Texto del Evangelio
(Lc 6,12-19): En aquellos días, Jesús se fue al monte a orar, y se pasó la
noche en la oración de Dios. Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos, y
eligió doce de entre ellos, a los que llamó también apóstoles. A Simón, a quien
llamó Pedro, y a su hermano Andrés; a Santiago y Juan, a Felipe y Bartolomé, a
Mateo y Tomás, a Santiago de Alfeo y Simón, llamado Zelotes; a Judas de
Santiago, y a Judas Iscariote, que llegó a ser un traidor.
Bajando con ellos se
detuvo en un paraje llano; había una gran multitud de discípulos suyos y gran
muchedumbre del pueblo, de toda Judea, de Jerusalén y de la región costera de
Tiro y Sidón, que habían venido para oírle y ser curados de sus enfermedades. Y
los que eran molestados por espíritus inmundos quedaban curados. Toda la gente
procuraba tocarle, porque salía de él una fuerza que sanaba a todos.
Jesús se fue al monte
a orar, y se pasó la noche en la oración de Dios
Hoy quisiera centrar
nuestra reflexión en las primeras palabras de este Evangelio: «En aquellos
días, Jesús se fue al monte a orar, y se pasó la noche en la oración de Dios»
(Lc 6,12). Introducciones como ésta pueden pasar desapercibidas en nuestra
lectura cotidiana del Evangelio, pero —de hecho— son de la máxima importancia.
En concreto, hoy se nos dice claramente que la elección de los doce discípulos
—decisión central para la vida futura de la Iglesia— fue precedida por toda una
noche de oración de Jesús, en soledad, ante Dios, su Padre.
¿Cómo era la oración
del Señor? De lo que se desprende de su vida, debía ser una plegaria llena de
confianza en el Padre, de total abandono a su voluntad —«no busco hacer mi
propia voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado» (Jn 5,30)—, de
manifiesta unión a su obra de salvación. Sólo desde esta profunda, larga y
constante oración, sostenida siempre por la acción del Espíritu Santo que, ya
presente en el momento de su Encarnación, había descendido sobre Jesús en su
Bautismo; sólo así, decíamos, el Señor podía obtener la fuerza y la luz
necesarias para continuar su misión de obediencia al Padre para cumplir su obra
vicaria de salvación de los hombres. La elección subsiguiente de los Apóstoles,
que, como nos recuerda san Cirilo de Alejandría, «Cristo mismo afirma haberles
dado la misma misión que recibió del Padre», nos muestra cómo la Iglesia
naciente fue fruto de esta oración de Jesús al Padre en el Espíritu y que, por
tanto, es obra de la misma Santísima Trinidad. «Cuando se hizo de día, llamó a
sus discípulos, y eligió doce de entre ellos, a los que llamó también
apóstoles» (Lc 6,13).
Ojalá que toda
nuestra vida de cristianos —de discípulos de Cristo— esté siempre inmersa en la
oración y continuada por ella.
¿Cómo era la oración del Señor? De lo que se desprende de su vida, debía ser una plegaria llena de confianza en el Padre, de total abandono a su voluntad —«no busco hacer mi propia voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado» (Jn 5,30)—, de manifiesta unión a su obra de salvación. Sólo desde esta profunda, larga y constante oración, sostenida siempre por la acción del Espíritu Santo que, ya presente en el momento de su Encarnación, había descendido sobre Jesús en su Bautismo; sólo así, decíamos, el Señor podía obtener la fuerza y la luz necesarias para continuar su misión de obediencia al Padre para cumplir su obra vicaria de salvación de los hombres. La elección subsiguiente de los Apóstoles, que, como nos recuerda san Cirilo de Alejandría, «Cristo mismo afirma haberles dado la misma misión que recibió del Padre», nos muestra cómo la Iglesia naciente fue fruto de esta oración de Jesús al Padre en el Espíritu y que, por tanto, es obra de la misma Santísima Trinidad. «Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos, y eligió doce de entre ellos, a los que llamó también apóstoles» (Lc 6,13).
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