BAUTISMO DE JESÚS POR SAN JUAN BAUTISTA,
EN LAS AGUAS DEL RÍO JORDÁN.
Proclamaba Juan: “detrás de mí viene el que
puede más que yo, y yo no merezco ni agacharme para desatarle las sandalias. Yo
os he bautizado con agua, pero Él os bautizará con Espíritu Santo”. Por
entonces llegó Jesús desde Nazaret de Galilea a que Juan lo bautizara en el
Jordán. Apenas salió del agua, vio rasgarse el cielo y al Espíritu bajar hacía
él como una paloma. Se oyó una voz del cielo: “Tú eres mi Hijo amado, mi
predilecto”. Así relata el evangelista San Marcos el Bautismo del Señor en el
río Jordán.
MISTERIOS DEL BAUTISMO DEL SEÑOR
Nuestro Señor Jesucristo, al hacerse
bautizar por Juan el Bautista, en las riberas del río Jordán, realiza varios
misterios. En primer lugar, santifica el agua, materia del Bautismo, y le
infunde, al ir unida con las palabras del rito del Sacramento, la eficacia para
borrar en el que se bautiza el pecado original, e incluso cualquier otro
pecado, si se tratara de una persona adulta. En segundo lugar, nos da ejemplo
de verdadera penitencia al realizarse un impresionante prodigio: ver al mismo
Dios hecho Hombre, a los pies de la criatura, mientras Juan se resistía,
diciendo: Yo debo ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí?. “Déjame hacer” -le
respondió el Salvador-: así es como conviene que cumpla toda justicia, según relata
san Mateo. Jesús quiere practicar todas las virtudes, incluso aquellas que son
propias de los pecadores arrepentidos. ¡Qué humildad la de Nuestro Señor
Jesucristo! Y Juan obedeció y confirió, a la más pura inocencia, el bautismo de
penitencia.
REVELACIÓN DEL MISTERIO TRINITARIO
En aquel momento, se abrieron los cielos
y se vió bajar al Espíritu Santo, en forma de paloma, y colocarse sobre Jesús.
Y, al mismo tiempo, se oyó una vez que decía: Este es mi Hijo, el amado, en ti
me he complacido. En este mismo momento, nos es revelado el Misterio de la
Santísima Trinidad: el Padre que habla, el Hijo que es bautizado y el Espíritu
Santo, en forma o apariencia de una paloma.
El Padre declara que tiene puestas todas
sus complacencias en el Hijo. Y ¿cómo es
posible que nosotros no pongamos también las nuestras en Nuestro Señor
Jesucristo?. Él es imagen verdadera del Padre, espejo de la divinidad, y en su
persona se hallan reunidas todas las perfecciones del Cielo y de la Tierra.
Jesús merece, por tanto, todo nuestro amor. Nadie le iguala en amabilidad. Ni
padres, ni hermanos, ni esposas o esposos, ni los mejores amigos pueden ser
comparados al amor de Nuestro Señor Jesucristo. De verdad, ¿será posible que
Jesús que enamora a los Ángeles, a los Santos e incluso al Padre celestial, no
nos llene a nosotros de amores y requiebros?.
Por su parte, el Espíritu Santo al
posarse , en forma de paloma, sobre Jesús, nos enseña la dulzura y la
mansedumbre de de Nuestro Santísimo Redentor. Efectivamente, Jesucristo no es
un monarca, un conquistador, un juez. Él es quien nos dice: Aprended de mi, que
soy manso y humilde corazón. Sí, aprended de mí y soportad los defectos del
prójimo, su carácter, su aspereza, sus impaciencias, sus faltas de delicadeza y
muchas veces incluso de educación. Aprended de mí a perdonar sus ofensas, lo
mismo que Yo, Jesús, os perdono las
faltas de delicadeza que con tanta frecuencia me hacéis. Ciertamente, de este
modo, nos habla Jesús. Y, por nuestra parte, debemos ser dóciles a su voz y
estar dispuestos a obedecerle.
LA GRACIA DE LA DULZURA Y LA PAZ
Por eso, debemos pedirle al Señor que nos
conceda la gracia de que tengamos dulzura en todos los momentos, dulzura con
nosotros mismos para mantenernos en paz; verdadero espíritu de penitencia que
nos haga renunciar a cuanto nos pueda apartar de Él, como lo hemos prometido en
el Bautismo. Que nuestro pensamiento, nuestra atención, nuestro amor reposen
constantemente en Dios, que es el objeto de todas las complacencias del Cielo y
de las almas puras y santas.
Finalmente, al dejarse bautizar en el río
Jordán, el Señor quiere enseñarnos también a purificar nuestro corazón por el
arrepentimiento y a sujetar las malas inclinaciones y los instintos perversos.
¡Quizá existan en nuestra alma egoísmos y sentimientos poco nobles y conformes
con la perfección que Dios quiere de cada uno de nosotros! Pidamos, por
intercesión de la Santísima Madre, que el Señor nos conceda el espíritu de
compunción y de humildad, para que, libres de las ataduras del orgullo y del
pecado, llevemos una vida conforme a las enseñanzas y ejemplos de Nuestro Señor
Jesucristo.
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