En el año 317, en un
puesto fronterizo, todavía reinando Constantino, en la entonces llamada
Panonia, en Sabaria, hoy Hungría, hijo de un tribuno llegado a tal desde el
llano -de soldado raso, a lo mejor bárbaro de nacimiento- nace un tal Martín.
Se ve que este tribuno húngaro, su padre, desempeñó un papel militar notable en
estas luchas fronterizas interminables, ya que, acabada su carrera, le
permitirán retirarse, cargado de honores, jugosa pensión y tierras, a
Pavía.
Es allí donde Martín
se educa como un verdadero romano y, a pesar del paganismo de sus padres, se
pone en contacto con cristianos. A los dieciséis años, como era de rigor entre
los ciudadanos, después de haber recibido esmerada educación, ingresó en el arma
de caballería. Seguramente bien provisto por su padre de casco, escudo, corta
espada romana, loriga de cuero o malla metálica, corcel -¡por supuesto!- y
aperos; y, por su madre, de ropa de lino para el verano y de lana para el
invierno, con su clámide, capa o sobretodo con capucha, indispensable para
enfrentar la crudeza de las nieves invernales del norte de Francia donde fue
enviado durante sus primeros destinos.
Martín sirvió en el
ejército durante 25 años, destacándose no solo como jefe sino como combatiente.
Mucho más tarde, ya obispo, mostraba orgullosamente las múltiples cicatrices
que había recibido en las batallas. Sulpicio Severo, su primer biógrafo, que lo
conoció personalmente, nos habla de su apostura marcial, su talla fuera de lo
común, su predicación más parecida a arengas militares que a melifluas homilías
de curas.Parece ser, en los comienzos de su carrera, siendo jefe de patrulla en
la ciudad de Amiens, al norte de París -donde hoy se levanta la catedral gótica
más grande de Europa-, es cuando sucede el famoso pasaje de su encuentro, a las
puertas de la ciudad, con un mendigo casi muerto de frío a quien -cortándola de
un solo tajo de su filosa espada-, cubre con la mitad de la clámide regalada
por su madre. Esa noche sueña, según Sulpicio Severo, con Jesús, cubiertos sus
divinos hombros con su capa.
Se bautizará meses después continuando su carrera de
soldado. Primero en la caballería de la guardia imperial, bajo Constanzo, que
había logrado unificar nuevamente el imperio y combatía exitosamente a los
bárbaros logrando otra vez rechazarlos más allá del Rin y del Danubio. En el
año 355 pasaba a los órdenes de Juliano, nombrado césar por su tío Constanzo.
Lo sigue en sus exitosas campañas renanas. Finalmente después de 25 años de cuarteles,
campamentos y batallas, deja el servicio, quizá asqueado cuando, en el 360, las
tropas aclaman a Juliano emperador, en rebeldía contra Constanzo. Ya eran
muchos años de trinchera y de cargas de caballería. En realidad, normalmente,
para un romano, hora de comenzar la carrera de los honores civiles.
Pero
Martín elige, más bien, ingresar en la milicia de otro emperador: Cristo.
(‘Christianus es’). Su vida desde entonces estará dedicada a la Iglesia. Se
pone al servicio de San Hilario de Poitiers a quien acompaña en su destierro a
Frigia. No es sencillo luego seguir sus pasos: los Balcanes, un tiempo en
Milán, finalmente otra vez en Poitiers, donde, cerca de la ciudad, en Ligugé,
funda lo que será el primer monasterio de Europa. Allí prontamente acuden
multitud de discípulos a los que organiza monásticamente -quizá un poco al
estilo militar-. Hilario, que ha vuelto del destierro, lo nombra primero
diácono y luego sacerdote. Martín, con los suyos, se dedica a predicar en los
campos, en los llamados ‘pagos’, a donde aún no había llegado el cristianismo
-de allí el término ‘pagano’-. También con Hilario ha de combatir vigorosamente
la herejía arriana.
Su fama se
extendió por toda la región. Tanto es así que, cuando murió el obispo de la
vecina Tours, al norte de Poitiers, los fieles clamaron por que lo sucediera el
veterano soldado. Eso no estaba de ninguna manera en los planes de Martín, que
quería seguir con su vida de monje y predicador itinerante. Tanto es así que,
con su vozarrón de oficial, sacó volando a las sucesivas delegaciones que se le
acercaron para ofrecerle el cargo. Al final lo hicieron caer en una trampa: lo
llaman en medio de la noche para que fuera a asistir a una supuesta moribunda.
En el camino una patrulla de Tours cae sobre él, lo encapuchan y atan y lo
cargan en una carretón. Cuando le sacan la capucha y lo liberan es tarde: se
encuentra en medio de la nave de la catedral de Tours, rodeado del pueblo que
lo vitorea y con tres obispos de la zona que le suplican acepte la imposición
de sus manos. Martín finalmente no tiene más remedio que ceder. Era el año 371.
Pero no
será un obispo más: funda un centro monástico a poca distancia de Tours, en la
orilla derecha del Loira, en Marmoutier, donde vive retirado y en oración todo
el tiempo que su cargo le deja libre. “No puedo rezar menos para ser obispo, de
lo que me ejercitaba diariamente en las armas para ser soldado y de lo que me
detenía para estudiar los planes antes de emprender las batallas,” se justificaba
ante los suyos. Y así concibió su vida cristiana y episcopal: con estrategia y
valentía de guerrero. Y, si como oficial del emperador terreno fue bueno, como
general del Señor del universo fue mil veces mejor.
La muerte
lo sorprendió el ocho de noviembre del año 397 en la aldea de Candes, a orillas
del Loira, donde había arribado liderando su enésima campaña de pacificador y
conquistador de almas. Su cadáver fue embarcado en una chalana y remolcado por
los lugareños hasta Tours, donde llegó un once de Noviembre, día que hoy
festejamos. Cuenta la leyenda que, a medida que el barco pasaba con sus restos,
siendo ya bien entrado el otoño, los árboles y vegetación de las orillas del
Loira reverdecían. Todavía hoy, en Europa, a una especie de último aumento de
temperatura que se da para esta época, por no se que razones meteorológicas,
antes de ingresar definitivamente en el invierno, se le llama ‘veranillo de San
Martín’.
El culto
de Martín se difundió inmediatamente después de su muerte, ayudado por la
biografía de Sulpicio Severo que llevó el eco de su historia a todo Occidente.
En Tours se construyó pronto un basílica, meta de peregrinaciones innúmeras.
Clodoveo pasó por allí en el 496 prometiendo convertirse al cristianismo si
obtenía victoria contra los alamanes. Allí se instala el famoso Alcuino en el
796 transformando a Tours en el centro intelectual del renacimiento carolingio
y a donde confluían estudiantes de toda Europa. El mismo Carlomagno, para
visitar a su santo patrono Martín y a su maestro Alcuino se detiene allí varios
días, en el 800, camino a recibir del Papa la corona imperial. San Luis Rey ama
el lugar y convierte a Tours y su vecino castillo de Plessis prácticamente en
capital de Francia. El pequeño templo donde se guardó su supuesta clámide -o
capa o capita, ‘capella’, en latín- fue llamado ‘capilla’ y su guardián
‘capellán’, nombres que, con el tiempo, se extendieron a todas las iglesias no
parroquiales y sus sacerdotes. Tal prestigio alcanzó en toda Francia esta su
capa que la dinastía real precedida por la de los carolingios hasta el 987 y a
la que sucedió la casa de Valois en 1328, se llamó la de los Capetos, por su
fundador Hugo Capeto que llevaba ese apellido en honor a la capa de San Martín.
La
primitiva basílica fue destruida y saqueada por los normandos en el siglo V.
Reconstruida más espléndidamente en los siglos siguientes, fue nuevamente
saqueada e incendiada en 1526 por los protestantes hugonotes. Abandonada, se
cayeron su arcos y sus bóvedas. La Revolución Francesa terminó por demolerla y
hacer pasar sobre ella una calle, la rue des Halles, desde la cual hoy se
pueden observar pocos restos de sus otrora imponentes proporciones. La nueva
basílica, terminada en 1925, pequeña, de estilo neobizantino, guarda todavía en
su cripta la urna con los restos de San Martín.
Martín es
el primer santo no mártir qué figuró en un mosaico y a quien se rindió culto
público en Occidente. Sus representaciones, siempre de soldado cortando su capa
con su espada y entregándola al pobre, son millares en todo el mundo.
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