Un «testamento» de
Chiara Lubich: «Que todos sean uno»
Escrito de Chiara Lubich, fundadora del Movimiento de los
Focolares, fallecida el 14 de marzo y publicado en la revista «Ciudad Nueva»
del 15 de diciembre de 1959.
Dicen que ha
resucitado
Si tienes la ventura
de viajar a Tierra Santa, en primavera, entre las mil cosas que Jerusalén te
ofrece para contemplar y meditar, una te impacta de manera particular, debido a
lo que te recuerda, en su extrema sencillez.
Resistiendo al
tiempo y lavada por las intemperies de dos mil años, una larga escalera de
piedra –salpicada aquí y allá por amapolas rojas como la sangre de la Pasión–
se extiende casi como una cinta encrespada que desciende, límpida y solemne
hacia el valle del Cedrón.
Ha quedado
desnuda, al descampado, enmarcada por un prado, de modo que ningún templo
pudiera reemplazar con su bóveda el cielo que la corona.
Desde allí
–cuenta la tradición– Jesús descendió aquella última tarde, después de la cena,
cuando, "levantando los ojos al cielo" henchido de estrellas, rogó:
"Padre, ha llegado la hora..."
Impresiona
poner los propios pies allí donde han tocado los pies de un Dios y el alma se
te escapa por los ojos mirando el firmamento que los ojos de un Dios han
mirado.
Y la
impresión puede ser tal que la meditación te deje clavada en adoración. Fue
única su oración antes de morir. Y cuanto más irradia Dios este "Hijo del
hombre" que tú adoras, tanto más lo sientes hombre y te enamora.
Su discurso
fue entendido plenamente sólo por el Padre; sin embargo lo dijo en alta voz,
quizás para que a nosotros también nos llegara un eco de tanta melodía.
1943. No se
sabe por qué, pero fue así: casi cada tarde, las primeras focolarinas reunidas
en busca del amor de Dios, a la luz de una vela –porque la luz muchas veces
faltaba– leían aquel fragmento. Era la carta magna del cristiano. Y allí,
palabras que les eran desconocidas brillaron como soles en la noche: noche de
un tiempo de guerra.
Jesús, durante
tres años, había hablado muchas veces a los hombres: dijo palabras de Cielo,
sembró en las duras cervices, anunció un programa de paz, pero ofreció Su
divino patrimonio casi adaptándose a la mente de los suyos, y las parábolas dan
prueba de ello.
Pero ahora que
no habla a la tierra, y su voz se dirige al Padre, parece no frenar su ímpetu.
Es espléndido ese hombre, que es Dios, y derrama –como fuente de la que fluye
la Vida Eterna– Agua que sumerge el alma del cristiano, perdida en Él, en los
mares infinitos de la Trinidad bienaventurada.
Es hermoso
como se presenta en ese último discurso: "Yo ruego por ellos, no ruego por
el mundo... Cuida en Tu Nombre a aquellos que me diste, para que sean uno, como
nosotros".
Ser uno, como
Jesús es uno con el Padre: ¿pero qué significaba?
No se entendía
mucho, pero sí que debía ser algo grande.
Fue por eso
que un día, unidas en el Nombre de Jesús, alrededor de un altar, le pedimos que
nos enseñara él a vivir esta verdad. Él sabía lo que significaba y sólo él nos
habría podido abrir el sec! reto para realizarla.
"... Pero
ahora voy a ti, para que su gozo sea perfecto".
Por esa breve
experiencia de unidad que habíamos hecho ¿acaso no habíamos experimentado una
"nueva" alegría?
¿Era quizás
esa de la cual habló Jesús? Es verdad que la alegría es el vestido del cristiano,
y Alguien dentro de nosotros nos hacía entender que, para quien sigue a Cristo,
la alegría es un deber, porque Dios ama al que da con alegría.
"No te
pido que los saques del mundo, sino que los preserves del Maligno".
Una vida fascinante
y nueva, por lo menos para nosotros: vivir en el mundo, que todos saben que
está en antítesis con Dios, y vivir por Dios en una aventura celestial...
"Conságralos en la verdad. No ruego solamente por ellos, sino
también por los que, gracias a! su palabra, creerán en mí, para que todos sean
uno."
¿Pero qué
cristianismo habíamos vivido antes, si habíamos pasado uno al lado del otro con
indiferencia –cuando no con desprecio y juzgándonos– mientras que nuestro
destino era fundirnos en la unidad invocada por Cristo?
Con estos
acentos nos parecía que Jesús arrojaba un lazo al Cielo y nos ligaba a
nosotros, miembros dispersos en unidad –por él– con el Padre, y en unidad entre
nosotros. Y el Cuerpo místico se nos desplegaba en toda su realidad, verdad y
belleza.
"Como Tú,
Padre, estás en mi y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros."
Como Jesús es
uno con el Padre, así cada uno de nosotros habría tenido que ser uno con Jesús
y, por consiguiente, uno con los otros: era un modo de vivir en el cual a! ntes
poco o nada habíamos pensado: un modo de vivir "a la Trinidad"...
"Para que
el mundo crea que Tú me enviaste".
La conversión
del mundo que nos rodeaba habría sido la consecuencia de nuestra unidad. Era
tal vez por eso que, ya desde los albores del Movimiento, muchas almas volvían
a Dios, sin que nosotros nos hubiéramos ocupado de convertirlas, sino sólo de
mantener la unidad entre nosotros y de amarlas en Cristo.
"Yo les
he dado la gloria que Tú me diste para que sean perfectamente uno y el mundo
conozca que Tú me has enviado...."
Los hombres
habrían creído en Cristo si nosotros éramos perfectos en la unidad. Por lo
tanto teníamos que perfeccionarnos en esta vida. Habríamos tenido que posponer
cualquier cosa a la unidad.
1943 también
había sido el año de la Mystici Corporis: Cristo en el Papa Pío XII hacía
escuchar la voz de su Testamento. ¿Será que Jesús, que vive en su Cabeza y en
su Cuerpo, también nos empujó a nosotras a subrayar la exigencia de la unidad y
a hacer así un regalo a muchos?
¡Unidad, unidad,
todos uno! Tal vez en momentos en que la idea fundamental de Cristo se estaba
volviendo, deformada y empobrecida de lo divino, la idea-fuerza de la
revolución atea, Dios nos la quiso subrayar en el Evangelio.
No se sabe.
Sólo se sabe que el Movimiento de los Focolares tuvo ese sello inconfundible y
que para nosotros nada tiene más valor que la unidad: porque formó el sujeto
del Testamento de Aquel que queremos amar por sobre todas las cosas; porque la
experiencia que tenemos hasta aquí es rica y fecunda de frutos para el Reino de
Dios, para Su Iglesia.
"Yo les
di a conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con
que tú me amaste esté en ellos y yo también esté en ellos."
Jesús, después
de haber dicho estas cosas, se dirigió con sus discípulos más allá del torrente
Cedrón...
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