Evangelio (Lc 21,1-4): En aquel tiempo, alzando la mirada,
Jesús vio a unos ricos que echaban sus donativos en el arca del Tesoro; vio
también a una viuda pobre que echaba allí dos moneditas, y dijo: «De verdad os
digo que esta viuda pobre ha echado más que todos. Porque todos éstos han
echado como donativo de lo que les sobraba, ésta en cambio ha echado de lo que
necesitaba, todo cuanto tenía para vivir».
Ha echado de lo que
necesitaba, todo cuanto tenía para vivir
Hoy, como casi siempre, las cosas pequeñas pasan
desapercibidas: limosnas pequeñas, sacrificios pequeños, oraciones pequeñas
(jaculatorias); pero lo que aparece como pequeño y sin importancia muchas veces
constituye la urdimbre y también el acabado de las obras maestras: tanto de las
grandes obras de arte como de la obra máxima de la santidad personal.
Por el hecho de pasar desapercibidas esas cosas pequeñas, su
rectitud de intención está garantizada: no buscamos con ellas el reconocimiento
de los demás ni la gloria humana. Sólo Dios las descubrirá en nuestro corazón,
como sólo Jesús se percató de la generosidad de la viuda. Es más que seguro que
la pobre mujer no hizo anunciar su gesto con un toque de trompetas, y hasta es
posible que pasara bastante vergüenza y se sintiera ridícula ante la mirada de
los ricos, que echaban grandes donativos en el cepillo del templo y hacían
alarde de ello. Sin embargo, su generosidad, que le llevó a sacar fuerzas de
flaqueza en medio de su indigencia, mereció el elogio del Señor, que ve el
corazón de las personas: «De verdad os digo que esta viuda pobre ha echado más
que todos. Porque todos éstos han echado como donativo de lo que les sobraba,
ésta en cambio ha echado de lo que necesitaba, todo cuanto tenía para vivir»
(Lc 21,3-4).
La generosidad de la viuda pobre es una buena lección para
nosotros, los discípulos de Cristo. Podemos dar muchas cosas, como los ricos
«que echaban sus donativos en el arca del Tesoro» (Lc 21,1), pero nada de eso
tendrá valor si solamente damos “de lo que nos sobra”, sin amor y sin espíritu
de generosidad, sin ofrecernos a nosotros mismos. Dice san Agustín: «Ellos
ponían sus miradas en las grandes ofrendas de los ricos, alabándolos por ello.
Aunque luego vieron a la viuda, ¿cuántos vieron aquellas dos monedas?... Ella
echó todo lo que poseía. Mucho tenía, pues tenía a Dios en su corazón. Es más
tener a Dios en el alma que oro en el arca». Bien cierto: si somos generosos
con Dios, Él lo será más con nosotros.
Hoy, como casi siempre, las cosas pequeñas pasan desapercibidas: limosnas pequeñas, sacrificios pequeños, oraciones pequeñas (jaculatorias); pero lo que aparece como pequeño y sin importancia muchas veces constituye la urdimbre y también el acabado de las obras maestras: tanto de las grandes obras de arte como de la obra máxima de la santidad personal.
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