El Tiempo Pascual, cuyo sexto Domingo hoy celebramos, es sin duda una
constante invitación a la alegría, tanto por la resurrección de Cristo como por
la redención realizada por Jesús en favor de todos los hombres.
Estos acontecimientos nos piden vivir con particular intensidad el misterio
de la Iglesia, que ha nacido, precisamente, en virtud de la Pascua de Cristo.
La Palabra del Señor nos sale al encuentro subrayando que la Iglesia debe ser
una comunidad de amor alimentada por el poder del Espíritu Santo que la
vivifica y la hace capaz de recibir y transmitir la salvación.
Se trata de una Iglesia universal que se realiza y manifiesta en las
Iglesias de los distintos lugares de la Tierra, para ser signo perenne en el
mundo de la caridad de Cristo, estímulo para todo cristiano y para cada
comunidad que quiere hacer creíble el mensaje evangélico en las situaciones
cotidianas.
La Iglesia, en efecto, no puede ser considerada como un organismo
jerárquico por una parte y como cuerpo místico por otra, como Iglesia de la
tierra e Iglesia que ya está en posesión de los bienes celestiales. Estos son
dos aspectos de una misma realidad y son inseparables entre ellos.
La Iglesia es una, tanto en la gloria como en la tierra, en cuanto la
Jerusalén celestial se entrelaza con la historia de la Jerusalén terrestre,
siendo esta última la continuación de la obra de Cristo.
Jesús ha resucitado y, por tanto, ya no está visible para los fieles. Pero
se ha ido no para alejarse de ellos, sino para estar más intensamente y
profundamente en sus vidas cotidianas. Él es el centro y el principio de unidad
de la Iglesia triunfante, purgante y militante.
Aquel Jesús que se encontraba en la tierra humildemente, cuando resucitó
recibió la plenitud de la gloria, que no se ha reservado sólo para él, sino que
la ha extendido a sus fieles.
Él mismo lo dice en el pasaje evangélico que hemos escuchado: “Si alguno me
ama observará mi Palabra y mi Padre lo amará y vendremos a Él y haremos nuestra
morada en él”.
Por tanto, el Señor está con quien lo ama y cumple sus mandamientos, por lo
cual el cristiano, realizando el mensaje evangélico, es decir amando, consigue
aprehender a Dios en su corazón: no
puede ser de otra manera, puesto que Dios es amor y en esta comunión el diálogo
con Él llevará a amar lo que Dios ama.
En la Iglesia se realizará aún más este encuentro con Dios, ya que la
Iglesia es una co-participación de amor, en la que todos los hombres darán
testimonio de que Dios ama a todos
indistintamente.
Creer y amar constituyen un acto de valentía por parte del cristiano, que
sólo se puede comprender por el hecho de que Cristo ha prometido el don del
Espíritu Santo.
Este acontecimiento será un signo ulterior de la presencia de Dios en el
mundo porque, con la venida del Espíritu, el cristiano penetrará más a fondo en
las enseñanzas, llevando a cabo no sólo un recuerdo de Él como simple
repetición, sino como una profundización capaz de llegar a nuevos desarrollos y
nuevas aplicaciones de la única experiencia salvífica realizada en Cristo.
De esta manera se obtendrá el verdadero culto a Dios, un culto santificante
porque se advertirá la presencia del
Espíritu Santo que lo anima.
Es éste, por tanto, el Espíritu que necesita la Iglesia en su camino
histórico, para ser fiel a la memoria completa de su Señor: una Iglesia que
tiene su cúlmen en la Eucaristía, en la cual recuerda a su Señor: no se trata
de una memoria imaginada, sino de una memoria (memorial) que es presencia real
de Cristo, que se realiza por medio del Espíritu de modo perenne y siempre
nuevo.
Es el significado de Iglesia completamente nuevo respecto a aquella que,
como se lee en la primera Lectura, invitaba a la observancia minuciosa de la
ley de Moisés.
Como afirma San Lucas, es el Espíritu Santo el que interviene sugiriendo a
los apóstoles y a los ancianos una línea de fidelidad en el amor: fidelidad a
la enseñanza de Cristo, que ordenó difundir el Evangelio, la buena nueva,
superando así la observancia externa de la ley mosaica.
Es esta una prueba cierta de que el Espíritu Santo asiste a su Iglesia
iluminando a los pastores de las comunidades e inspirándoles para que vivan
conforme a la vida de Cristo. Seguramente siempre habrá tensiones y
dificultades en la vida de la Iglesia, pero la barca de Pedro, nunca se irá a
pique porque en el timón está el Espíritu de Dios.
Es éste, por tanto, el Espíritu que necesita la Iglesia en su camino histórico, para ser fiel a la memoria completa de su Señor: una Iglesia que tiene su cúlmen en la Eucaristía, en la cual recuerda a su Señor: no se trata de una memoria imaginada, sino de una memoria (memorial) que es presencia real de Cristo, que se realiza por medio del Espíritu de modo perenne y siempre nuevo.
ResponderEliminarEs el significado de Iglesia completamente nuevo respecto a aquella que, como se lee en la primera Lectura, invitaba a la observancia minuciosa de la ley de Moisés.
Como afirma San Lucas, es el Espíritu Santo el que interviene sugiriendo a los apóstoles y a los ancianos una línea de fidelidad en el amor: fidelidad a la enseñanza de Cristo, que ordenó difundir el Evangelio, la buena nueva, superando así la observancia externa de la ley mosaica.
Es esta una prueba cierta de que el Espíritu Santo asiste a su Iglesia iluminando a los pastores de las comunidades e inspirándoles para que vivan conforme a la vida de Cristo. Seguramente siempre habrá tensiones y dificultades en la vida de la Iglesia, pero la barca de Pedro, nunca se irá a pique porque en el timón está el Espíritu de Dios