El desierto es una oportunidad para la «fe pura».
No es infrecuente en estos
tiempos leer noticias e informes alarmantes acerca de la progresiva
desertización del planeta. Parece que amenaza, aproximadamente, a una tercera
parte de la superficie terrestre, y afecta a las vidas de 850 millones de
personas. Y, en alguna manera, se ha hecho familiar y próxima a los habitantes
de latitudes donde tradicionalmente no se conocían los desiertos.
La desertización, el avance
de los desiertos existentes, pero también la desertificación, la degradación de
las tierras, los humedales y ecosistemas, que se acercan y se instalan entre
nosotros calladamente, se erigen en metáfora de una experiencia espiritual
antigua, sólida y fecunda: la espiritualidad, precisamente, del desierto.
En la tradición bíblica, el
desierto tiene una fuerza simbólica tremenda: al desierto se sale, por el
desierto se camina, a través del desierto se conquista la tierra...Entre los
cristianos de los primeros siglos, como entre los piadosos judíos de la época
de los Macabeos (1 Mac 2,29), salir al desierto se convirtió en un gesto para
manifestar la ruptura, la denuncia y el deseo de renovación del cristianismo.
Pero ¿qué pasa cuando la
desertización y la desertificación se plantan entre nosotros? ¿Que pasa cuando,
sin salir al desierto, éste avanza hacia nosotros y ocupa nuestra existencia?
¿Qué pasa cuando nuestra vida se deteriora, se degrada?¿Qué perfiles adquiere
entonces la experiencia espiritual del desierto? Porque el experto en desiertos
que fue Ch. de Foucauld se atrevió a decir: «El desierto no sostiene al débil;
lo aplasta. El que gusta del esfuerzo y la lucha, ése puede sobrevivir”.
El desierto que fue “Si
quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres...»(Mt
19,21)El nacimiento de la vida eremítica, de la vida separada de las ciudades,
que hasta ese momento habían sido el modelo del imperio romano, se debió a
diversas causas y puede ser enjuiciado de maneras diferentes.
El monacato es un fenómeno
variopinto en el que intervienen muchas variables. Nació en Egipto y tiene el
símbolo más preclaro en San Antonio Abad, que se retiró al desierto alrededor
del año 270, cuando contaba dieciocho años de edad. La marcha al desierto nació
como respuesta a un deseo de radicalidad en el seguimiento de Cristo y suponía
una crítica radical a los valores urbanos, a los que se había asimilado el
cristianismo de principios del siglo IV. Fue una reacción contracultural frente
a los valores imperantes en la Roma del siglo IV, pero también contra las
corrientes que pretendían cristianizar la cultura pagana, colocando como máxima
el texto evangélico citando al comienzo de este epígrafe y concretándolo en una
ascesis rigurosa en todos los aspectos de la vida. Suponía también un rechazo
de las dignidades (también del sacerdocio ministerial) e independencia del
poder civil y eclesiástico. ¿Qué ocurre en el desierto?
a)El desierto es el lugar
donde Dios está más cerca, porque no hay nadie más. En los apotegmas de los
Padres del Desierto se lee: «Un obispo, llamado Apphy, mientras fue monje
estuvo sometido a una disciplina de vida muy austera. Luego, cuando llegó a
obispo, quiso, incluso en el mundo, someterse a la misma austeridad, pero sus
fuerzas le habían abandonado. Entonces, prosternándose ante Dios, le dijo: “¿Es
que a causa de mi episcopado tu gracia se alejará de mí?” Y obtuvo esta
revelación: “No, pero antes estabas en el desierto y, ya que no había nadie,
Dios acudía en tu ayuda. Ahora, en cambio, estás en el mundo, y en el mundo
están los hombres”»2.Si bien es verdad que Dios ayuda siempre, también lo es
que aparece de forma más clara donde más se le necesita. Como dice Gregorio de Niza,
al que se encuentra en una situación extrema, le parecen pequeñas las ayudas
que Dios les ha ido dando, y entonces tiene lugar la manifestación del Ser
trascendente, «que se muestra de un modo en que pueda ser captado por quien lo
recibe. Ningún otro lugar existe en el que las tentaciones se presenten de
forma tan clara como el desierto; ninguno en el que nuestra fe se ponga a
prueba de manera tan clara; y ninguno en el que los asideros posibles hayan
desaparecido tan palpablemente.
b) El desierto es el lugar de
la libertad total, en el que surge la tentación y la lucha. El pueblo de Israel
sale de la esclavitud de Egipto y marcha al desierto. Pablo deja su antigua
vida y se mete en la extensión del desierto. Jesús va a comenzar su misión, y
antes va al desierto. Frente a las ataduras, internas y externas, que todo ser
humano tiene, el desierto se presenta como el lugar sin fronteras en el que la
libertad total puede ser experimentada. Es ahí donde se puede vivir lo que
Casaldáliga expresó en su poema «Mi soledad»: «Mi soledad soy yo. No hay
compañía que me acompañe todo. En honda gran medida vivir es andar solo». Esta
experiencia de vida a fondo perdido pone de manifiesto también la multitud de obstáculos
que tiene esta vida (la vida) para el ser humano. El lugar sin límites posibilita
así la vivencia de los límites que todos tenemos para soportar tal libertad.
Los Padres del desierto experimentaron fuertemente las dificultades de este
camino, a través de las numerosas tentaciones que tuvieron que soportar. Las rigurosas
penitencias, el control de los deseos, la tosquedad del paisaje... y la soledad
en la que se encontraban eran obstáculos por los que había que pasar para experimentar
la libertad y, en definitiva, a Dios.
c) El desierto es lugar de
encuentro, de intimidad... es noche estrellada. Nadie marchó al desierto para
luchar consigo mismo y con sus demonios. La meta dela fuga era el encuentro con
Dios, sin que hubiera otras realidades que perturbaran al corazón. En este
sentido, el desierto se transfigura en una metáfora del paraíso perdido, en un
nuevo jardín del Edén, que exige nuevos ojos y un profundo proceso de
liberación interior para poder ser disfrutado, pero que está ahí a la espera...
En el desierto el tiempo se «ralentiza»; la prisa y la agitación dejan paso a
la contemplación pausada; la multitud de imágenes se reducen a la pesadez creadora
de un yermo que esconde oasis; el habla se convierte en escucha...
El desierto que nos llega
“Alguien estaba allí, y pude ver su silueta, aunque no el aspecto que tenía.
Todo era silencio...» (Job 4, 16) No vivimos hoy la experiencia del desierto
como los Padres antiguos. No escapamos hoy al desierto para allí encontrarnos
con nuestras luchas, nuestros miedos y nuestro Dios. Hoy, más bien, el desierto
viene a nosotros. De la misma manera que asistimos atónitos al avance de los
desiertos, nos encontramos de pronto, en la vida, arrojados a experiencias de
desierto que presentan variados matices.
El desierto, el desierto puro
que no tolera ni la vida, acampa cuando experimentamos el sufrimiento y dolor
inocente, la enfermedad destructora, la traición nunca sospechada, la muerte
escandalosa... Son experiencias, muchas veces, de fracaso, pérdida, silencio y
abandono, ultrajes a la vida que desborda cada día en nuestras luchas,
conquistas, disfrutes y goces.
En Cien años de soledad,
cuando el gitano Melquíades regresa a Macondo, el narrador explica: «El gitano
iba dispuesto a quedarse en el pueblo. Había estado en la muerte, en efecto,
pero había regresado porque no pudo soportar la soledad». Para la vida actual
es muy importante volver a recuperar la conexión que hay entre fe y soledad
radical, entre fe y muerte, entre la experiencia de Dios y la experiencia que
se ha llamado la «noche oscura» y que tiene que ver con el desierto, ya que las
explicaciones dadas durante mucho tiempo ya no satisfacen.
A lo largo de la historia, la
experiencia cristiana ha querido profundizar en Dios a partir de buscarlo,
comprenderlo y entenderlo. Una de las preguntas sobre las que pensadores,
filósofos y teólogos han dado vueltas es: ¿quién es Dios? Es también una de las
preguntas fundamentales de los creyentes y, en definitiva, de todo ser humano
desde siempre. Muchas han sido las respuestas a esta pregunta, pero al ser
respondida nos encontramos continuamente con que las diferentes respuestas, o
bien acaban en abstracción («Dios es aquel ser por encima del cual nadie puede
ser pensado», como diría San Anselmo), o bien se refugian en las diferentes
acciones que atribuimos a la divinidad (Dios es el que liberó a los israelitas
de Egipto; Dios es el que me curó de tal o cual enfermedad).
Cuando la pregunta «¿quién es
Dios?» no encuentra una respuesta convincente, entonces se pasa a la pregunta
«¿dónde está Dios?». La dificultad para determinarla esencia de Dios anima la
búsqueda de aquellos lugares donde Dios habita. Pero tampoco contamos hoy con
la certeza acerca del lugar donde Dios se encuentra. Y ello, porque todos los
lugares donde alguna vez pareció habitar han resultado falsos o, al menos,
problemáticos: Durante mucho tiempo, la Iglesia había sido el lugar donde Dios
se encontraba; pero han sido tantas las acciones realizadas en nombre de Dios,
también por la institución eclesial, que su explicación recurriendo a la
cultura de la época sirve para justificar las diferentes acciones humanas, pero
no para seguir manteniendo que Dios actuó en esas acciones.
A los que en la actualidad
quieren hacernos ver que Dios vive del lado de los victoriosos, de los
poderosos de la tierra que deciden sobre política internacional, guerras
preventivas... habría que recordarles que desde que Bartolomé de las Casas
denunció las atrocidades cometidas durante la conquista de América, se rompió
la idea de que aquellos que decían conocer al verdadero Dios actuasen también
en su nombre. Galileo nos sustrajo a la ilusión de localizar a Dios por encima
de la tierra, en un cielo donde habitara; desde él, la interacción entre el
cosmos y lo divino se tornó problemática, y Dios volvió a quedarse sin un lugar
en el que estar.
Cuando se capta que es
difícil encontrar el lugar (o los lugares) donde Dios habita, se replantea la
cuestión y se pregunta: ¿cuándo encontramos a Dios en nuestra historia? Se
piensa que encontrar a Dios en la historia es más fácil que encontrarlo en un
lugar determinado. Es así como los «signos de los tiempos» han ganado
importancia en nuestra época, especialmente desde que la Gaudium et Spes tomara esta
expresión como una de las ideas rectoras del documento. Esta también es una
respuesta insuficiente, como las otras, porque supone que el silencio de Dios
no es más que una manera de hablar y que, en el fondo, Dios sí aparece actuando
a través de los diversos acontecimientos históricos, ya sean movimientos sociales,
políticos... ante los que hay que estar atento para poder discernir su presencia.
Sin embargo, con esto no hacemos más que subrayar la imposibilidad objetiva
para determinar dónde habita Dios, en qué lugar y cuándo lo podemos encontrar. Estos
intentos han manifestado nuestra resistencia a aceptar el misterio que entraña
el desierto que nos llega. Porque los creyentes afirmamos que hay un Dios, un
Dios bueno, que existe desde siempre –¿cómo podría ser de otra manera?– y que
está al comienzo y al final de todo lo que existe, ofreciendo salvación desde
el comienzo mismo del mundo y del ser humano.
Que el mundo es algo creado y
que, por tanto, no es la mera consecuencia de una casualidad maravillosa. Los
cristianos narramos la historia de un Dios que ha estado siempre a la búsqueda
del hombre y a la búsqueda de un decir ausencia de apoyos sin límite; y estas dos
realidades al mismo tiempo. Jesús vive y muere sintiendo muchas veces el
abandono y el silencio de Dios, pero también entregándose totalmente a ese
Padre, que se ha eclipsado por entero en ciertos momentos.
Para Jesús, en definitiva,
como para nosotros, la experiencia de Dios significó en gran medida un
precipitarse en la nada, un perder todo apoyo sobre el que fundar su propio
existir, hasta perder incluso el apoyo del Padre, y desde ese abismo abandonarse
confiadamente en manos de Dios, «por ser Dios quien es». Y ante este misterio,
que es la manera como Dios se presenta ante nosotros y como experimentamos de
forma aguda en los momentos de desierto, lo que nos queda es la adoración,
porque Dios siempre va a ocultar su rostro cuando intentemos desvelar quién es
o qué es; siempre va a escapar cuando queramos determinar dónde vive; y siempre
va a huir cuando lo queramos utilizar para explicar el sufrimiento o queramos
hacer componendas fáciles sobre temas difíciles (como son el dolor, su lejanía
o la muerte).
El desierto nos invita, más
que a explicar, a testimoniar, a ser testigos de Dios, algo que exige pasar
inevitablemente por una etapa de desierto9. Si somos capaces, en medio del
yermo que muchas veces es hoy nuestra experiencia de fe, de confiar, como
Jesús, hasta el final, de esperar contra toda esperanza, entonces estar á empezando
a surgir en nosotros una nueva relación con Dios. En el fondo, no se trata de
creer apoyados en nuestra experiencia, de tener fe por lo que hemos sentido,
sino de dejar que Dios sea Dios en nosotros. Se trata de sentir hasta los huesos
un «vacío posibilitador», a fuerza de silencio y de escondimiento de Dios, para
dar lugar a que nuestra fe no se apoye tanto en las imágenes de Dios que ya tenemos
y se apoye un poco más en Dios mismo.
El desierto de nuestras vidas
nos dice que la ausencia de Dios es, por una parte, apariencia, ya que Dios
habla aun a través de ese silencio, y, por otra parte, es totalmente real, ya
que Dios no se deja atrapar por nuestras explicaciones, ni siquiera por
nuestras experiencias. Dios aparece y está presente siempre al ser humano como
silencio y como escondimiento; es el silencio y el escondimiento de un Dios que
deja que la creación siga su curso y que el mundo se convierta en hogar de
tanta masacre y destrucción, pero que se implica en un diálogo con el ser humano
que muchas veces nos resulta incomprensible, pero que es el camino para entrar
en la auténtica revelación de quién es el Insondable.
La vida y la muerte de Jesús,
nuestra vida y nuestra muerte, nos invitan a comprender que Dios no es
manipulable; nos obligan a aceptar que Dios es como es y que no puede ser hecho
a medida humana; y nos fuerzan a contemplar el misterio de Dios, no para
entenderlo, sino para dejarnos embargar por él, para que podamos decir a ese
Dios: creo aunque no te entiendo; creo aunque no te veo; creo aunque no te
encuentro. La experiencia profunda de fe, entonces, puede abrirse a los oasis
que están presentes en toda nuestra vida, aunque aparezcan escondidos. Ante la
situación de la Iglesia Ante el hoy de la comunidad cristiana podemos tomar
varias posturas: desde la catastrofista hasta la ilusoria. Cuando las
estadísticas presentan datos nada halagüeños, cuando nuestras iglesias se van
quedando vacías, cuando las fuerzas más activas de la comunidad eclesial se van
reduciendo... podemos retirarnos a los cuarteles de invierno y esperar allí
pasivamente el tan deseado vuelco de la situación, o podemos vivir esta
experiencia como una etapa de crecimiento tanto dela propia comunidad eclesial
como de nuestra relación con la Iglesia.
Ante esta situación, descrita
con profusión en multitud de libros y artículos, deberíamos desarrollar una
serie de actitudes que posibilitasen vivir el desierto como momento de
purificación eclesial y de encuentro con Dios:– Espiritualidad del
empequeñecimiento10: como en los primeros siglos de la Iglesia, la situación
espiritual de la comunidad cristiana en general rebosa acomodación con los
valores del mundo en el que vive.
La conversión de la Iglesia en
una empresa de servicios, a la que la sociedad ha asignado un papel determinado
en el mundo, y la pérdida del papel social de la Iglesia, que ya no determina
los valores del mundo occidental, no es una derrota en la misión de la Iglesia,
sino una llamada a ser aquello que siempre quiso ser: signo y profecía,
comunidad contracultural frente a las pretensiones de todas las ofertas de
salvación que novan más allá de los límites intramundanos. La Iglesia se está
empequeñeciendo en número, en poder, en influencia..., cuestiones todas que no
conforman el centro de su mensaje.
Triste sería que este
empequeñecimiento llevara a tomar derroteros que redujesen el mensaje, para
seguir manteniendo el estatus anterior; más triste aunque confundiésemos
empequeñecimiento con inutilidad del mensaje evangélico. La comunidad cristiana
debe reconocer al Dios que renunció al poder y que se situó como «uno de
tantos» en medio de la historia, y debe poner en práctica lo que ya proclamó en
el Vaticano II: es compañera de camino de todos los hombres y mujeres que
trabajan por que este mundo sea más el mundo de Dios. La comunidad cristiana debe
potenciar los lugares en los que se comparte y se vive la fe, en los que se comparten
los bienes y se practica la hospitalidad...
Muchas comunidades así ya han
surgido y son los oasis que, en medio del yermo, nos recuerdan que el desierto es
un lugar donde la vida sigue.
Esperar contra toda
esperanza: los problemas intraeclesiales son numerosos y deben ser resueltos.
Con todo, la Iglesia sigue siendo un instrumento querido por Dios para que la
salvación siga actuando en esta historia.
La pertenencia a la Iglesia
tiene también su grado de cruz, de incomprensión ante la manera como Dios decidió
seguir presente entre nosotros. Aun cuando no hay que justificarlas, no habría
que escandalizarse tanto por las dinámicas poco evangélicas que a veces se encuentran
en la institución eclesial, ni habría que extrañarse por la falta de coherencia
de aquellos que tienen (o tenemos) la misión de entregar la vida por todos. Son
muchos los ejemplos de grandes cristianos en el siglo XX que han vivido períodos
de su pertenencia eclesial como una noche oscura y han seguido esperando, contra
toda esperanza, que Dios cumpla con la Iglesia lo que dijo por boca del profeta
Oseas: «La llevaré al desierto y hablaré a su corazón» (2,16).Algunos
aprendizajes sobre el desierto Como ya hemos dicho, no vivimos tiempos en los
que salir al desierto sea para nosotros una urgencia, un deseo, una necesidad
para ahondar y mejorar la vida que vivimos. Salir al desierto es, en todo caso,
un turismo de aventura, un reto...
Quizá deberíamos recuperar el
gusto por adentrarnos en todo lo que el desierto como metáfora sugiere: abrir
espacios de soledad y silencio; ejercitar una sana sobriedad; afrontar retos;
lidiar con nuestros instintos más básicos...Podría ser bueno también que
discerniéramos, como lo hacemos en lo que al cambio climático se refiere, el porqué
de los desiertos que nos llegan.
En las reglas de discernimiento
de la primera semana de los Ejercicios Espirituales, San Ignacio de Loyola
plantea al ejercitante las «tres causas principales porque nos hallamos desolados»
[EE 322], y le provoca para que rastree en su vida las conductas, actitudes o
inercias que han podido favorecer la experiencia de desolación. Porque, si bien
es cierto que Dios calla, no es menos cierto que, en muchas ocasiones, somos
nosotros los que le condenamos al silencio.
Conviene recordar también que
el desierto es un espacio sin fronteras que, en su infinitud aparente, provoca,
en primera instancia, una experiencia de radical libertad que nos enfrenta con
discursos aprendidos, frases estereotipadas.
Esa radical libertad de tanta
palabra repetida es, además, una invitación a una búsqueda de Dios menos
pretenciosa. El Dios que se comunica en silencio reclama de nosotros renunciar
a la gratificación inmediata, a la fidelidad condicionada, al seguimiento con
éxito garantizado...
El desierto es, entonces, una
oportunidad para la «fe pura». Como dice Santa Teresa: «Vienen tiempos en el
alma, que no hay memoria de este huerto, todo parece está seco y que no ha de
haber agua para sustentarle, ni parece hubo jamás en el alma cosa de virtud.se pasa
mucho trabajo, porque quiere el Señor que le parezca al pobre hortelano que
todo el que ha tenido en sustentarle, y regalarle, va perdido. Entonces es el
verdadero escardar, y quitar de raíz las y erbecillas, aunque sean pequeñas,
que han quedado malas, con conocer no hay diligencia que baste, si el agua de
la gracia nos quita Dios: y tener en poco nuestro nada, y aun menos quenada.
Gánase aquí mucha humildad, tornan de nuevo a crecer las flores».
Por último, el desierto
entraña un peligro muy particular: el espejismo, esa particular ilusión óptica
que quiere esconder y rechazar los peligros. No por hablar de las bondades del
desierto, de su particular espiritualidad, de sus oportunidades, debemos
olvidar las palabras de Ch. de Foucauld que citábamos al principio de este
artículo: «El desierto no sostiene al débil; lo aplasta. El que gusta del
esfuerzo y la lucha, ése puede sobrevivir».
Atenuar las dificultades, ignorar
la necesidad de un guía y olvidar los pertrechos no son signo de mayor osadía y
valentía, sino todo lo contrario: de una escasa valoración de lo que el desierto
significa, de sus oportunidades y riesgos, de la necesidad de prepararse para
cuando llega.
Bibliografía:
1. Interesante es el artículo
de J.A. MARÍN, «Rutilio y San Jerónimo de frente al monasticismo»: Teología y Vida
39 (1998) 353-363.
2. Apotegmas de los padres
del desierto, Sígueme, Salamanca 1986, 43.
3. Cf. GREGORIO DE NISA,
Sobre la vida de Moisés, Ciudad Nueva, Madrid 1993, 149-152; aquí, 151.
4. P. CASALDÁLIGA, El tiempo
y la espera, Sal Terrae, Santander 1986, 67.
5. Cf. la carta de San
Jerónimo a Eustoquia (Carta 22,7), en la que el santo describe todas sus
tribulaciones. Cf. F. MORENO, San Jerónimo. La espiritualidad del desierto,
BAC, Madrid 2007, sobre todo, 17-31.
6. Desde otra perspectiva, a
partir de las leyendas que hay sobre las madres del desierto, cf. M. FORMAN,
OSB, Orar con las Madres del desierto, Mensajero, Bilbao2007, 59-71.
7. G. GARCÍA MÁRQUEZ, Cien
años de soledad, Cátedra, Madrid 200717, 142.
8. Cf., entre la numerosa
bibliografía que hay sobre este punto, el número
«Iglesia y cristianismo en
Europa» de esta revista: Sal Terrae, enero-febrero2006.
9. De difícil y provechosa
lectura es el libro de M. REYES MATE, Memoria de Auschwitz. Actualidad moral y
política, Trotta, Madrid 2003, especialmente las páginas dedicadas a la
autoridad del testigo (167-216).
10. Tomo esta idea de J.
CHITTISTER, El fuego en estas cenizas. Espiritualidad dela vida religiosa hoy,
Sal Terrae, Santander 1998, 99. La autora lo aplica a la Vida Religiosa, pero
es fácilmente trasladable a la vida cristiana en general.
11. Pienso en comunidades del
tipo de San Egidio y en los numerosos grupos de cristianos que viven su
cristianismo de forma más anónima en la multitud de pequeñas comunidades en
parroquias, movimientos apostólicos, colegios...
12. Podemos recordar la
denuncia, y en alguna manera profecía, del escritor A.VÁZQUEZ FIGUEROA en Los
ojos del tuareg, Plaza & Janés, Barcelona 2003, 44: «Laauténtica locura
estriba en correr como posesos a través de los pedregales y las dunas, sin
respetar la propia vida ni la de cuantos encuentran en su camino. Locura es
robar y envenenar un agua sin la que estamos condenados a morir, o amenazar con
un arma a quien te ha recibido con los brazos abiertos. Y si ha aceptado tomar
parte en semejante estupidez, debe aceptar que en un momento determinado su
estupidez le arrastre».
13. P. CASALDÁLIGA, El tiempo
y la espera, Sal Terrae, Santander 1986, 14: «Cuanto menos Te encuentro, más Te
hallo, / libres los dos de nombre y de medida. / Dueño del miedo que Te doy
vasallo, / vivo de la esperanza de Tú vida».
14. SANTA TERESA DE JESÚS,
Vida, Cap. XIV, 6.
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