“Pareció bien al Espíritu Santo y a nosotros…”
(Hch 15, 28). La experiencia de la comunidad apostólica de los comienzos
muestra la naturaleza misma de la Iglesia en cuanto misterio de comunión con
Cristo en el Espíritu Santo. S.S. Benedicto XVI nos indicó este “método”
original en su homilía en Aparecida. Al concluir la V Conferencia General del
Episcopado Latinoamericano y de El Caribe constatamos que esto es, por gracia
de Dios, lo que hemos experimentado. En 19 jornadas de intensa oración, intercambios
y reflexión, dedicación y fatiga, nuestra solicitud pastoral tomó forma en el
documento final, que fue adquiriendo cada vez mayor densidad y madurez. El
Espíritu de Dios fue conduciéndonos, suave pero firmemente, hacia la meta.
Esta V Conferencia, recordando
el mandato de ir y de hacer discípulos (Cf. Mt 28, 20), desea despertar la
Iglesia en América Latina y El Caribe para un gran impulso misionero. No
podemos desaprovechar esta hora de gracia. ¡Necesitamos un nuevo Pentecostés!
¡Necesitamos salir al encuentro de las personas, las familias, las comunidades
y los pueblos para comunicarles y compartir el don del encuentro con Cristo,
que ha llenado nuestras vidas de “sentido”, de verdad y amor, de alegría y de
esperanza! No podemos quedarnos tranquilos en espera pasiva en nuestros
templos, sino urge acudir en todas las direcciones para proclamar que el mal y
la muerte no tienen la última palabra, que el amor es más fuerte, que hemos
sido liberados y salvados por la victoria pascual del Señor de la historia, que
Él nos convoca en Iglesia, y que quiere multiplicar el número de sus discípulos
y misioneros en la construcción de su Reino en nuestro Continente. Somos
testigos y misioneros: en las grandes ciudades y campos, en las montañas y
selvas de nuestra América, en todos los ambientes de la convivencia social, en
los más diversos “areópagos” de la vida pública de las naciones, en las
situaciones extremas de la existencia, asumiendo ad gentes nuestra solicitud
por la misión universal de la Iglesia.
Para convertirnos en una Iglesia
llena de ímpetu y audacia evangelizadora, tenemos que ser de nuevo
evangelizados y fieles discípulos. Conscientes de nuestra responsabilidad por
los bautizados que han dejado esa gracia de participación en el misterio pascual
y de incorporación en el Cuerpo de Cristo bajo una capa de indiferencia y
olvido, se necesita cuidar el tesoro de la religiosidad popular de nuestros
pueblos, para que resplandezca cada vez más en ella “la perla preciosa” que es
Jesucristo, y sea siempre nuevamente evangelizada en la fe de la Iglesia y por
su vida sacramental. Hay que fortalecer la fe “para afrontar serios retos, pues
están en juego el desarrollo armónico de la sociedad y la identidad católica de
sus pueblos”291. No hemos de dar nada por presupuesto y descontado. Todos los
bautizados estamos llamados a “recomenzar desde Cristo”, a reconocer y seguir
su Presencia con la misma realidad y novedad, el mismo poder de afecto,
persuasión y esperanza, que tuvo su encuentro con los primeros discípulos a las
orillas del Jordán, hace 2000 años, y con los “Juan Diego” del Nuevo Mundo.
Sólo gracias a ese encuentro y seguimiento, que se convierte en familiaridad y
comunión, por desborde de gratitud y alegría, somos rescatados de nuestra
conciencia aislada y salimos a comunicar a todos la vida verdadera, la
felicidad y esperanza que nos ha sido dado experimentar y gozar.
Es el mismo Papa Benedicto XVI
quien nos ha invitado a “una misión evangelizadora que convoque todas las
fuerzas vivas de este inmenso rebaño” que es pueblo de Dios en América Latina y
El Caribe: “Sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos que se prodigan, muchas
veces con inmensas dificultades, para la difusión de la verdad evangélica”. Es
un afán y anuncio misioneros que tiene que pasar de persona a persona, de casa
en casa, de comunidad a comunidad.
“En este esfuerzo evangelizador
—prosigue el Santo Padre—, la comunidad eclesial se destaca por las iniciativas
pastorales, al enviar, sobre todo entre las casas de las periferias urbanas y
del interior, sus misioneros, laicos o religiosos, buscando dialogar con todos
en espíritu de comprensión y de delicada caridad”.
Esa misión evangelizadora abraza
con el amor de Dios a todos y especialmente a los pobres y los que sufren. Por
eso, no puede separarse de la solidaridad con los necesitados y de su promoción
humana integral:
“Pero si las personas
encontradas están en una situación de pobreza —nos dice aún el Papa—, es
necesario ayudarlas, como hacían las primeras comunidades cristianas,
practicando la solidaridad, para que se sientan amadas de verdad. El pueblo
pobre de las periferias urbanas o del campo necesita sentir la proximidad de la
Iglesia, sea en el socorro de sus necesidades más urgentes, como también en la
defensa de sus derechos y en la promoción común de una sociedad fundamentada en
la justicia y en la paz. Los pobres son los destinatarios privilegiados del Evangelio
y un Obispo, modelado según la imagen del Buen Pastor, debe estar
particularmente atento en ofrecer el divino bálsamo de la fe, sin descuidar el
‘pan material’”.
Este despertar misionero, en
forma de una Misión Continental, cuyas líneas fundamentales han sido examinadas
por nuestra Conferencia y que esperamos sea portadora de su riqueza de
enseñanzas, orientaciones y prioridades, será aún más concretamente considerada
durante la próxima Asamblea Plenaria del CELAM en La Habana. Requerirá la
decidida colaboración de las Conferencias Episcopales y de cada diócesis en
particular. Buscará poner a la Iglesia en estado permanente de misión. Llevemos
nuestras naves mar adentro, con el soplo potente del Espíritu Santo, sin miedo
a las tormentas, seguros de que la Providencia de Dios nos deparará grandes
sorpresas.
Recobremos, pues, “el fervor
espiritual. Conservemos la dulce y confortadora alegría de evangelizar, incluso
cuando hay que sembrar entre lágrimas. Hagámoslo —como Juan el Bautista, como
Pedro y Pablo, como los otros Apóstoles, como esa multitud de admirables
evangelizadores que se han sucedido a lo largo de la historia de la Iglesia—
con un ímpetu interior que nadie ni nada sea capaz de extinguir. Sea ésta la
mayor alegría de nuestras vidas entregadas. Y ojalá el mundo actual —que busca
a veces con angustia, a veces con esperanza— pueda así recibir la Buena Nueva,
no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos,
sino a través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor de
quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo y aceptan
consagrar su vida a la tarea de anunciar el Reino de Dios y de implantar la
Iglesia en el mundo”292.
Recobremos el valor y la audacia
apostólicos. Nos ayude la compañía siempre cercana, llena de comprensión y
ternura, de María Santísima. Que nos muestre el fruto bendito de su vientre y
nos enseñe a responder como ella lo hizo en el misterio de la anunciación y
encarnación. Que nos enseñe a salir de nosotros mismos en camino de sacrificio,
amor y servicio, como lo hizo en la visitación a su prima Isabel, para que,
peregrinos en el camino, cantemos las maravillas que Dios ha hecho en nosotros
conforme a su promesa.
Guiados por María, fijamos los
ojos en Jesucristo, autor y consumador de la fe, y le decimos con el Sucesor de
Pedro:
“Quédate
con nosotros, porque atardece y el día ya ha declinado” (Lc 24, 29). Quédate
con nosotros, Señor, acompáñanos aunque no siempre hayamos sabido reconocerte.
Quédate con nosotros, porque en torno a nosotros se van haciendo más densas las
sombras, y tú eres la Luz; en nuestros corazones se insinúa la desesperanza, y
tú los haces arder con la certeza de la Pascua. Estamos cansados del camino,
pero tú nos confortas en la fracción del pan para anunciar a nuestros hermanos
que en verdad tú has resucitado y que nos has dado la misión de ser testigos de
tu resurrección.
Quédate
con nosotros, Señor, cuando en torno a nuestra fe católica surgen las nieblas de
la duda, del cansancio o de la dificultad: tú, que eres la Verdad misma como
revelador del Padre, ilumina nuestras mentes con tu Palabra; ayúdanos a sentir
la belleza de creer en ti.
Quédate
en nuestras familias, ilumínalas en sus dudas, sostenlas en sus dificultades,
consuélalas en sus sufrimientos y en la fatiga de cada día, cuando en torno a
ellas se acumulan sombras que amenazan su unidad y su naturaleza. Tú que eres
la Vida, quédate en nuestros hogares, para que sigan siendo nidos donde nazca
la vida humana abundante y generosamente, donde se acoja, se ame, se respete la
vida desde su concepción hasta su término natural.
Quédate,
Señor, con aquéllos que en nuestras sociedades son más vulnerables; quédate con
los pobres y humildes, con los indígenas y afroamericanos, que no siempre han
encontrado espacios y apoyo para expresar la riqueza de su cultura y la
sabiduría de su identidad. Quédate, Señor, con nuestros niños y con nuestros
jóvenes, que son la esperanza y la riqueza de nuestro Continente, protégelos de
tantas insidias que atentan contra su inocencia y contra sus legítimas
esperanzas. ¡Oh buen Pastor, quédate con nuestros ancianos y con nuestros
enfermos. ¡Fortalece a todos en su fe para que sean tus discípulos y
misioneros!
Es el mismo Papa Benedicto XVI quien nos ha invitado a “una misión evangelizadora que convoque todas las fuerzas vivas de este inmenso rebaño” que es pueblo de Dios en América Latina y El Caribe: “Sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos que se prodigan, muchas veces con inmensas dificultades, para la difusión de la verdad evangélica”. Es un afán y anuncio misioneros que tiene que pasar de persona a persona, de casa en casa, de comunidad a comunidad.
ResponderEliminar“En este esfuerzo evangelizador —prosigue el Santo Padre—, la comunidad eclesial se destaca por las iniciativas pastorales, al enviar, sobre todo entre las casas de las periferias urbanas y del interior, sus misioneros, laicos o religiosos, buscando dialogar con todos en espíritu de comprensión y de delicada caridad”.
Esa misión evangelizadora abraza con el amor de Dios a todos y especialmente a los pobres y los que sufren. Por eso, no puede separarse de la solidaridad con los necesitados y de su promoción humana integral:
“Pero si las personas encontradas están en una situación de pobreza —nos dice aún el Papa—, es necesario ayudarlas, como hacían las primeras comunidades cristianas, practicando la solidaridad, para que se sientan amadas de verdad. El pueblo pobre de las periferias urbanas o del campo necesita sentir la proximidad de la Iglesia, sea en el socorro de sus necesidades más urgentes, como también en la defensa de sus derechos y en la promoción común de una sociedad fundamentada en la justicia y en la paz. Los pobres son los destinatarios privilegiados del Evangelio y un Obispo, modelado según la imagen del Buen Pastor, debe estar particularmente atento en ofrecer el divino bálsamo de la fe, sin descuidar el ‘pan material’”.
Este despertar misionero, en forma de una Misión Continental, cuyas líneas fundamentales han sido examinadas por nuestra Conferencia y que esperamos sea portadora de su riqueza de enseñanzas, orientaciones y prioridades, será aún más concretamente considerada durante la próxima Asamblea Plenaria del CELAM en La Habana. Requerirá la decidida colaboración de las Conferencias Episcopales y de cada diócesis en particular. Buscará poner a la Iglesia en estado permanente de misión. Llevemos nuestras naves mar adentro, con el soplo potente del Espíritu Santo, sin miedo a las tormentas, seguros de que la Providencia de Dios nos deparará grandes sorpresas.
ResponderEliminarRecobremos, pues, “el fervor espiritual. Conservemos la dulce y confortadora alegría de evangelizar, incluso cuando hay que sembrar entre lágrimas. Hagámoslo —como Juan el Bautista, como Pedro y Pablo, como los otros Apóstoles, como esa multitud de admirables evangelizadores que se han sucedido a lo largo de la historia de la Iglesia— con un ímpetu interior que nadie ni nada sea capaz de extinguir. Sea ésta la mayor alegría de nuestras vidas entregadas. Y ojalá el mundo actual —que busca a veces con angustia, a veces con esperanza— pueda así recibir la Buena Nueva, no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino a través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo y aceptan consagrar su vida a la tarea de anunciar el Reino de Dios y de implantar la Iglesia en el mundo”292.
Recobremos el valor y la audacia apostólicos. Nos ayude la compañía siempre cercana, llena de comprensión y ternura, de María Santísima. Que nos muestre el fruto bendito de su vientre y nos enseñe a responder como ella lo hizo en el misterio de la anunciación y encarnación. Que nos enseñe a salir de nosotros mismos en camino de sacrificio, amor y servicio, como lo hizo en la visitación a su prima Isabel, para que, peregrinos en el camino, cantemos las maravillas que Dios ha hecho en nosotros conforme a su promesa.