Del Evangelio (Lc 12,49-53): «He
venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo! Tengo que
pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla! ¿Pensáis que he venido
a traer al mundo paz? No, sino división. En adelante, una familia de cinco
estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos: el padre
contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija
contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra».
He venido a prender fuego en el mundo
Hoy, el Evangelio nos
presenta a Jesús como una persona de grandes deseos: «He venido a prender fuego
en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo!» (Lc 12,49). Jesús ya querría ver
el mundo arder en caridad y virtud. ¡Ahí es nada! Tiene que pasar por la prueba
de un bautismo, es decir, de la cruz, y ya querría haberla pasado.
¡Naturalmente! Jesús tiene planes, y tiene prisa por verlos realizados.
Podríamos decir que es presa de una santa impaciencia. Nosotros también tenemos
ideas y proyectos, y los querríamos ver realizados enseguida. El tiempo nos
estorba. «¡Qué angustia hasta que se cumpla!» (Lc 12,50), dijo Jesús.
Es la tensión de la vida, la
inquietud experimentada por las personas que tienen grandes proyectos. Por otra
parte, quien no tenga deseos es un apocado, un muerto, un freno. Y, además, es
un triste, un amargado que acostumbra a desahogarse criticando a los que
trabajan. Son las personas con deseos las que se mueven y originan movimiento a
su alrededor, las que avanzan y hacen avanzar.
¡Ten grandes deseos! ¡Apunta
bien alto! Busca la perfección personal, la de tu familia, la de tu trabajo, la
de tus obras, la de los encargos que te confíen. Los santos han aspirado a lo
máximo. No se asustaron ante el esfuerzo y la tensión. Se movieron. ¡Muévete tú
también! Recuerda las palabras de san Agustín: «Si dices basta, estás perdido.
Añade siempre, camina siempre, avanza siempre; no te pares en el camino, no
retrocedas, no te desvíes. Se para el que no avanza; retrocede el que vuelve a
pensar en el punto de salida, se desvía el que apostata. Es mejor el cojo que
anda por el camino que el que corre fuera del camino». Y añade: «Examínate y no
te contentes con lo que eres si quieres llegar a lo que no eres. Porque en el
instante que te complazcas contigo mismo, te habrás parado». ¿Te mueves o estás
parado? Pide ayuda a la Santísima Virgen, Madre de Esperanza.
ResponderEliminar¡Ten grandes deseos! ¡Apunta bien alto! Busca la perfección personal, la de tu familia, la de tu trabajo, la de tus obras, la de los encargos que te confíen. Los santos han aspirado a lo máximo. No se asustaron ante el esfuerzo y la tensión. Se movieron. ¡Muévete tú también! Recuerda las palabras de san Agustín: «Si dices basta, estás perdido. Añade siempre, camina siempre, avanza siempre; no te pares en el camino, no retrocedas, no te desvíes. Se para el que no avanza; retrocede el que vuelve a pensar en el punto de salida, se desvía el que apostata. Es mejor el cojo que anda por el camino que el que corre fuera del camino». Y añade: «Examínate y no te contentes con lo que eres si quieres llegar a lo que no eres. Porque en el instante que te complazcas contigo mismo, te habrás parado». ¿Te mueves o estás parado? Pide ayuda a la Santísima Virgen, Madre de Esperanza.
Así, un año después del primer encuentro, el 24 de abril de 1854 en la Iglesia de los Agustinos de Viena, Isabel contrajo matrimonio con su primo, el Emperador de Austria, convirtiéndose así en emperatriz.
ResponderEliminarIsabel tuvo desde el principio serias dificultades para adaptarse a la estricta etiqueta que se practicaba en la corte imperial de Viena. Aun así, le dio al Emperador cuatro hijos:
Sofía Federica de Habsburgo-Lorena, archiduquesa de Austria (1855-1857) fallecida a los dos años de edad aquejada de tifus.
Gisela de Habsburgo-Lorena, archiduquesa de Austria (1856-1932).
Rodolfo de Habsburgo-Lorena, el esperado Príncipe Heredero de la Corona (1858-1889).
María Valeria de Habsburgo-Lorena, archiduquesa de Austria (1868-1924).
En una visita a Hungría en 1857, Isabel se empeñó en llevar consigo a las archiduquesas Sofía y Gisela, a pesar de la rotunda negativa de su suegra, la archiduquesa Sofía. Durante el viaje, las niñas enfermaron gravemente, padeciendo altas fiebres y severos ataques de diarrea. Mientras que la pequeña Gisela se recuperaba rápidamente, su hermana no tuvo la misma suerte y pereció, seguramente deshidratada. Su muerte, que sumió a Isabel en una profunda depresión que marcaría su carácter para el resto de su vida, propició que le fuese denegado el derecho sobre la crianza del resto de sus hijos, que quedaron a cargo de su suegra, la archiduquesa Sofía. Tras el nacimiento del príncipe Rodolfo, la relación entre Isabel y Francisco José comenzó a enfriarse.
Isabel, por su parte, sólo pudo criar a su última hija, María Valeria, a la que ella misma llamaba cariñosamente «mi hija húngara», dado el gran aprecio que le tenía al país de Hungría, lugar donde habitualmente se refugiaba y en cuya cultura y costumbres se empeñó en educarla. Los grandes enemigos que Isabel hizo a lo largo de su vida la llamaban despectivamente «la niña húngara» y no precisamente por el amor que su madre prefesaba por tal país, sino porque creían que la niña era fruto en realidad de algún escarceo sexual que Isabel habría mantenido con el conde húngaro Gyula Andrássy. No obstante, el gran parecido que Valeria guardaba con su padre, el Emperador, se encargó de desmentir tales rumores.