Texto del Evangelio (Mt 18,1-5.10.12-14): En una
ocasión, los discípulos preguntaron a Jesús: «¿Quién es, pues, el mayor en el
Reino de los Cielos?». Él llamó a un niño, le puso en medio de ellos y dijo:
«Yo os aseguro: si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el
Reino de los Cielos. Así pues, quien se haga pequeño como este niño, ése es el
mayor en el Reino de los Cielos. Y el que reciba a un niño como éste en mi
nombre, a mí me recibe. Guardaos de menospreciar a uno de estos pequeños; porque
yo os digo que sus ángeles, en los cielos, ven continuamente el rostro de mi
Padre que está en los cielos. ¿Qué os parece? Si un hombre tiene cien ovejas y
se le descarría una de ellas, ¿no dejará en los montes las noventa y nueve,
para ir en busca de la descarriada? Y si llega a encontrarla, os digo de verdad
que tiene más alegría por ella que por las noventa y nueve no descarriadas. De
la misma manera, no es voluntad de vuestro Padre celestial que se pierda uno
solo de estos pequeños».
No es voluntad de vuestro Padre celestial que se
pierda uno solo de estos pequeños
Hoy, el Evangelio nos vuelve a revelar el corazón de
Dios. Nos hace entender con qué sentimientos actúa el Padre del cielo en
relación con sus hijos. La solicitud más ferviente es para con los pequeños,
aquellos hacia los cuales nadie presta atención, aquellos que no llegan al
lugar donde todo el mundo llega. Sabíamos que el Padre, como Padre bueno que
es, tiene predilección por los hijos pequeños, pero hoy todavía nos damos
cuenta de otro deseo del Padre, que se convierte en obligación para nosotros:
«Si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los
Cielos» (Mt 18,3).
Por tanto, entendemos que aquello que valora el Padre
no es tanto "ser pequeño", sino "hacerse pequeño". «Quien
se haga pequeño (...), ése es el mayor en el Reino de los Cielos» (Mt 18,4).
Por esto, podemos entender nuestra responsabilidad en esta acción de
empequeñecernos. No se trata tanto de haber sido uno creado pequeño o sencillo,
limitado o con más capacidades o menos, sino de saber prescindir de la posible
grandeza de cada uno para mantenernos en el nivel de los más humildes y
sencillos. La verdadera importancia de cada uno está en asemejarnos a uno de
estos pequeños que Jesús mismo presenta con cara y ojos.
Para terminar, el Evangelio todavía nos amplía la
lección de hoy. Hay, ¡y muy cerca de nosotros!, unos "pequeños" que a
veces los tenemos más abandonados que a los otros: aquellos que son como ovejas
que se han descarriado; el Padre los busca y, cuando los encuentra, se alegra
porque los hace volver a casa y no se le pierden. Quizá, si contemplásemos a
quienes nos rodean como ovejas buscadas por el Padre y devueltas, más que
ovejas descarriadas, seríamos capaces de ver más frecuentemente y más de cerca
el rostro de Dios. Como dice san Asterio de Amasia: «La parábola de la oveja
perdida y el pastor nos enseña que no hemos de desconfiar precipitadamente de
los hombres, ni desfallecer al ayudar a los que se encuentran con riesgo».
Hoy, el Evangelio nos vuelve a revelar el corazón de Dios. Nos hace entender con qué sentimientos actúa el Padre del cielo en relación con sus hijos. La solicitud más ferviente es para con los pequeños, aquellos hacia los cuales nadie presta atención, aquellos que no llegan al lugar donde todo el mundo llega. Sabíamos que el Padre, como Padre bueno que es, tiene predilección por los hijos pequeños, pero hoy todavía nos damos cuenta de otro deseo del Padre, que se convierte en obligación para nosotros: «Si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos» (Mt 18,3).
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