevar tras él las sandalias. El que está enviado a ir delante de él, no se encuentra en condiciones de correr detrás de él como servidor. San Mateo escribe pocas frases sobre la presentación y predicación del Bautista. Sin embargo estas frases dan un concepto grandioso del hombre a quien Jesús designa como el «mayor entre los nacidos de mujer» (11,11). Si Juan está por encima de todos los demás y por otra parte ve que es tan grande la distancia entre él y el Mesías, ¿qué diremos nosotros, si nos comparamos con el Mesías? En el mensaje de Juan predominan los colores obscuros. Le hace estremecer, es el día del juicio de Dios, y su anuncio del Mesías está también bajo la impresión de esta tormenta amenazadora. Según parece, Juan sólo puede ver al Mesías como ejecutor del enojo divino. Pero el hecho de que se anuncie el Mesías, ya es una buena nueva, la primera luz que difunde el llamamiento: «El reino de los cielos está cerca». Y el Mesías no sólo viene para el espantoso juicio, sino que también trae el espíritu vivificante para un pueblo nuevo...

 

2. BAUTISMO DE JESÚS (Mt/03/13-17). J/BAU

 

13 Entonces Jesús llega de Galilea al Jordán, y se presenta a Juan para que lo bautice. 14 Pero Juan quería impedírselo, diciendo: Soy yo quien debería ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí? 15 Pero Jesús le contestó: Permítelo por ahora; porque es conveniente que así cumplamos toda justicia. Entonces Juan se lo permitió.

 

Jesús viene como uno de tantos, y con la intención expresamente mencionada de ser bautizado. Esto no se había dicho tan claramente de los fariseos y saduceos (3,7), es bastante singular, e inmediatamente suscita la pregunta: ¿Cómo puede humillarse entre los más débiles el que fue designado como «el que es más fuerte» y a quien se han atribuido tales facultades? ¿Cómo es posible que el juez de los demás aquí juzgue, al parecer, su propia vida? El que debía bautizar con el Espíritu Santo ¿se deja ahora lavar con agua? Tales preguntas probablemente se han formulado muy pronto en el tiempo misional de la primitiva Iglesia, cuando se informaba del bautismo de Jesús. Los demás evangelistas pasan por alto la dificultad y no le dan ninguna respuesta. En san Mateo, el Bautista y Jesús dan ya la respuesta en su encuentro. Juan debió de reconocer en seguida a Jesús. La escena no se describe con pormenores, como en el Evangelio de san Juan (Jn 1,29-37). El Bautista tampoco lo da a conocer al pueblo. Procura disuadirle de su propósito con la pregunta desconcertada: Soy yo quien debería ser bautizado por ti, ¿y tu vienes a mí? Juan aún no ha sido bautizado con el bautismo del espíritu, que acaba de anunciar, y pide a Jesús este bautismo, que una vez más se describe como superior, como la revelación de su propio bautismo, y de este modo el tiempo antiguo es separado del nuevo. La línea divisoria queda trazada, por así decir, a través de la figura de Juan. Es verdad que entre los nacidos de mujer no ha surgido nadie mayor que él, pero también se dice que «el más pequeño en el reino de los cielos es mayor que él» (Mt 11,11). Su pregunta no es ante todo una señal de humildad personal o del deseo de la propia salvación, sino que es la consecuencia de su predicación: ahora viene el tiempo del «más fuerte»; el que bautiza con Espíritu y fuego no tiene nada que ver con mi bautismo de penitencia. Jesús le contesta: Permitemelo por ahora. No te opongas y deja que ocurra lo que es necesario. Porque es conveniente que así cumplamos toda justicia. Es curioso que Jesús se solidarice con el Bautista y use la primera persona del plural «cumplamos». Los que tienen un rango tan desigual (Juan no se siente capaz de prestar el más insignificante servicio de esclavo) están unidos en un respecto: ahora nos está encomendado a nosotros dos algo a lo que no podemos sustraernos. Se trata de «toda justicia». ¿Qué significa esto? ¿No es la justicia una conducta personal dentro del ámbito de la perfección, como fue atribuida a José? Aquí también se hace referencia a esta conducta: en todo tenemos que hacer dócilmente lo que Dios ahora quiere. Los dos estamos subordinados a una orden superior. Es el «camino de la justicia», el camino que conduce a la verdadera vida, por el cual vino Juan (21,32). El Mesías toma el mismo camino, el cual le conducirá por la obediencia a la muerte. El Mesías ya desde el principio indica a todos los imitadores lo que es la «justicia» que debe aventajar mucho la de los escribas y fariseos (d. 5,20): mortificar la propia voluntad, identificarse profunda e interiormente con la voluntad de Dios...

 

16 Apenas bautizado Jesús, salió en seguida del agua, y en esto se abrieron los cielos y vio al Espíritu de Dios descender, como una paloma, y venir sobre él, 17 mientras de los cielos salió una voz que decía: Éste es mi Hijo amado, en quien me he complacido.

 

Esta escena casi parece una respuesta a la dicción «toda justicia». Jesús sale del agua, el cielo se hiende y Jesús ve al Espíritu de Dios descender, como una paloma, y venir sobre él. San Mateo describe el acontecimiento como una experiencia personal del Señor; el gran público parece que no nota nada (Así también Mc 1,10; de otra manera hablan Lc 3.21s, y Jn 1,3, que no menciona el bautismo). Es algo que ocurre entre el Padre y él, es un misterio dentro de la esfera divina. De nuevo se habla del «Espíritu de Dios», el cual ya actuó en la concepción milagrosa en el seno de la virgen (1,18.20). Es obra del Espíritu el principio de la vida, y también lo es el comienzo de la actividad. Cuando el Espíritu desciende «sobre él», toma posesión de él. Así también hablaban los hombres de Dios en el Antiguo Testamento, y sobre todo Isaías anuncia acerca del Mesías: «Está sobre mí el espíritu del Señor; porque el Señor me ha ungido, y me ha enviado a llevar la buena nueva a los pobres» (Is 61,1). Toda misión procede de Dios nuestro Señor, pero la realización es llevada a cabo e impulsada por su Espíritu Santo. Así también sucede en el Mesías... A la señal silenciosa del Espíritu que desciende, sobreviene la palabra del Padre, que resuena desde el cielo: Éste es mi Hijo amado, en quien me he complacido. He aquí una revelación que quita el aliento. Dios muestra su predilección por este hombre, que está a la orilla del Jordán como un hombre del pueblo, discreto e inadvertido. A este hombre Dios le llama su «Hijo amado». El adjetivo tiene el significado de «el único», pero aquí también resuena la viveza y la proximidad del amor, que experimentamos en primer lugar. En la antigua alianza también se habla de los «hijos de Dios». Especialmente los reyes de Israel son designados así. Están particularmente cerca de Dios, ya que representan su dominio y su gloria en la tierra. Pero antes Dios a nadie había llamado nunca «mi hijo amado». Se denota un misterio nuevo e incomparable, conocido por Jesús, ignorado entonces por los circunstantes, proclamado más tarde jubilosamente por la fe de la Iglesia. El Padre no designa a Jesús como su Hijo, para presentarlo al mundo o para revelarse a él personalmente, sino para mostrar su predilección por él. «En quien me he complacido» quiere decir: me complace en todo lo que dice y hace, en su vida y en sus sufrimientos. La actividad, que pronto ha de empezar, lleva expresamente y desde un principio el sello del divino reconocimiento. Ya de antemano está resuelto lo que Dios hará con la resurrección del crucificado. Principio y fin se corresponden mutuamente como dos pilares, en los que descansa el presente

1 comentario:

  1. El Padre no designa a Jesús como su Hijo, para presentarlo al mundo o para revelarse a él personalmente, sino para mostrar su predilección por él. «En quien me he complacido» quiere decir: me complace en todo lo que dice y hace, en su vida y en sus sufrimientos. La actividad, que pronto ha de empezar, lleva expresamente y desde un principio el sello del divino reconocimiento. Ya de antemano está resuelto lo que Dios hará con la resurrección del crucificado. Principio y fin se corresponden mutuamente como dos pilares, en los que descansa el presente

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