La Liturgia de este Domingo
nos habla de la Transfiguración del Señor.
Nos habla de cómo serán nuestros cuerpos cuando seamos resucitados al
final del tiempo y al comienzo de la eternidad, porque en ese momento maravilloso
seremos transformados, seremos también transfigurados.
Es lo que nos dice San
Pablo en la Segunda Lectura (Flp. 3,17 - 4,1).
Nos habla del momento de cuando vuelva Jesús del Cielo, en que
“transformará nuestro cuerpo miserable en un cuerpo glorioso, semejante al
suyo”.
Y ¿cómo es ese cuerpo
glorioso de Jesús? El momento en que
pudo verse mejor esa gloria divina en Jesús fue en el Monte Tabor cuando, en
virtud de su poder, se transfiguró ante Pedro, Santiago y Juan.
Entonces ¿de dónde sabemos
cómo seremos al ser resucitados? Entre otros
pasajes de la Escritura, lo sabemos por boca ellos tres, que fueron los
testigos de ese milagro maravilloso: la
Transfiguración del Señor. Ese milagro
fue preludio de la Resurrección de Cristo y es a la vez anuncio de nuestra
propia resurrección.
Nos cuenta el Evangelio
(Lc. 9, 28-36) que Jesús se llevó a esos tres discípulos al Monte Tabor. Allí se puso a orar y, estando en oración,
sucedió ese milagro de su gloria: “su
rostro resplandeció como el sol y sus vestiduras se hicieron blancas y fulgurantes”. Se entreabrió -por así decirlo- la cortina
del Cielo y se nos mostró algo del esplendor de la gloria divina, la cual
conocemos por el testimonio de los allí presentes.
Y decimos que se vio “algo”
del esplendor de Dios, pues ningún ser humano hubiera podido soportar la visión
completa de Dios.
Recordemos una de las
experiencias de Moisés en el Monte Sinaí
(Ex. 33, 7-11 y 18-23; Dt. 5, 22-27).
Moisés le pidió a Dios que quería ver su gloria y Yahvé le contestó: “Mi cara no la podrás ver, porque no puede
verme el hombre y seguir viviendo ... tú, entonces, verás mis espaldas, pero mi
cara no se puede ver”.
Ahora bien, no fue sin
motivo que Jesús invitó a Pedro, Santiago y Juan a subir con El al monte. Días antes les había hecho el anuncio de su
próximo juicio, Pasión, Muerte y posterior Resurrección. Era necesario, entonces, reforzar la fe de
sus más allegados, mostrándoles el fulgor y el poder de su gloria divina. Era necesario reforzar la fe en la próxima
Resurrección de Cristo y la fe en la futura resurrección de los seres humanos,
fe que los Apóstoles transmitirían en sus enseñanzas.
Ciertamente, seremos
resucitados. Pero para ser así
transformados, el camino es el mismo de Cristo, el que El comunicó a los
Apóstoles con la Transfiguración y con el anuncio previo de su Pasión y
Muerte: primero la cruz y luego la
resurrección. Calvario y Tabor van
juntos. Rostro herido y desfigurado por
la Pasión, y rostro refulgente en la Transfiguración. Cuerpo ensangrentado y desangrado en la Cruz,
y cuerpo cuya luz transforma su rostro y traspasa sus vestiduras en la
Transfiguración..
Vemos como, para convencer
a los Apóstoles de la necesidad de la Pasión (recordemos que días antes Pedro
se había opuesto a que Jesús pasara por eso (Lc. 8, 31-11), en el momento de la
Transfiguración aparecen conversando con Jesús dos importantísimos personajes
del Antiguo Testamento: Moisés y Elías,
“hablando de la muerte que le esperaba a (Jesús) en Jerusalén”.
También nosotros hemos de
ser convencidos que no hay resurrección sin muerte, no hay transfiguración sin
cruz, no hay gloria sin negación de uno mismo.
Justo una semana antes de este milagro, Jesús había dicho, “no sólo a
sus discípulos, sino a toda la gente:
‘Si alguno quiere seguirme, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y
sígame ... porque ¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si se
pierde a sí mismo?’” (Lc. 9, 23-25).
El Papa Juan Pablo II
recordó estas palabras de Jesús en la Cuaresma del 2001: Ante el modelo cultural imperante en nuestros
días hay que estar en abierto contraste con la mentalidad del “mundo”. Y a esa mentalidad el Papa opone las palabras
que Jesús le había dicho a todos los que le seguían, precisamente unos días
antes de la Transfiguración: “El que ama
su vida, la pierde; y el que odia su vida en este mundo, la guardará para la
Vida Eterna” (Lc. 9, 24). Y explicaba el
Papa: “En realidad la ‘Vida’ se
encuentra cuando se sigue a Cristo por ‘el camino estrecho’ . Quien sigue el ‘el camino ancho’ y cómodo confunde lo que es ‘vida’ con
satisfacciones efímeras”.
San Pablo también nos habla
sobre el apego a las cosas de esta vida en la Segunda Lectura: los que viven “como enemigos de la cruz de
Cristo, acabarán en la perdición, porque su dios es el vientre ... sólo piensan
en las cosas de la tierra”.
Pero, volvamos a la escena
del Evangelio. San Pedro, el impetuoso y
resuelto, como estaba tan encantado con la visión divina de Jesús, propone
quedarse allí, y se apresura a ofrecer construir tres tiendas: una para Jesús, una para Moisés y otra para
Elías. “No sabía lo que decía”, nos comenta el Evangelio.
Y ¿qué sucede,
entonces? “No había terminado de hablar,
cuando se formó una nube que los cubrió y ellos al verse envueltos por la nube,
se llenaron de miedo”. Por cierto ese “miedo”no
es propiamente miedo, sino ese temor reverencial ante la presencia de Dios que
sobrecoge. Es la misma nube que en otros
pasajes de la Escritura (cfr. Ex. 19 y 1 Re. 8, 10) indica la presencia
majestuosa y omnipotente del Padre. Y
sólo se oyó su voz: “Este es mi Hijo, mi
escogido. Escúchenlo”.
Es decir, en cuanto Pedro propone
quedarse en lo agradable de la vida del espíritu, cuando pide quedarse sobre el
Monte Tabor gozando de los consuelos espirituales, Dios mismo interviene y le responde
diciéndole que escuche y siga las enseñanzas de su amado Hijo.
¿Qué nos dice esto? Que cuando hay consolaciones y gustos
espirituales, si es que los hay así sensibles como en la Transfiguración,
debemos tener en cuenta que Dios no los da para que nos quedemos solazándonos
en esos regalos. Esos dones no son para
quedarnos a vivir en el Tabor, como pretendió Pedro. Son gracias especiales para animarnos, para
fortalecernos, para impulsarnos a la entrega a Dios y a su servicio.
Lo mismo se aplica para las
gracias consideradas menos extra-ordinarias, como pueden ser las gracias de virtud,
de Sabiduría, de escogencia, etc. que no suelen ser sensibles, pero que tienen
la misma finalidad. Todas son para
impulsarnos al amor a Dios y al amor a nuestros semejantes: entrega y servicio ... escucha y seguimiento de Cristo.
Porque escuchar a Cristo es
seguirlo a El en todo. Sea en el
Calvario y en el Tabor. Sea en las penas
y en las alegrías. Sea en los triunfos y
en los fracasos. Sea en lo fácil y en lo
difícil. Sea en lo agradable y lo
desagradable. Sea en los aciertos y en
los errores cometidos. Todo, menos el
pecado, es Voluntad de Dios. Todo está
enmarcado dentro de sus planes. Y sus
planes están dirigidos a nuestro máximo bien que es nuestra salvación y futura
resurrección al final del tiempo.
La Primera Lectura (Gn. 15,
5-18) nos narra la alianza de Dios con Abraham.
Y ¿qué significa que Dios hace
una alianza con seres humanos? Significa
algo así como lo que hoy día es un contrato.
Cada parte se compromete a algo.
Dios se comprometió a darle una tierra en posesión y una descendencia
numerosísima a Abraham.
Y es así como en esta
oportunidad, al profetizarle por tercera vez esa abundante descendencia, le
muestra además la tierra que le dará.
Abraham, acostumbrado a los acuerdos que hacían los pueblos nómadas de
aquellos tiempos y siguiendo las instrucciones de Dios, prepara unos
animales. Era usual que cuando se
sellaba un pacto, los pactantes pasaban por entre las dos mitades de un animal
sacrificado. Abraham hizo su parte y
Dios en forma de fuego cumple la suya.
Ahora bien, a Abraham Dios
le prometió una tierra aquí en este planeta.
Esa fue la promesa hecha al antiguo pueblo de Israel en la persona de
Abraham. La tierra prometida fue la
promesa. En esa vieja alianza aparecen animales como víctimas.
Pero, posteriormente, Dios
hizo una Nueva Alianza, en la que Cristo es la Víctima, por cuyo sacrificio en
la Cruz todo el género humano tiene derecho a una patria que es mucho mejor que
la antigua tierra prometida: es el Cielo,
el gozo de la Visión Beatífica, cuando seremos transfigurados por la
resurrección que Cristo prometió a los que le amen.
Pero ¿cómo es eso de
resucitar? El día de nuestra
resurrección, Dios nos transformará, nos glorificará con su gloria, nos
iluminará con su luz infinita ... es decir, nos transfigurará. Una idea de cómo será eso la tuvieron los
tres Apóstoles en el Tabor.
Al respecto nos dijo el
Papa Juan Pablo II: “No se ha de pensar
que la transfiguración se producirá sólo en el más allá, después de la muerte
... si la transfiguración del cuerpo ocurrirá al final de los tiempos con la
resurrección de la carne, la del corazón tiene lugar ya ahora en esta tierra,
con la ayuda de la gracia. Podemos
preguntarnos ¿cómo son los hombres y mujeres ‘transfigurados’? La respuesta es muy hermosa: son los que siguen a Cristo en su vida y en
su muerte, se inspiran en El y se dejan inundar por la gracia que El nos
da”
Pero eso no es
automático: tenemos que trabajar para
que se dé esa transfiguración del nuestra alma.
Porque, seremos resucitados
–eso es una verdad de Fe- pero: no todos seremos resucitados para una vida de
gloria y máxima felicidad, en cuerpos transfigurados y refulgentes. Hay condiciones para optar a esa
transfiguración cuando llegue el momento.
Nos lo dice el Señor a través de San Juan Evangelista, testigo de la
Transfiguración: “Los que hicieron bien
resucitarán para la Vida; pero los que obraron mal resucitarán para la
condenación” (Jn. 5, 29).
Ahora bien, a Abraham Dios le prometió una tierra aquí en este planeta. Esa fue la promesa hecha al antiguo pueblo de Israel en la persona de Abraham. La tierra prometida fue la promesa. En esa vieja alianza aparecen animales como víctimas.
ResponderEliminarPero, posteriormente, Dios hizo una Nueva Alianza, en la que Cristo es la Víctima, por cuyo sacrificio en la Cruz todo el género humano tiene derecho a una patria que es mucho mejor que la antigua tierra prometida: es el Cielo, el gozo de la Visión Beatífica, cuando seremos transfigurados por la resurrección que Cristo prometió a los que le amen.
Pero ¿cómo es eso de resucitar? El día de nuestra resurrección, Dios nos transformará, nos glorificará con su gloria, nos iluminará con su luz infinita ... es decir, nos transfigurará. Una idea de cómo será eso la tuvieron los tres Apóstoles en el Tabor.
Al respecto nos dijo el Papa Juan Pablo II: “No se ha de pensar que la transfiguración se producirá sólo en el más allá, después de la muerte ... si la transfiguración del cuerpo ocurrirá al final de los tiempos con la resurrección de la carne, la del corazón tiene lugar ya ahora en esta tierra, con la ayuda de la gracia. Podemos preguntarnos ¿cómo son los hombres y mujeres ‘transfigurados’? La respuesta es muy hermosa: son los que siguen a Cristo en su vida y en su muerte, se inspiran en El y se dejan inundar por la gracia que El nos da”
Pero eso no es automático: tenemos que trabajar para que se dé esa transfiguración del nuestra alma.
Porque, seremos resucitados –eso es una verdad de Fe- pero: no todos seremos resucitados para una vida de gloria y máxima felicidad, en cuerpos transfigurados y refulgentes. Hay condiciones para optar a esa transfiguración cuando llegue el momento. Nos lo dice el Señor a través de San Juan Evangelista, testigo de la Transfiguración: “Los que hicieron bien resucitarán para la Vida; pero los que obraron mal resucitarán para la condenación” (Jn. 5, 29).